23. AMNESIA

Mi estado de ánimo cuando se hizo de día, lo dejo a la imaginación de cada cual. Estaba convencido de que mi mente no podría soportar semejante tensión mucho más tiempo. Ya maltratado por el efecto de alguna terrible droga, aquella nueva carga resultaba difícil de sobrellevar. Estaba sentado en la habitación del jefe a la luz de primera hora de la mañana. En el jardín, los pájaros revoloteaban de rama en rama y un hombre barría el camino arenoso.

Sir Lionel descansaba en su habitación y el doctor Petrie había regresado a su casa, reclamado por asuntos profesionales. Nayland Smith, ojeroso y con mal aspecto, se paseaba ante la ventana abierta. En sus ojos había un brillo febril. De repente se detuvo, dio media vuelta y clavó los ojos en mí.

—Míreme, Greville —dijo—, y escuche con atención.

Pronunció las palabras en un tono tan autoritario que me arrancó de mis tribulaciones. Le sostuve la mirada mientras él pronunciaba unas palabras con gran claridad:

—Será coronado en Damasco.

Noté que los ojos se me abrían con desmesura, como obedeciendo al influjo de aquella mirada inexorable. Supe que acababa de efectuar un tiro a ciegas y adiviné la finalidad del experimento. El caso es que, en cierta medida, resultó tener éxito.

Durante una fracción de tiempo incalculable, se me apareció en la imaginación un viejo mendigo, mugriento, que caminaba apoyándose en una muleta. Nayland Smith debió de advertir algo en mi expresión, pues enseguida dijo:

—¡Rápido! ¿En qué está pensando?

—Estoy pensando —respondí con aquel tono de voz inexpresivo que durante las últimas y angustiosas horas había acabado por reconocer como el mío— que quien pronunció esas palabras fue un hombre muy viejo al que le faltaba una pierna y que se apoyaba en una muleta para andar.

—No pierda la imagen, Greville —me ordenó Nayland Smith—; reténgala, pero no se ponga nervioso. ¿Está seguro de que era una muleta y no un bastón?

Meneé la cabeza tristemente. Ya sabía adonde quería ir a parar. El doctor Fu-Manchú, la única ocasión en que lo había visto (por lo que recordaba entonces), caminaba apoyado en un recio bastón.

—Era una muleta —contesté—. Ahora oigo el tabaleo.

—¿Oye también un crujido? ¿Caminaba sobre grava, sobre arena, quizá?

—No, son golpes limpios. Debía de ser piedra.

—¿Hablaba inglés?

—Sí. Estoy casi seguro de que dijo las palabras en inglés.

—¿Dijo «Damas» o «Damasco»?

—Damasco.

—¿Algo más?

—No… ya lo he perdido.

Enterré la cabeza entre las manos mientras Nayland Smith reanudaba el paseo ante la ventana.

—Greville —dijo en tono pausado—, el hecho de que recuerde esas palabras (pues estoy convencido de que es cierto que las oyó) reduce en cierta medida mi preocupación por Rima.

Alcé la vista.

—¿A qué se refiere?

—Confirma mi primera impresión de que su desaparición obedece a un plan, un plan llevado a cabo con diabólica habilidad por el doctor Fu-Manchú y sus seguidores. Esto sólo puede significar una cosa, Greville. La han secuestrado con un propósito determinado. De haber ido las cosas de otro modo, habría pensado que, en estos tiempos turbulentos, su secuestro obedecía a motivos personales. ¿Entiende lo que quiero decir?

Asentí con tristeza.

Nayland Smith se acercó y me apoyó la mano en el hombro.

—Anímese, amigo. Ya sé cómo se siente pero no hay motivos para desesperarse. Se lo aseguro: tendremos noticias de Rima antes del mediodía.

Esperanzado, receloso, alcé la vista hacia él.

—¿No lo dirá sólo para tranquilizarme?

—Si así fuera, no le haría ningún favor. Se lo digo porque lo pienso de veras.

—¿Quiere decir que…?

—Quiero decir que van a utilizar a Rima para presionar a sir Lionel.

—¡Cielos! —dije a la vez que me levantaba de un salto. La esperanza renació en mí—. ¡Claro! ¡Claro! ¡Se trata de un chantaje!

—La vida de Rima a cambio de las reliquias del profeta —respondió Nayland Smith con sorna. Reanudó el paseo—. Y esta vez, Greville, el enemigo se saldrá con la suya. Ni siquiera Barton dudaría.

—¡Dudar! —exclamé—. ¡Vamos, aunque haya que obligarlo a punta de pistola, tendrá que ceder!

—No creo que sea necesario llegar a esos extremos, Greville. Barton es el egoísmo personificado pero tiene corazón, y un gran corazón, por cierto.

Volví a dejarme caer en el asiento. Me inundó una oleada de alivio, pues creía que la teoría de Nayland Smith era acertada. Para ser sincero, apenas me aguantaba en pie; sin embargo, sabía que dormir me resultaría del todo imposible. Seguí allí sentado, mirando a aquel hombre de apariencia inagotable; ojeroso pero alerta, la mirada tan viva como siempre, paseaba arriba y abajo sin cesar con la mente tan clara y los nervios tan templados como si acabara de tomar un baño matutino. Incluso el jefe, que tenía una constitución de buey robusto y fornido, había caído rendido hacía un rato y ahora dormía como un tronco.

