Mientras aquel médico experimentado, el diablo en persona, me subía la manga de la chaqueta y desabrochaba el gemelo, recuerdo haber dicho:
—Si me da su palabra, doctor Fu-Manchú, ¡está dejando en libertad a un peligroso testigo!
La punta de la aguja me atravesó la piel.
—Al contrario —respondió impasible aquella voz gutural—, un viajero inglés, el doctor McGovern, testimonió que las palabras pronunciadas y las acciones efectuadas bajo el efecto de esta droga (que, en su forma original, denomina kaapi) no dejan huella en la memoria. Yo he ido más lejos que los nativos que la descubrieron. Puedo utilizarla para inducir a doce formas de amnesia, que van desde una plena posesión aparente de las facultades hasta la completa anestesia. En todas las fases, el paciente está bajo control. La anamnesis o restitución de los actos olvidados se consigue mediante un simple antídoto…
Extrajo la aguja.
—Este preparado —dejó la jeringuilla sobre la mesa y señaló el banco de trabajo— interesaría a sir Denis.
Noté cómo un súbito y desconocido bienestar recorría todo mi cuerpo. Aquella sed insufrible quedó saciada como por arte de magia. Mientras hacía un momento tenía la piel húmeda de sudor, ahora parecía extraordinariamente seca. Me sentía de maravilla. Lo veía todo con una nueva nitidez…
Aquella aprensión lóbrega e indefinida que me envolvía como un mar de dudas desapareció. Me pregunté qué me había estado inquietando. Nada andaba mal en el mundo y mi posición en el mismo era perfecta.
El doctor Fu-Manchú cogió un frasco blanco de lo más vulgar, lo destapó y hundió una varilla en el contenido.
—Esto, señor Greville —levantó una barra de metal—, es acero de Sheffield.
Dejó caer sobre la barra unas gotas del líquido adherido a la varilla.
—Ahora… observe.
Obedeciendo a un mínimo gesto, los negros me soltaron los brazos; uno de ellos me cortó las ataduras de los tobillos con unas tijeras quirúrgicas.
No obstante, era consciente de que no sentía deseo alguno de atacar al doctor. Al contrario, comprendía, con súbita y arrolladora convicción, que mi felicidad y la de todas las personas que conocía dependía de él. Era todopoderoso, benéfico, un superhombre al que debía respetar y obedecer.
Lo contemplé extasiado. Sosteniendo la barra de acero en esos dedos huesudos, la partió como si fuera una barra de chocolate.
—Si fuera un ladrón, señor Greville, este pequeño invento me habría resultado muy útil. ¿Ve? Incluso yo tengo mis juguetes.
Se dio la vuelta y salió de la habitación caminando con aquel paso elegante y felino que ya conocía. Como rayos que parpadean en un cielo estival, cruzó por mi mente la idea de que tiempo atrás había temido, había odiado al doctor chino. Este pensamiento desapareció y entré en un estado de éxtasis que nunca antes había experimentado.
Me encantaba la idea de servir a Fu-Manchú. Nada sabía de los detalles de mi misión, pero no dudaba que el resultado sería beneficioso para todos nosotros. Estábamos en manos de un ser omnipotente, no éramos quiénes para cuestionar su sabiduría.
Conducido por uno de aquellos negros de la Costa de los Esclavos, una especie de mono patizambo y de espaldas anchas con ropa encima, franqueé a toda velocidad un pasaje apenas iluminado. Estaba encantado con el descubrimiento de que aquellos diligentes hombrecitos tenían aspecto de monos. Sumido en ese curioso estado de ánimo, me pareció que valía la pena comunicárselo al jefe: era una aportación al conocimiento científico que debía salir a la luz.
Comprendía, con una fe inquebrantable, por qué el doctor Fu-Manchú tenía fieles servidores en todo el mundo. Hasta aquel momento me había limitado a existir: ahora estaba vivo. Me reí en voz alta y chasqueé los dedos al ritmo de mi andar ligero.
Bajamos un tramo de escaleras. Sólo la lámpara con pantalla de seda que pendía en el rellano iluminaba la escalinata, pero mis pies avanzaban con tal seguridad que sin duda habría franqueado el más escarpado sendero de montaña con la facilidad de una cabra montesa. Alzaron la barra de hierro que trababa una puerta tachonada y me asomé a un patio cuadrado.
Ninguna nube cubría ya el cielo, que parecía sembrado de millones de diamantes.
Había un coche tipo landó ante las escaleras. Respecto al conductor, en aquella penumbra sólo podía estar seguro de una cosa: llevaba tarbush, así que debía de ser egipcio.
El negro me abrió la portezuela del auto y entré. Los faros se encendieron un instante y vi que una pesada puerta se abría ante nosotros. A continuación, el conductor internó el vehículo en una angosta calle; me percaté de que no era aquella que había detrás de la mezquita de Muayyad.
Avanzamos a velocidad media por varias calles estrechas y sin iluminar. Reía para mis adentros pensando en la sorpresa que les tenía preparada a Rima y al jefe. No sabía muy bien de qué se trataba, pero estaba seguro de que, cuando llegara el momento, todo saldría bien.
Me asaltó una duda que se despejó cuando, al dejar atrás una de esas calles, remontamos una carretera mal asfaltada, tomamos una curva cerrada y avanzamos a gran velocidad por una avenida flanqueada por árboles. ¡Sin duda, estábamos en la carretera de Gizeh a El Cairo!
La confusión mental, semejante a un dolor físico, se apoderó de mí en aquel momento. Como es lógico, mi cerebro drogado intentaba ceder paso a la realidad. La ofuscación cesó y me convencí de que aquella ruta indirecta estaba justificada.
Nos acercábamos a El Cairo. El instante de la gran revelación se aproximaba a toda velocidad.
