Llevaba una túnica verde con un pavo blanco bordado y en lo alto del bellísimo cráneo un pequeño gorro negro coronado por una bola de coral. La puerta se cerró en silencio mientras él seguía plantado, mirándome.
Una vez y sólo una, hasta aquel momento, había visto al mandarín Fu-Manchú. Entonces me pareció una de las fuerzas más poderosas jamás encarnadas en forma humana. Sin embargo, para mi sorpresa —una sorpresa alarmante— parecía como si ahora se hubiera sacudido parte de los años bajo cuyo peso se encorvara aquella inolvidable noche en Londres.
No llevaba bastón y tenía las manos, largas y nudosas, cruzadas bajo el pecho. Su cuerpo flaco se erguía exhibiendo toda su altura que, según mis cálculos, debía de rondar el metro ochenta. Los ojos, verdes como los de un leopardo, me contemplaban con una mirada tan penetrante que me vi obligado a hacer acopio de todas mis fuerzas para sostenerla.
Hay pocos cerebros superdotados en el mundo actual, pero ningún hombre con cierta experiencia en el trato, al contemplar aquellos ojos grandes y brillantes, habría dudado que se hallaba en presencia de una mente privilegiada.
Mientras me invadía aquella espantosa sensación, que me siento incapaz de expresar con mayor exactitud, una extraña película oscureció los ojos esmeralda del doctor Fu-Manchú y experimenté un alivio inmediato.
En aquel instante, recordé una conversación mantenida entre Nayland Smith y el doctor Petrie sobre las prodigiosas cualidades de los ojos de Fu-Manchú. El doctor admitió con toda franqueza que nunca había visto nada parecido y que no se lo explicaba.
Caminando lentamente, con elegancia felina, Fu-Manchú pasó junto a la larga mesa y se acomodó en la silla. Sus pies, calzados con zapatillas, no hacían ningún ruido. En la sala reinaba un silencio sepulcral. El ambiente de la escena era semejante al de un sueño. Tenía la mente en blanco y me sentía incapaz de pronunciar palabra.
Fu-Manchú encendió una lámpara colocada sobre un pedestal plateado, cogió de un estante una pequeña vasija en forma de pera y examinó su contenido a la luz. Dentro había un líquido incoloro.
Tenía unas manos extrañas: largas, nudosas, dedos flexibles que recordaban, aunque exagerados, los inolvidables dedos marfileños de Fah Lo Suee.
Devolvió la vasija al estante y giró la página de uno de los grandes libros que descansaban abiertos ante él. Con actitud de estar concentrado en la lectura, empezó a hablar en tono distraído.
La voz era tal como la recordaba, salvo que sonaba aún más autoritaria, o eso me pareció: gutural pero muy clara. Daba a cada sílaba la entonación exacta. Realmente, hablaba el inglés más puro que hombre alguno haya escuchado jamás.
—Señor Greville —dijo—, si ha sentido un leve dolor de cabeza, confío en que haya desaparecido.
No desvié los ojos de él pero me abstuve de responder.
—Antes —prosiguió— empleaba, con mayor o menor éxito, o bien un preparado de hachís o bien derivados del opio. Durante varios años también me pareció interesante un preparado a base de bejín común. Sin embargo, ahora lo he perfeccionado.
Extendió un largo brazo cubierto de tela verde y, con un tamborileo, fue cogiendo y dejando caer una serie de objetos castaños semejantes a guisantes secos que descansaban en una pequeña bandeja colocada sobre la mesa.
—Son semillas de una clase de mimosa púdica que crece en Brasil y en algunas zonas de Asia —prosiguió sin lanzar una sola mirada en mi dirección—. Me gustaría que informase a nuestro amigo común, el doctor Petrie, a quien tengo en muy buena consideración, de que la ciencia occidental avanza por un camino equivocado. La mimosa púdica es el anestésico perfecto. Se lo hemos administrado esta noche, señor Greville, y ha permanecido inconsciente durante casi media hora. Si fuese un hombre de ciencia, reconocería que los efectos secundarios son insignificantes. La laguna mental, por otra parte, desaparece de inmediato. El primer pensamiento consciente que tuvo al despertar estaba ligado al último, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca —respondí mientras me miraba los pies preguntándome si un salto repentino me permitiría colgarme de aquella garganta delgada.
