21. «SERÁ CORONADO EN DAMASCO»

He narrado los acontecimientos de aquella noche en El Cairo en el orden exacto. Sin embargo, sólo más tarde me enteraría de cómo sucedieron realmente. De hecho, desde la perspectiva actual, sé que pasó bastante tiempo antes de que pudiera recordar nada del intervalo comprendido entre el instante en que inicié la persecución de madame Ingomar y el momento en que serví de cebo en el secuestro de Rima.

Había sido un peón en manos de un jugador experto. Una droga desconocida en toda farmacopea me había incapacitado para cualquier uso consciente de la razón.

Aquellos sucesos y los que tendrían lugar inmediatamente después sólo los recordaría más tarde. Ahora me gustaría concluir la explicación de aquella fase de mi vida que aún hoy considero la más singular jamás experimentada por hombre alguno.

—Shan, querido, ya sé que tienes mucho sueño pero está refrescando y es muy tarde.

Me desperecé somnoliento y abrí los ojos. Estaba recostado sobre un hombro cálido y marfileño, un brazo desnudo me rodeaba el cuello y la voz argentina que me había despertado sonaba suave y acariciadora. Abracé a mi tierna almohada y no sentí deseo alguno de moverme.

Un pendiente de jade, largo y frío, me rozó. Unos dedos sedosos me acariciaron el cabello y la misma voz cantarina susurró:

—De verdad, Shan, ¡tienes que levantarte! Lo siento, querido, pero es necesario.

De mala gana levanté la cabeza y miré aquellos brillantes ojos verdes que me contemplaban entrecerrados bajo unas largas pestañas. La mirada me acariciaba con tanta dulzura como aquellos dedos interminables.

—Fah Lo Suee —musité con languidez, vacío de todo excepto de un alborozo adormecido. Confirmé que tenía unos labios perfectos cuando, sonriendo, se inclinó y me susurró al oído:

—Los sueños de amor son agridulces porque sabemos que estamos soñando.

No me apetecía moverme. Veía un largo trecho del Nilo iluminado por la magia de la luna. Había dahabeahs amarrados en la orilla izquierda; los esbeltos mástiles dibujaban armoniosas líneas sobre un fondo de palmeras agrupadas y casas blancas dispersas. ¡Claro! Estaba en el coche de Fah Lo Suee y ella me rodeaba con los brazos. Volví la cabeza y miré por encima del hombro sedoso hacia donde un puente se arqueaba sobre el Nilo. Debe de ser muy tarde, pensé, más tarde de lo que creía; el puente Kasr al-Nil estaba desierto.

Empecé a recuperar la memoria —o lo que entonces consideraba memoria— de lo que había vivido desde el instante en que decidí seguir a Fah Lo Suee, en los jardines del Shepheard. Hasta que no se quitó la máscara de oro, no había estado seguro de su identidad.

—Creo que alguien nos estaba observando, Shan, y me muero de frío. Será mejor que te lleve al hotel.

Me incorporé de golpe y me llevé una mano a la cabeza mientras Fah Lo Suee se inclinaba un poco hacia adelante para poner el coche en marcha. Sin volver la vista, arrancó y al poco giró a la derecha, hacia el laberinto de calles desiertas de El Cairo.

Contemplé a hurtadillas el exquisito perfil de la mujer. Era hermoso y, cosa extraña, se asemejaba al de la misteriosa reina Nefertiti, cuya fría belleza tanta controversia había levantado. La pequeña barbilla era delicada pero firme, la nariz recta tal vez fuera un poco grande para los cánones clásicos pero muy distinguida. Me llenaba de orgullo que aquella mujer brillante y atractiva me hubiera escogido a mí, Shan Greville, de entre todos los hombres.

El Cairo estaban tan desierto como las calles de la durmiente Tebas. En la esquina de Sharia al-Maghrabi, que reconocí con un sobresalto, Fah Lo Suee detuvo el coche.

No identifiqué entonces, pero sí más tarde, los súbitos remordimientos que me asaltaron. Se trataba, por supuesto, de mi auténtico yo que luchaba contra aquel voluptuoso abandono —en parte inducido por las drogas, en parte por la hipnosis— que dominaba mi ser.

¡Rima! ¿Cómo podría volver a mirarla a la cara? ¿Qué explicación iba a darle, que fuera convincente? ¡Y sir Denis! Fue su rostro severo y moreno el que se me presentó más vivido en aquel extraño momento de lucidez. El jefe y el doctor Petrie eran meras sombras en un pasado brumoso.