Apenas hice caso de los automóviles y peatones con los que nos cruzamos ni tampoco me fijé en la ruta que tomó el conductor para llegar al Sharia Kamel. No hasta que nos detuvimos en el lugar exacto donde Fah Lo Suee había subido al coche amarillo, esto es, frente al hotel Shepheard.
—Aguarde aquí, por favor, a la luz —dijo el conductor cuando bajó del coche y me abrió la portezuela—, donde ella le pueda ver cuando la encuentre.
—Ya lo sé —respondí impaciente—, lo entiendo muy bien.
El hombre asintió y se apresuró a subir la escalinata de la terraza. No había tantos coches como en el momento de mi partida, pero sin duda la fiesta continuaba.
La noche era tan cálida que media docena de mesas de la terraza estaban ocupadas por bailarines que buscaban seguramente algo de tranquilidad. A lo lejos, oía compases de música. Una cosa debía evitar a toda costa: que me viera algún conocido.
Era de vital importancia que sólo Rima se enterase de mis intenciones.
Vi al conductor subir la escalinata. Echó un rápido vistazo a su alrededor y entró en el hotel. Llevaba la carta. En cuanto a mí, me devoraba la impaciencia.
En el hotel no conocían mucho a Rima y quizá fuese difícil dar con ella, a no ser que estuviese en su habitación. Si por casualidad sir Lionel se enteraba de algo, o si se daba el caso de que sir Denis o el doctor Petrie llegaban a sospechar que yo andaba por allí, todo se estropearía.
Mi ansiedad crecía a pasos agigantados.
Un grupo de cuatro personas salió a la terraza y avanzó hacia la escalinata. Retrocedí asustado, pues uno era un tipo grande y fornido; por un instante, lo confundí con el jefe, pero advertí que iba vestido de noche. Se acercó un coche. El grupo montó y se alejó.
La espera empezaba a volverse insoportable. Por lo visto, el hombre tenía problemas para encontrar a Rima y los instantes se hacían cada vez más valiosos: aumentaban las posibilidades de que se descubriesen nuestros planes. ¡La perspectiva de que el plan fracasase me parecía terrible!
Tal era el talento del doctor Fu-Manchú…
Las puertas volvieron a abrirse. El conductor egipcio salió, se dirigió al principio de la escalinata y me señaló.
Avancé unos pasos para hacerme bien visible desde la terraza. Rima salió, vestida tal y como la había visto la última vez. No llevaba sombrero y estaba visiblemente alterada. Tenía una carta desplegada en la mano y me buscaba ansiosa desde el otro lado de la calle.
Las personas sentadas en la terraza hicieron caso omiso de todos aquellos movimientos; reparé con alivio en que no tiene nada de particular que un hombre recoja a una muchacha del baile.
Rima me vio, corrió escaleras abajo y cruzó la calle a toda prisa.
Advertí, con una punzada de pesar —que, sin embargo, cedió paso de inmediato al entusiasmo, la tónica de mi estado de ánimo actual—, que estaba, o había estado hasta hacía pocos instantes, muy asustada. Me rodeó con los brazos lanzando un grito entrecortado y me miró a los ojos.
—¡Shan, Shan! ¡Nos tenías muy preocupados! ¿Dónde has estado? ¿De quién es ese coche?
—Es su coche, querida —respondí—. ¡Rápido! ¡Sube! Es importante que nadie nos vea.
—¿Su coche?
Mientras la llevaba al asiento casi en volandas, me cogió del brazo y me miró con expresión sorprendida. El chófer ya estaba sentado al volante.
—Shan, querido, ¿de qué hablas? Sir Denis se ha puesto en contacto con la policía hace media hora. Y el tío está como loco. El doctor Petrie ha preguntado a todos sus conocidos del hotel si te habían visto salir.
En cuanto el coche arrancó la rodeé con los brazos, pero ella se echó a temblar violentamente.
—¡Shan! ¡Amor mío, amor mío! —exclamó y me hizo agachar la cabeza buscando mis ojos en la penumbra—. Por el amor de Dios, ¿adónde vamos?
—Vamos con él —contesté.
—¡Dios mío! ¡Se ha vuelto loco!
Aquellas palabras apenas fueron audibles, un mero susurro. Levantó las dos manos y trató de empujarme para liberarse de mi abrazo. Ya habíamos dejado atrás el Continental.
—No lo entiendes, mi amor…
—Dios me ayude, Shan, ¡lo entiendo! ¡Dile que pare! ¡Que pare, te digo!
Había un policía inglés de servicio en la esquina. Cuando pasamos ante él a toda velocidad, levantó las manos. Rima, sin dejar de retorcerse, se asomó por la ventanilla y gritó:
—¡Socorro!
La volví a atraer hacia mí y le tapé la boca con la mano antes de que pudiera pronunciar otra palabra.
—¡Querida! —dije mientras la sujetaba con fuerza—. ¡Lo vas a estropear todo! ¡Lo vas a estropear todo!
Se relajó y permaneció muy rígida entre mis brazos.
Ahora las calles estaban prácticamente desiertas y había pocas zonas iluminadas, pero podía ver sus ojos abiertos como platos fijos en mí. Su expresión angustiada me desconcertó. También advertí que se había puesto muy pálida. No volvió a pronunciar palabra, pero siguió mirándome de aquel modo tan extraño.
Parecía estar enviándome un mensaje silencioso. Mi estado de ánimo cambió, aquel entusiasmo febril se estaba enfriando.
¿Qué me había preguntado? ¿Adónde íbamos? Sí, eso era… ¿Y dónde íbamos? Mis pensamientos se arremolinaron como un torbellino semejante a un dolor físico mientras intentaba descifrar la respuesta a aquella pregunta.