—Sus reflejos son normales —prosiguió la voz lenta y gutural—. Los órganos internos están intactos; no se produce reacción cardíaca. En estos precisos instantes está considerando la posibilidad de un ataque. —Volvió otra página del gran libro—. Sin embargo, no debe perder de vista la realidad. Es usted aún lo bastante joven como para actuar de modo impetuoso: permítame que le prevenga. Ese fino hilo que le dificulta el movimiento y que, según tengo entendido, sir Lionel Barton confundió con hilo de seda, en realidad está hecho a partir de la copiosa secreción de la Theridion, una araña poco conocida pero muy interesante.
»Parece sorprendido. El secreto de este preparado haría millonario al industrial que se hiciese con él. Debo añadir que no caerá en manos de ningún industrial. En fin, estamos perdiendo el tiempo.
Se levantó.
—Le he estudiado con atención, señor Greville, esforzándome por apreciar las cualidades que han atraído a mi hija.
Me levanté enojado y cerré los puños.
—Me parece que son las típicas cualidades británicas —continuó la tranquila voz— y más pasivas que activas. Nunca será como Nayland Smith y carece de la extraordinaria objetividad que podría haber convertido a nuestro amigo el doctor Petrie en el físico más eminente del mundo occidental, de no haber optado por la vida en familia con una antigua empleada mía.
Mientras hablaba, centímetro a centímetro, me iba aproximando a él.
—Sin duda, habrá advertido una gran mejora en mi condición física desde nuestro último encuentro, señor Greville. Se debe al éxito en una investigación que me ha llevado nada menos que veinticinco años.
Con movimientos lentos y graduales, se fue acercando a la ventana mushrabiyeh. Frustradas mis intenciones, decidí detenerme.
—Estas orquídeas —prosiguió al tiempo que extendía la descarnada mano hacia la vitrina del hueco—, las descubrí hace casi treinta años en ciertos bosques de Birmania. Aparecen con una periodicidad difícil de establecer; la tradición cuenta que suelen florecer una vez cada cien años, pero en realidad son bastante más frecuentes. Por fin, gracias a estas orquídeas, he obtenido, después de veinticinco años de estudio, el aceite esencial que completa una fórmula muy particular —se volvió de repente y me miró—: la fórmula del elixir vitae, perseguida en vano por los antiguos filósofos.
Ofuscado por el fulgor de aquellos ojos verdes, tuve la sensación de quedarme petrificado; su poder era terrible. Calculaba que Fu-Manchú tendría casi setenta años, pero ahora, a la luz de la explicación y más vívidamente que en el momento de su entrada, advertía de qué modo tan extraño había engañado al tiempo.
Estaba fascinado y horrorizado a la vez: fascinado por el talento del doctor chino; horrorizado por el hecho de que no empleara aquel genio para el bien, sino para el mal.
—Señor Greville, en la maquinaria que se enfrenta a mí —prosiguió— usted constituye una pieza insignificante. Si pudiera utilizarlo, lo haría. Sin embargo, no tiene nada que ofrecerme. De todos modos, no le guardo rencor y le he prometido a mi hija (a quien, según tengo entendido, usted conoce como Fah Lo Suee) que no le causaría ningún mal. Es una mujer voluble en el amor pero usted le ha caído en gracia… y le he dado mi palabra.
Pronunció la última frase como quien dice: «esta declaración lleva el sello real». El tono estaba justificado pues incluso sir Denis, su enemigo más implacable, había reconocido que la palabra de Fu-Manchú era sagrada. Yo había perdido la voluntad. Cara a cara con aquel enemigo sobrehumano de todo lo que mi tradición representaba, ¡me sentía como un aprendiz rendido a los pies de su maestro!
