—¡Despierte, amigo, hay buenas noticias!
Abrí los ojos y vi ante mí el rostro de Nayland Smith. Tenía la mente embotada, no podía coordinar las ideas.
—¿Qué pasa? —pregunté adormilado—; ¿qué hora es?
—La hora da igual, Greville. ¡Despierte! ¡Tiene trabajo!
Entonces recuperé la consciencia, pero aún no había acabado de traspasar la frontera entre la vigilia y el sueño cuando Nayland Smith dijo:
—Será coronado en Damasco.
Clavó los ojos en mí y su mirada me atrapó. No obstante, antes de que pronunciara las palabras había visto al doctor Petrie de pie tras él. Comprendí que estaba tendido en mi habitación y a la vez que adivinaba lo que se proponía Nayland Smith supe también que había tenido cierto éxito.
Mi memoria retrocedió a donde él deseaba, a la calle del Sharia Kamel. No faltaba mucho para el amanecer, según recordaba la escena. Yo caminaba hacia el Shepheard cuando de entre las sombras del hueco donde estaban las tiendas apareció una figura y se acercó a mí pidiendo bakshish. Lo veía con toda claridad; cada rasgo y cada línea del rostro demacrado y sucio, la enmarañada barba gris, las ropas raídas, la muleta. Oía el tabaleo en el asfalto…
Me incorporé en la cama y exclamé con voz ronca:
—¡Fue un viejo mendigo, en el Sharia Kamel, quien pronunció esas palabras!
A continuación, Nayland Smith y Petrie escucharon atentamente el relato de lo que pude recordar. Al terminar, totalmente descansado y consciente de que el sueño me había convertido en un hombre nuevo, pregunté:
—¿Cuáles eran esas noticias?
—Tal como predije, Greville —me contestó Nayland Smith—, la han secuestrado para hacernos chantaje.
Me puse en pie de inmediato. Aunque resulte difícil de creer, aquellas noticias fueron como un bálsamo para mi mente atribulada. ¡Rima estaba en manos del doctor Fu-Manchú! Una idea espantosa, en principio, pero mejor, mucho mejor que la incertidumbre. Al menos, estaba seguro de una cosa: si el chino imponía sus condiciones, sólo había que cumplirlas a rajatabla.
El hombre más malvado que he conocido era también, de acuerdo con su peculiar código, el más honorable. Intercambié una mirada con Nayland Smith y supe que me comprendía.
—He quemado la carta, Greville —dijo en voz baja.
—Gracias —contesté—. Ahora dígame: ¿quién ha traído las noticias?
—El mensajero está en la habitación de Barton —respondió el doctor Petrie al tiempo que me observaba con agudo interés profesional—. ¿Cómo se encuentra? ¿Se ha recuperado?
—Gracias a usted, me siento como nuevo.
Nayland Smith sonrió y miró a Petrie de soslayo.
—No olvide —dijo— que el doctor Fu-Manchú, nada más y nada menos, piensa que usted desperdicia su talento, Petrie.