Notaba un fuerte dolor en el tendón, bajo el tobillo izquierdo, y me incliné para frotármelo. Al advertirlo, Nayland Smith me preguntó de inmediato:

—¿Qué le pasa?

—No lo sé —contesté. Levanté el pie, me bajé el calcetín y examiné el lugar donde me dolía—. ¡Caramba! Tengo un corte. Y el otro tobillo también me duele, pero por delante.

—Déjeme ver —dijo al instante—. Apoye los pies en esta silla.

Se inclinó y me inspeccionó los tobillos a fondo. Al cabo de unos instantes dijo:

—Le han atado y, por el aspecto de sus tobillos, sin ningún miramiento. Parece que han utilizado un material fino pero muy fuerte. —Alzó la vista y sonrió con cara de pocos amigos—. Me parece, Greville, que tengo un trozo de ese mismo material tan particular guardado con esmero entre mis cosas.

Me observó atentamente y comprendí lo que pretendía.

—¡No! —Meneé la cabeza con tristeza—. Sin duda me han atado, como usted supone, pero no recuerdo nada parecido.

—¡Maldición! —exclamó antes de incorporarse—. En ese caso, no puedo ayudarle. No conocemos la palabra clave para despertar ese recuerdo dormido. Por Dios, Greville —de repente blandió el puño en el aire—, si yo y quienes están conmigo conseguimos superar en perspicacia a ese anciano, habremos logrado una proeza digna de ser narrada por Homero. ¡Es increíble!

Se interrumpió de repente y volvió a clavar los ojos en mí.

—¡Hummm! —añadió—. Estoy olvidando que debo mantener la cabeza fría en los momentos difíciles. Me he saltado los pasos más elementales. ¿Por casualidad se ha examinado el contenido de sus bolsillos desde que ha regresado?

—No —repliqué sorprendido—; no se me había ocurrido.

—¿Me hace el favor de vaciarse los bolsillos y colocar el contenido en esta mesa?

Obedecí maquinalmente. De varios bolsillos extraje una cartera, una pipa, una petaca de tabaco y una pitillera y los coloqué sobre la mesa. Una caja de cerillas, un cortaplumas, un manojo de llaves, algunas monedas, un pañuelo, un botón de pantalón, dos palillos y un mechero automático que no funcionaba pero que me había acostumbrado a llevar siempre encima.

—Eso es todo —declaré decepcionado.

—¿Le falta algo?

—No, que yo recuerde.

Nayland Smith tomó la pitillera, la abrió y miró el interior.

—¿Cuántos cigarrillos había en la pitillera cuando se fue?

Lo pensé unos instantes y respondí con seguridad:

—Ninguno. Recuerdo que tiré el último en el jardín del hotel, justo antes de ver a Fah Lo Suee.

Cogió la pipa; estaba cargada pero no había sido encendida.

—Qué raro, ¿no? —me dijo—. ¿Recuerda algo de esto?

Abatido, volví a hundir la cabeza entre las manos y traté de recordar. Por fin respondí:

—Sí. Recuerdo que no llegué a encenderla.

Nayland Smith husmeó el tabaco, abrió la petaca y olió también el contenido.

—¿No le faltan monedas?

—Por lo que recuerdo, no.

—Mire en la cartera. Seguramente sabe la cantidad exacta que llevaba en ella.

Obedecí; nada más abrirla, hice un singular descubrimiento.

¡De uno de los compartimentos de la cartera sobresalía un pequeño sobre de grueso papel gris con una voluminosa carta en el interior!

—¡Sir Denis! —exclamé nervioso—, esto no estaba aquí. ¡No es mío!

—Ahora sí —respondió con gravedad y, tras inclinarse hacia mí, sacó el sobre de la cartera.

—Shan Greville, privado —leyó en voz alta—. ¿Conoce la letra?

Observé el sobre que sir Denis había dejado en la mesa, ante mí. Sí, aquella letra me sonaba de algo… Tanto que me ofuscaba, pero no conseguía identificarla. ¿Dónde la había visto?

—¿Y bien?

Era una caligrafía extraña, cuadrada, los trazos horizontales muy gruesos, escrita con tinta de un singular tono verde. Alcé la vista.

—Sí, la he visto… en alguna parte.

—Bien. Ya que va dirigida a usted y pone «privado», será mejor que la abra.

Rasgué el pequeño sobre cuadrado. Contenía una sola hoja del mismo papel grueso y gris plegada alrededor de un pequeño trozo de muselina, una bolsita improvisada atada con seda verde. En el interior había un objeto pequeño y duro. Lo dejé sobre la mesa al tiempo que lanzaba una mirada a Nayland Smith y procedí a leer la nota escrita en el papel gris. Ponía lo siguiente:

No quiero que sufras por lo que me he visto obligada a hacer. Amas a Rima. Si no vuelve, confía en mí.

Te envío un comprimido que debes disolver en medio litro de vino blanco y beber lo más rápido posible.