—Esta noche mi hija me ha ayudado a cambio de esa promesa —añadió Fu-Manchú sin que su voz delatase emoción alguna—. Pensaba que podría utilizarlo para lograr cierto objetivo pero después de meditar acerca del carácter de sir Lionel, me he convencido de que no sería posible.
—¿A qué se refiere? —pregunté con un tono de voz que me sonó extraño.
—Me refiero, señor Greville, a que usted lo aprecia. Sin embargo, ama un caparazón, un don, el genio del hombre, si lo prefiere; pero ama a un fantasma de todos modos, a un ser vacío, privado de existencia real. Sir Lionel Barton le sacrificaría mañana mismo, incluso esta noche, en aras de su ambición. ¿Acaso lo duda?
Era un planteamiento cruel y apreté los dientes. Sin embargo, ¡bien sabe Dios que decía la verdad! Era muy consciente, al igual que Rima, de que el jefe era un maniático de la investigación, hasta el punto de que sería capaz de sacrificarlo todo y prácticamente a cualquier persona por unos hallazgos más importantes que los de sus contemporáneos. Los frutos de sus indagaciones eran sus dioses. El hecho de que lo amásemos a pesar de aquello tal vez fuera indicio de nuestra locura o tal vez probara que el carácter de sir Lionel tenía una parte buena, algo más importante que el monstruo de su egoísmo.
—Por esa razón —la voz del doctor Fu-Manchú se elevó hasta alcanzar un tono suave y sibilante— me he visto obligado a modificar ligeramente mis planes originales.
Volvió a la silla y se sentó. Ahora yo estaba muy cerca de él, pero extendió un nudoso dedo índice y dijo:
—¡Siéntese!
Me senté en el taburete árabe que había a uno de los extremos de la mesa.
Me pasé toda aquella increíble entrevista intentando analizar mi comportamiento; me sentía culpable y me decía que sin duda podía haber escogido una actitud mejor que la conducta pasiva que había adoptado. Muchos habrían pensado lo mismo, pero a todos les habría respondido: «No conocéis al doctor Fu-Manchú.»
Apoyó ante sí sus inmensas manos, sobre el cristal que cubría la mesa. Y ya sin mirarme, dijo:
—Sir Lionel Barton me ha sido útil por primera vez en la vida. —Su voz aún rozaba aquella nota alta y sibilante—. Con el descubrimiento y la posterior destrucción de la tumba de Al Mokanna, ha despertado un fanatismo largo tiempo adormecido que, si se sabe manejar, llegará más lejos que el controlado por Al Mahdi tiempo atrás. Y Al Mahdi, señor Greville, estuvo más cerca de lograr sus objetivos de lo que los historiadores británicos quieren admitir. Su lord Kitchener (a quien conocí y aprecié) se enfrentó a una difícil tarea.
De repente se volvió hacia mí y, hundido en el lago de sus ojos verdes, la personalidad me fue arrebatada de nuevo.
—Al Mokanna puede llegar a ser más importante que Al Mahdi —añadió—, pero para lograr sus propósitos deberá superar duras pruebas. Debe convencer a los sabios de la Gran Mezquita de Damasco y más tarde superar la gran prueba de La Meca. Sólo quien posea las auténticas reliquias lo conseguirá.
Empezaba a intuir el propósito oculto detrás de todo aquello.
—No confiaría en que sir Barton accediese a la demanda que estoy a punto de hacerle si el doctor Petrie y sir Denis no estuvieran con él. Dado que están allí… me doy por satisfecho.
Golpeó un pequeño gong que pendía de un bastidor detrás de la silla. Una de las tres puertas —la que quedaba justo a sus espaldas— se abrió y entraron dos hombrecillos recios y negros como aquellos que habían tomado parte en los horrores de Ispahán.
Lucían atuendo egipcio pero indudablemente eran africanos occidentales.