Había tenido en las manos un eslabón de la mortal conspiración. Podía haberla desbaratado. Estaba claro cuál era mi deber. En lugar de eso, había pasado el rato divirtiéndome con Fah Lo Suee. Me llevé las manos a la cabeza, intentando recordar dónde habíamos ido. No podía creer que hubiera pasado la noche como un escolar imberbe en su primera cita. En aquel momento, Fah Lo Suee dijo:

—Tendrás que ir andando desde aquí, Shan. No me atrevo a llevarte más lejos.

Me rodeó con los brazos y, cerrando los grandes ojos rasgados, posó sus labios en los míos. Totalmente entregado a aquel abrazo de despedida, experimenté una arrebatadora sensación de triunfo que nunca antes me había proporcionado ninguna otra conquista. Rima, Nayland Smith, el jefe… ¡todo dejó de tener importancia!

—¡Buenas noches, querido! Y acuérdate de mí hasta que volvamos a vernos.

Me quedé plantado en la calle, azotado por sentimientos contradictorios, mientras el coche daba la vuelta en la desierta Sharia al-Maghrabi y desaparecía en dirección a Ismailia. Aún tenía el sabor de aquel beso de despedida en los labios. Como un condenado, abandonado y olvidado por todos, permanecí donde estaba… no sé cuánto tiempo. Por fin recobré el sentido y miré alrededor.

El Cairo dormía. ¿Qué más daba? Me reí en voz alta y eché a andar hacia el Shepheard.

No me crucé con nadie en el Sharia Kamel hasta justo antes de llegar a la terraza. Allí, donde hay unas cuantas tiendas algo apartadas de la calle, un sujeto horrible, un mendigo que se había demorado, salió de repente de entre las sombras.

Andrajoso, sin afeitar y mugriento, se apoyaba en una tosca muleta para caminar. Cuando se acercó cojeando hasta mí, murmurando al mismo tiempo palabras ininteligibles, me llevé la mano al bolsillo del pantalón, busqué algunas monedas y las dejé caer en la mano tendida.

—Será coronado en Damasco —dijo el mendigo y se alejó renqueando.

Me resulta tremendamente difícil explicarme con claridad; el caso es que aquellas palabras supusieron el fin de lo que sólo puedo describir como la segunda fase de mi experiencia hipnótica. De forma inexplicable, se me quedaron grabadas; es decir, aunque olvidé todo lo demás, recordé las palabras «será coronado en Damasco».

En cuanto fueron pronunciadas, mientras aún oía el tabaleo de la muleta perderse en la distancia, ¡la mente se me quedó totalmente en blanco por tercera vez aquella noche!

Todo lo que he narrado sobre mi experiencia con Fah Lo Suee, al igual que lo sucedido con anterioridad, lo recordaría después, como ya explicaré. Tal como lo viví entonces, sucedió lo siguiente:

Me encontré plantado en la calle, tambaleándome, bastante mareado y con un terrible dolor de cabeza, mirando la escalinata del Shepheard mientras aquellas palabras zumbaban en mis oídos: «Será coronado en Damasco.»

El sonido de la muleta se había extinguido y no tenía ni idea de quién las había pronunciado. Ahora sé, claro, que formaban parte de una serie de sugestiones hipnóticas; constituían la clave para el olvido total. En aquel momento, sólo era consciente de que, mientras me preguntaba dónde y cuándo había oído aquella frase, avanzaba a trompicones, tratando de recordar al mismo tiempo por qué estaba allí, qué asuntos me habían llevado a El Cairo.

Entonces recuperé la verdadera memoria, es decir, mi memoria, sin interferencias externas.

Acababa de llegar al pie de la escalinata cuando recordé los hechos. ¡Aquel angosto callejón detrás de la mezquita de Muayyad! Desde el momento en que me había internado en él hasta el instante presente, ¡en mi mente no había sino vacío!

¿Cómo había llegado al Sharia Kamel?, me pregunté. ¿Andando? ¿Y dónde había oído aquellas palabras: «será coronado en Damasco»?

No había luz en el Shepheard y de repente se me ocurrió mirar el reloj.

Las tres de la madrugada.

Con el ánimo extenuado, subí los peldaños. La puerta estaba cerrada y llamé al timbre. Mientras esperaba a que el portero de noche me abriera, escudriñé hasta el último rincón de mi memoria buscando una explicación a lo sucedido.

Había seguido a la hija de Fu-Manchú (estaba absolutamente seguro de su identidad) en taxi. Sin duda, recordaría al hombre si lo viera. Lo había dejado en una esquina cerca de Bab az-Zauila, me había internado en un callejón con la mayor imprudencia; ¿y después?

Después… había aparecido a pocos pasos de donde ahora estaba, a las tres de la mañana.

El portero de noche abrió la puerta.