El portero de noche, que me conocía bastante, me miró como quien ve un fantasma.
—¡Dios mío, señor Greville!
Vi que el vestíbulo estaba tomado por un ejército de hombres de la limpieza que retiraban los restos de la fiesta. El hombre que estaba de pie junto al mostrador de recepción se dio la vuelta y se acercó con premura.
—¿Dónde está sir Lionel Barton? —acababa de preguntar cuando el extraño me interrumpió.
—¿Es usted el señor Shan Greville?
Era un hombre de expresión espabilada, vestido con traje y un sombrero de fieltro flexible. Su cara me sonaba de algo.
—Sí, soy yo —contesté.
El recepcionista se había retirado al entrar el otro en escena pero no dejó de mirarme con expresión algo acobardada.
—Me llamo Hewlett. Soy el responsable de la comisaría central de policía en ausencia del superintendente Weymouth. Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien como ahora, señor Greville.
Le estreché la mano con un gesto automático y advertí que me miraba de un modo extraño.
—¿Dónde está sir Denis? —pregunté de inmediato—. ¿Y la señorita Barton?
Hewlett no apartaba los ojos de mí, pues, según he sabido después, tenía la mirada extraviada y no muy buen aspecto.
—Todos sus amigos, señor Greville —contestó—, están participando en una partida de búsqueda, dirigida desde Bab el-Khalk. Yo he regresado hace diez minutos. Me alegro de haberlo hecho.
—¿Por dónde están buscando? —pregunté aturdido.
—Por la zona de Bab az-Zauila. El taxista que le ha llevado allí nos ha proporcionado la información.
—Claro —murmuré—; supongo que ha regresado y ha comunicado mi desaparición.
Hewlett asintió. Había cambiado de expresión, se había quedado muy serio.
—Parece usted agotado —dijo—, pero de todas formas me temo que tendrá que venir conmigo y reunirse con sir Denis. Tengo el coche ahí mismo.
Estaba tan confuso que pensé que la búsqueda (en un principio centrada en mí) continuaría ahora para descubrir el escondrijo de Fah Lo Suee.
—Muy bien —respondí en tono fatigado—. Me gustaría beber algo antes de partir y luego estaré a su completa disposición.
—De acuerdo, señor Greville.
Le pedí al recepcionista nocturno, cuya actitud seguía siendo extraña, lo que deseaba y me arrellané en un asiento. Hewlet se sentó a mi lado.
—Para no malgastar un tiempo precioso —prosiguió—, le propongo que me cuente con la mayor exactitud posible lo que ha sucedido esta noche.
—Lo intentaré —dije—, pero me temo que no seré de gran ayuda.
—¿Cómo? ¿Por qué dice eso?
—Porque he olvidado por completo la parte más importante.
Le conté lo sucedido en el jardín aquella noche: el momento en que había visto a la dama, quien, con toda seguridad, no era otra que la hija del doctor Fu-Manchú, y cómo esta había salido por la puerta del jardín que yo suponía cerrada. Le expliqué que había ido corriendo a la entrada del hotel justo a tiempo de verla entrar en un coche que aguardaba al otro lado de la calle.
—Descríbame el coche —dijo Hewlett interesado.
Se lo describí lo mejor posible, recalcando el estridente color amarillo.
—Estoy seguro de que el relato del taxista será más exacto que el mío —proseguí—. Conoce los nombres de todas las calles por las que hemos pasado, excepto el de la última.
—Nos ha guiado al lugar —dijo Hewlett con cierta impaciencia—, pero no hemos sacado nada en claro. Lo que quiero saber, señor Greville, es en qué casa ha entrado.
Sonreí con expresión irónica. El recepcionista acababa de llegar con el refresco en una bandeja.
—Ya le he advertido que mi testimonio le decepcionaría —le recordé—. Desde ese momento hasta el instante en que me he encontrado de nuevo frente al Shepheard, no recuerdo nada en absoluto.
Hewlett adoptó una expresión cercana a la incredulidad.
—¿Pero qué ha pasado? —insistió—. El taxista dice que le ha visto internarse en un callejón de la izquierda mientras el coche amarillo (su descripción coincide con la del hombre) volvía a arrancar y partía. Instantes después le ha seguido y no ha visto ni rastro de usted por ninguna parte. Por el amor de Dios, señor Greville, dígame, ¿qué ha sucedido?
—He caído en una trampa —respondí hastiado—. Me han aplicado algún tipo de anestésico, no sé cómo. Quizá me hayan cubierto la cabeza con un trapo empapado en algún líquido… La inconsciencia ha sido casi instantánea. Sólo sé que la droga, la misma que se utilizó en el asesinato del doctor Van Berg en Persia, tiene un olor muy parecido al de la mimosa. No puedo contarle nada más, ¡absolutamente nada!
—¡Cielos! —gimió Hewlett—, es terrible. ¡Se ha desvanecido nuestra última esperanza!
La cabeza me daba vueltas. Mis ideas eran de lo más contradictorio. De repente, grité:
—¡Un momento! Recuerdo algo más. En cierto momento, no podría decirle cuándo pero ha sido durante esta noche, he oído las palabras: «Será coronado en Damasco.»
—¿Quién las ha pronunciado?
Sacudí la cabeza con impaciencia.
—No recuerdo que las dijera nadie. Sólo he recordado las palabras, hace un rato, justo antes de subir la escalinata. No tengo ni idea de dónde y cuándo las he oído. Sea como sea, estoy listo. Me temo que no seré de ninguna ayuda, pero estoy a su servicio de todos modos.
Se levantó y sorprendí de nuevo aquella extraña expresión en su rostro.
—Supongo —añadí—, que la señorita Barton está en su habitación…
Hewlett se mordió el labio y desvió la vista un instante. De repente, parecía sentirse muy violento. Con voz preocupada pero tratando de adoptar un tono compasivo, respondió:
—Es duro tener que decírselo, señor Greville, pero estamos buscando a la señorita Barton.
—¿Qué?
Me había dado la vuelta y ya me dirigía a la puerta cuando aquellas palabras llegaron a mis oídos. Agarré a Hewlett por los hombros y, mientras lo miraba a los ojos fuera de mis casillas, le pregunté:
—¿La señorita Barton? ¿De qué habla? ¿Qué quiere decir?
—Tranquilícese, señor Greville —dijo Hewlett y, con gesto alentador, me cogió por los antebrazos—. Sobre todo, no pierda los nervios.
—Pero… —me temblaba la voz de la histeria— estaba con Reggie Humphreys, el piloto… ¡La he dejado bailando con él!
—De eso hace mucho rato, señor Greville —fue la respuesta, pronunciada con afabilidad—. Media hora después, se ha armado un gran revuelo porque usted había desaparecido. Han registrado el hotel y al fin sir Denis se ha puesto en contacto con mi oficina. Después ha aparecido el taxista para dar parte de su desaparición y nos ha comunicado dónde había tenido lugar. Lo ha denunciado primero en comisaría y después ha acudido aquí.
—Pero… —empecé—, pero cuándo…
—Ya sé lo que me va a preguntar pero no puedo responderle porque nadie parece saberlo. Sólo tenemos una pequeña pista: un chófer egipcio le ha entregado una nota a uno de los empleados y le ha pedido que se la hiciese llegar a la señorita Barton. Este ha telefoneado a su habitación y la ha encontrado allí. Ella ha bajado de inmediato. A partir de ese momento, el hombre (le he interrogado exhaustivamente) la ha perdido de vista. Sin embargo, tiene la vaga impresión de que ha corrido hacia la terraza. Desde entonces, señor Greville, siento decirlo, no se ha sabido nada más de ella.