Yo también confío en ti y espero que quemes esta carta.

Para ayudarte te diré: «Será coronado en Damasco».

Lo leí en voz alta. En cuanto finalicé la lectura tiré la carta a la mesa y miré a Nayland Smith. Tenía los ojos fijos en mí.

—Será coronado en Damasco —repitió—. ¡Rápido! ¿Le traen nuevos recuerdos estas palabras?

Negué con la cabeza.

—¿Conoce la letra? Piense.

—Estoy pensando. ¡Sí, ya lo tengo! Sólo la he visto una vez en la vida.

—¿Y?

—Es la escritura de la hija de Fu-Manchú: Fah Lo Suee.

Sir Denis chasqueó los dedos y reanudó el paseo por la habitación.

—¡Lo sabía! —rezongó—. ¡Greville! ¡Greville! ¡Como en los viejos tiempos! Sólo que esta vez nos las vemos con una diablesa. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Nos atreveremos a confiar en ella?

Abrí el pequeño paquete y extraje una pastilla de lo más vulgar que dejé sobre la mesa. Era redonda y blanca, del tamaño de una aspirina.

—Personalmente —dije con un deplorable intento de sonrisa—, estoy tan dispuesto a seguir las instrucciones de la carta como a saltar por esa ventana.

Nayland Smith siguió paseando.

—De momento, me guardaré mi opinión —dijo—. Quizá conozca mejor que usted, Greville, la mentalidad de las mujeres orientales y tal vez haya pagado un precio muy alto por mis conocimientos. Pero no me interprete mal.

Cogí la pastilla y me dispuse a lanzarla al jardín por la ventana. Smith se abalanzó sobre mí y me sujetó la muñeca.

—¡No lo haga! Se está precipitando en sus conclusiones. ¡Piense! El pensamiento es prerrogativa del hombre. ¿Está seguro de que la hija de Fu-Manchú ha escrito esa carta? Incluso si se trata de una falsificación… ¿qué? —Me miró con frialdad—. ¿Qué sentido tendría idear una forma tan complicada de provocarle la muerte?

Era otra forma de considerar el asunto… aunque me resultara desconcertante.

—La verdad es que ninguno —admití—. Pero sabemos por experiencia que, bajo los efectos de las drogas del doctor Fu-Manchú, las personas pueden comportarse de manera muy extraña.

—¿Se refiere a la ocasión en que Rima intentó matarme sin tener conciencia de ello? —sugirió—. Ya lo había pensado. No crea que no lo he tenido en cuenta. Sin embargo, ningún agente del doctor Fu-Manchú con semejante propósito en mente haría algo tan chapucero.

Señaló la pastilla.

—Supongo que tiene razón —concluí sin mucho entusiasmo—. Sea como sea, ¿no pretenderá que siga las instrucciones?

Nayland Smith negó con la cabeza.

—Me limito a sugerir —contestó— que debería guardar esta pista tan singular. Tal vez más adelante nos sea útil.

Mientras terminaba esta frase, husmeó el papel y el sobre, examinando la escritura. Después, mientras sostenía el papel a la luz, inspeccionó la textura.

—Muy curioso —murmuró. Se volvió y me miró fijamente.

Por mi parte, estaba al borde del desmayo y lo sabía. Tenía el cerebro a punto de estallar, el cuerpo exhausto. Me dominaba la ansiedad pero habría dado cualquier cosa por una hora de sueño, de olvido, deseaba con toda mi alma una tregua a esa fiebre que me estaba consumiendo. Nayland Smith se acercó y, tras sentarse a mi lado, me pasó el brazo por los hombros.

—Escuche, Greville —dijo—. Petrie estará de vuelta dentro de pocos minutos. No podemos perder tiempo. No obstante, le voy a decir que se encargue de que duerma un rato. ¿Me entiende?

—Gracias —respondí—. Claro que le entiendo. Lo haré, pero con una condición…

—¿Cuál?

—Sólo una hora. No soporto la idea de dormir como un tronco mientras podría estar haciendo algo por ella.

Me apretó la mano con fuerza durante un instante y después se levantó.

—Queda exento de servicio —comentó con sorna—. Yo estoy al mando y debe obedecer mis órdenes. Cuando llegue Petrie, seguirá sus instrucciones al pie de la letra. Mientras tanto, ¿me permite examinar y fotografiar la carta? Después, si así lo desea, puede destruirla, como pide el remitente.

Accedí. En ese momento se abrió la puerta y entró Petrie. Echó un vistazo a sir Denis y a continuación me lanzó una penetrante mirada profesional, como quien trata de establecer un diagnóstico. Advertí que no le había causado buena impresión.

—Smith —dijo con otra mirada a sir Denis—, nuestro amigo debe dormir.

Nayland Smith asintió.

—No le va a ser fácil —prosiguió Petrie—. Es usted víctima de una tremenda sobreexcitación, Greville. Sin embargo, si está de acuerdo conmigo en que necesita algo de sueño, creo que podremos arreglarlo.

—Estoy de acuerdo con usted —respondí.

—En ese caso, será bien sencillo. Subamos a su habitación.