—Deje que me ocupe yo, Barton —dijo Nayland Smith en tono brusco—. Si interfiere en algún sentido, no respondo de las consecuencias.
Sir Lionel cerró los puños y fulminó con la mirada al visitante; a continuación, cruzó la habitación y se quedó mirando por la ventana, de espaldas a nosotros. Iba despeinado, sin afeitar y envuelto en su zarrapastrosa bata gris. Estaba de un humor de mil demonios.
El doctor Petrie había tenido que ausentarse por asuntos profesionales, de modo que éramos cuatro en aquella habitación grande y acogedora cuyas dos ventanas daban al jardín. Mi aspecto no era mucho mejor que el del jefe, pues, gracias a la intervención del doctor Petrie, había estado profundamente dormido hasta apenas cinco minutos antes de aquella reunión. Sir Denis, en cambio, aunque su traje gris estaba algo raído, ofrecía una imagen por lo demás aceptable.
Miré con desconfianza al hombre que estaba sentado en el sillón, situado junto al escritorio.
Era de constitución fuerte, iba ataviado con un sencillo traje de diario. Parecía el tipo de hombre que te podrías encontrar en cualquier capital del mundo. Sus facciones eran anchas y la piel de un blanco cadavérico. Llevaba el pelo rapado pero podía adivinarse que era espeso y canoso. Sus ojos oscuros e inquietos me parecieron repulsivos.
—Este es el señor… Aden —prosiguió Nayland Smith—, y dado que el asunto que le ha traído hasta aquí, Greville, le interesa personalmente, he pensado que debía estar presente.
El señor Aden se inclinó y sonrió. Mi repudio creció a pasos agigantados.
—El señor Aden es un abogado establecido en El Cairo. Por cierto… —se volvió de repente hacia el visitante—, creo que conocí a su hermano hace algunos años.
—Es imposible —dijo el griego, y su voz melosa no hizo nada por desmentir mi primera impresión.
—¿No? —preguntó sir Denis—. ¿No es un tal señor Samarkan, antiguo director del hotel New Louvre de Londres? ¿Está seguro?
El señor Aden, visiblemente sobresaltado pero decidido a disimular el asunto, tosió y alzó la mano con precipitación.
—Está confundido, sir Denis —declaró en tono afable—, quizá no en el parecido pero sin duda en el parentesco. Nunca he oído hablar del señor Samarkan.
—¡Es muy posible! —exclamó Nayland Smith, y se volvió a un lado—. Dejémoslo pues. En resumen, Greville, la situación es la siguiente: el señor… Aden está aquí cumpliendo sus habituales deberes profesionales…
—¡Tonterías! —gritó el jefe y estampó un pie calzado con zapatilla en el suelo. Sin embargo, no se dio la vuelta—. ¡Pertenece a la banda de un insolente mentiroso!
—¡Barton! —lo interrumpió Nayland Smith enfadado—. Le he pedido que deje esto en mis manos. Si se empeña en interrumpirme, tendré que ordenarle que se calle o se marche.
—¡Al diablo las órdenes!
—Tengo autoridad para hacerlo.
Siguieron unos instantes de ominoso silencio durante los cuales Nayland Smith se quedó mirando las anchas espaldas de sir Lionel. Este último guardó silencio.
—Muy bien —prosiguió sir Denis—. Como le estaba explicando, Greville, el señor… ¡Vaya, no consigo retener el nombre!
—Adrián Aden —apuntó el visitante con suavidad.
—Sí. Los clientes del señor Aden le han pedido que se ponga en contacto con Barton.
—La situación es delicada —explicó el señor Aden al tiempo que tendía una mano blanca y carnosa—. ¿Pero qué otra opción tenía? Actúo por el bien de Egipto. No me conviene herir sensibilidades.
—¡Ah! —exclamó el jefe—. ¡Al fin la verdad! No le conviene ofender al doctor Fu-Manchú.
—¿El doctor Fu-Manchú? —murmuró el señor Aden—. Tampoco me suena ese nombre.
Nayland Smith lanzó una mirada a Barton, chasqueó los dedos con irritación y dijo:
—El nombre de su cliente carece de importancia en estos momentos. Sea como sea, creo entender que sus instrucciones son las siguientes: un grupo de fanáticos religiosos ha secuestrado a la señorita Rima Barton. Su cliente sabe que la devolverán ilesa si accedemos a las exigencias de esos fanáticos.
—¡Ah! —dijo el señor Aden sonriendo—, a eso lo llamo yo tener sentido común. Veo que es capaz de entender a la perfección mi posición.
—Y si usted la entiende también —gruñó el jefe—, sabrá que de un momento a otro puede salir disparado por la ventana de una patada.