—Mis nuevos aliados, señor Greville —dijo el terrible chino—, aunque simpatizo con ellos desde hace tiempo. Poseen útiles cualidades que me atraen.
Hizo un leve gesto con la mano izquierda y me inmovilizaron al instante. Hablaban una lengua gutural que yo desconocía; sin duda una lengua de negros. Me arrastraron hacia delante hasta colocarme junto al doctor.
—Este documento es muy valioso —explicó— y temía que intentase destruirlo. ¿Puede leerlo desde dónde está?
Sí, podía…, y al leerlo, me quedé atónito.
Vi una nota dirigida a Rima escrita de mi puño y letra, con las expresiones que yo habría utilizado, donde le pedía que saliese sin ser vista y se reuniese conmigo en el coche que la estaría aguardando junto al Shepheard. La nota ponía mucho énfasis en el hecho de que no confiase en nadie y en que acudiese sola.
Tragué saliva con esfuerzo; a continuación dije:
—Es una imitación perfecta.
—¡Imitación! —repitió el doctor Fu-Manchú—. Querido señor Greville, usted escribió la nota durante la media hora que, como ya le he mencionado, pasó en blanco. Las propiedades de mi nuevo anestésico —algunas semillas secas resbalaron de nuevo entre sus largos dedos— rozan la perfección.
Tensé los músculos de los brazos.
—No será tan tonta como para venir —exclamé.
—¿No se reunirá con usted?
—Saldrá corriendo cuando vea que no estoy allí.
—Es que usted estará allí.
—¿Qué?
—Cuando hayamos salvado un pequeño obstáculo —ese que la obstinación de sir Lionel Barton ha colocado ante mí—, su comportamiento, señor Greville, despertará el interés profesional del doctor Petrie. Ojalá estuviera en mis manos ofrecerle una demostración de las posibilidades de otra excelente fórmula. Y eso que aún no las he explorado del todo.
Un súbito terror se apoderó de mí y el sudor frío me cubrió el cuerpo.
—¿Qué va a hacer conmigo? —pregunté—. ¿Y qué pretende hacerle a Rima?
—En cuanto a usted, tiene mi palabra… —los esquivos ojos verdes se volvieron hacia mí de nuevo—; por lo demás, nunca he declarado la guerra a una dama. Voy a recuperar las reliquias del Profeta Enmascarado para devolvérselas a sus legítimos dueños y usted va a ayudarme.
Apreté los dientes con fuerza.
El doctor Fu-Manchú se levantó y avanzó con paso majestuoso y ligero hacia una de las vitrinas. La abrió. A continuación, hablando por encima del hombro, me dijo:
—Si acepta tragarse un comprimido, será suficiente. El compuesto líquido —levantó un frasco que contenía un fluido incoloro— no es tan rápido. Sin embargo, si se niega a cooperar, habrá que recurrir a la inyección.
Permaneció de espaldas a mí. Las manos de los dos hombrecillos negros me sujetaban como grilletes. De repente, me sorprendí observando el dibujo del pavo blanco que iba desde la pechera de la túnica del doctor hasta la espalda, pasando por los hombros. Observé el ladeado y amarillento cuello y el escaso cabello de color indefinido que asomaba bajo el gorro; los hombros cuadrados y angulosos, el porte hosco y felino de la alta figura. Al parecer, aguardaba una respuesta.
—No tengo elección —dije con voz ronca. El doctor Fu-Manchú devolvió el frasco a su lugar y cogió una pequeña caja de madera. Se dio la vuelta y regresó a la mesa.
—La subcutánea es mejor —murmuró—; los efectos son más rápidos. Sin embargo, por lo general los pacientes prefieren las pastillas.
Abrió el estuche de piel que había sobre la mesa y sacó una jeringuilla hipodérmica. Impasible, hundió la punta en un pequeño frasco y la secó con un trozo de gasa. Después, tras sacar un pequeño tubo de la caja y llenar la jeringuilla con el contenido del mismo, avanzó hacia mí.