—Esto es un chantaje puro y duro —intervine furioso—. Si es usted quien afirma ser, un abogado, merece que le expulsen de la profesión.
—La verdad, Greville —dijo Nayland Smith—, creo que es usted injusto con el señor Aden. Sin duda ha llevado casos mucho más delicados.
El señor Aden le lanzó una rápida mirada pero o bien no captó a qué se refería o bien lo fingió.
—Habla usted a la ligera, señor Greville —respondió—. Represento a las personas que pueden ayudarle.
—Los clientes del señor Aden, Greville —prosiguió Nayland Smith en tono irónico—, parecen estar al corriente de todo lo que está tramándose en Próximo Oriente. Lamentan la atrocidad que se ha cometido… Si no le he entendido mal, quería decir eso, ¿verdad, señor Aden?
—¡Oh, por supuesto!
—Y sugieren un modo de conseguir la liberación de la señorita Barton. De hecho, creo que incluso han mencionado las condiciones exactas para que se lleve a cabo.
—¡En efecto! ¡Es eso exactamente! —aseguró el griego—. Afirman, la gente de ese grupo religioso, que sir Lionel Barton ha robado unos bienes que les pertenecen.
Con gran sorpresa por mi parte, el jefe ni habló ni se movió.
—También dicen, según me han informado mis clientes, que les devolverán a la dama secuestrada si se les restituyen dichos bienes.
—Muy razonable —murmuró sir Denis—. ¿Sabe con exactitud a qué bienes se refieren?
—Los tengo aquí detallados.
El señor Aden abrió el maletín que estaba a sus pies y sacó una hoja de papel.
—Una espada o cimitarra de acero de Damasco con filigranas de oro, hoja curvada de doble filo y esmeraldas, rubíes y perlas incrustados en la empuñadura…
Se puso unas gafas con montura de cuerno y prosiguió:
—Una máscara de oro fino tallada con la máxima exquisitez y quince láminas de oro, de cuarenta centímetros de largo por treinta de ancho, con el texto del nuevo Corán de Al Mokanna grabado.
Calló, se quitó las gafas y alzó la vista.
Tras eso, sir Lionel se volvió. Antes de que Nayland Smith pudiera detenerlo, dijo:
—Supongamos que admito estar en posesión de dichos objetos. —Y fulminó con la mirada el pálido rostro del griego—. ¿Qué haría usted?
—Le creería.
—Gracias. Lo que le pregunto es: ¿hasta qué punto saldría ganando Rima?
—Barton —dijo Nayland Smith—, se lo digo por última vez: o se calla o se va.
El jefe se metió las manos en los bolsillos de la bata, volvió a mirar al griego con cara de pocos amigos y, sin cambiar de expresión, se dio la vuelta hacia sir Denis. A continuación se acercó al sofá y se dejó caer en el mismo estampando los pies en el suelo.
—Supongamos —prosiguió Nayland Smith— que esos objetos están realmente en poder de sir Lionel. ¿Qué sucederá después?
—En ese caso, los que se ocupan de ella se la entregarán a cambio de las reliquias.
—¿Cuáles son las condiciones?
Yo estaba a punto de estallar; un tropel de improperios acudía a mis labios; sir Denis me silenció con una mirada.
—Llevarán los objetos que he detallado a un lugar previamente acordado —contestó el señor Aden—, y allí encontrarán a la señorita Rima Barton.
—Suena a emboscada —espetó Nayland Smith.
El griego encogió sus hombros robustos.
—Estaré encantado de comunicar a mis clientes cualquier otra sugerencia. Sea como sea —se volvió hacia sir Lionel con evidente nerviosismo—, debería ver los objetos en primer lugar, si no tienen inconveniente. —Levantó la hoja de papel—. Así podré notificar a mis clientes que todo está en orden. Las instrucciones son muy claras al respecto.
—No hable, Barton —dijo Nayland Smith—. La maleta está debajo del sofá, a sus pies. Sáquela, retire las correas, ábrala y haga lo que pide el señor Aden.
La cara de sir Lionel se fue poniendo cada vez más blanca al tiempo que sostenía enfadado la mirada fija de sir Denis.
—Ni Greville ni yo entendemos a qué vienen esas dudas —añadió el último—. En tanto Rima esté en manos de… el cliente del señor Aden, todo lo demás carece de importancia.
Al oír aquellas palabras, la furiosa mirada de sir Lionel se trasladó al señor Aden, cuya frente estaba perlada de sudor. Después se inclinó, arrastró hacia fuera la pesada maleta y desató las correas. Sacó las preciosas reliquias del Profeta Enmascarado y las colocó sobre la mesa. Ante nosotros teníamos los objetos cuya posesión había acarreado la tragedia y cuyas secuelas me habían llevado al borde de la locura.