El aire ya debería haber refrescado a aquella hora pero, muy al contrario, el ambiente era cada vez más opresivo. Cuando la fascinante figura cruzó en diagonal y desapareció por un sendero secundario, miré hacia arriba.
Advertí un cambio sobrecogedor.
Pocos minutos antes las estrellas brillaban con gran intensidad y ahora no se veía ni un astro. Un denso nubarrón tapaba el cielo y, cuando la banda dejó de tocar, noté una quietud en el ambiente como la que a menudo precede a la tormenta. Sin embargo, percibí aquellos cambios de manera casi inconsciente pues estaba decidido a cazar a la portadora de la máscara. Me había propuesto descubrir su identidad. Todos los miedos y dudas que había mantenido a raya con gran dificultad se abatieron sobre mí como si cayesen de aquel cielo amenazador.
Apenas había atisbado unos largos dedos, marfileños y ahusados, pero sólo había una mujer en el mundo con unas manos así: la dama conocida como Fah Lo Suee, la fascinante y diabólica hija del doctor chino.
Tras guardar la pipa en el bolsillo giré a la derecha y me interné en el tortuoso sendero. En el jardín tenía lugar una retirada general debido, supongo, al cielo amenazador. Dado que estaba caminando en dirección contraria al hotel, no me crucé con otros invitados.
Aunque sólo había dudado unos segundos antes de iniciar la persecución, no pude encontrar a mi presa por ninguna parte. Me detuve y escudriñé la penumbra. En aquel momento, una súbita duda me asaltó.
¿Me había visto Fah Lo Suee? ¿Pretendía escabullirse sin que la descubriera? En ese caso, la mujer había hecho un movimiento en falso. Al vislumbrarla un instante, supe que no podría zafarse de mí. Había dejado el angosto sendero para girar a la izquierda y se acercaba a un punto de la verja donde había una puerta.
Por casualidad, yo sabía que esa puerta estaba siempre cerrada.
La dama casi había llegado hasta allí cuando eché a andar hacia ella, lentamente, confiado. Sus movimientos me confirmaron que, incluso en la penumbra, había acertado en mis conjeturas. Era la hija de Fu-Manchú, no cabía la menor duda.
Apenas me separaban doce pasos de ella cuando llegó a la puerta. Se inclinó y, aunque no oí sonido alguno, ¡la puerta se abrió! La vi un instante, una esbelta silueta destacada contra las luces del otro lado de la calle; a continuación la puerta se cerró tras ella con un sonido metálico.
Sin mirar siquiera por encima del hombro, aunque sin duda me había oído, giró a la izquierda en dirección al Sharia Kamel, todavía con paso lánguido y relajado.
Corrí hacia la puerta… ¡Estaba cerrada!
Me quedé atónito.
No acierto a comprender cómo la había obtenido, pero sin duda la extraña mujer tenía una llave de aquella puerta tan poco frecuentada. Pensé en escalar la verja pero advertí que sería difícil. Sólo me quedaba una salida.
Di media vuelta y corrí hacia el hotel, con la esperanza de no cruzarme con nadie que me preguntase a qué se debía mi raro comportamiento.
Retumbó un trueno amenazador y observé enojado que la multitud se apelotonaba en la entrada. De todas formas, me precipité hacia allí y, entre los hirientes comentarios de los invitados, pues tuve que abrirme paso a empujones, corrí por el vestíbulo y salí a la terraza.
Mientras volaba escaleras abajo, advertí que en el exterior aguardaba una fila de coches y taxis. Giré rápidamente a la derecha.
Llegué por los pelos. Un tobillo increíblemente fino, el empeine arqueado y un zapato dorado de tacón alto me proporcionaron la única pista.
La dama acababa de meterse en un coche que no estaba aparcado junto a la terraza del hotel sino ante la arcada del otro lado. Justo cuando oí el golpe de la puerta al cerrarse, el coche arrancó en dirección a los jardines Esbekiyeh.
Corrí hasta el final de la fila de vehículos y agarré al taxista egipcio que cerraba la cola.
—¡Mire! —le dije en árabe rápidamente a la vez que tiraba de él—. ¡Voy hacia allí!
No pasarían de las diez y el tráfico aún era abundante. No obstante, distinguí el coche, un biplaza largo y chato que avanzaba a poca velocidad en dirección al Continental.
—¿Ve ese coche amarillo? ¡El que acaba de llegar a la esquina!
El hombre miró hacia donde le señalaba y dijo:
—Sí, ya lo veo.
—¡Pues sígalo! ¡Le pagaré el doble si no lo pierde de vista!
Aquello zanjó la cuestión. Se colocó ante el volante en un santiamén. Mientras me sentaba, medio arrodillado y mirando hacia atrás, el taxista sacó el coche del estacionamiento sin prestar atención a los que venían y se puso en marcha a toda velocidad.
Varios vehículos nos obstruían el paso pero aún distinguía el coche en el que se había alejado la mujer. Vi cómo giraba a la izquierda. Me incliné hacia delante y le grité al conductor:
—Han girado a la izquierda… ¿lo ha visto?
—Sí.
Cuando el taxista dio un bandazo para esquivar a un peatón, un policía inglés gritó enfadado, pero el primero prosiguió la marcha como un loco. La magia de la tarifa doble lo había infectado como un virus. Al llegar a los jardines giró a velocidad vertiginosa. Presagiando el desastre si aquello continuaba, me incliné hacia delante y grité:
—Tómeselo con calma. Los veo allí delante. No quiero que los alcance, sólo que no los pierda de vista.
El hombre asintió y aminoró la velocidad. El ambiente aún era opresivo pero empezaban a asomar algunas estrellas en lo alto. Vi los deshilachados bordes de la nube negra alejarse por encima del monte Mokattam y el fragor de los truenos se hizo más distante.
Ahora veía el coche con toda claridad, pues nos habíamos acercado mucho. Me concedí un respiro para preguntarme adonde se dirigía.
Estábamos dejando atrás la ciudad europea y nos dirigíamos a la oriental. De hecho, empezaba a sospechar que Fah Lo Suee se dirigía hacia el Muski, aquel laberinto de calles y bazares semejante a una industriosa colmena de día pero tan desolado como un cementerio por la noche.
Tenía razón.
Mientras dejábamos atrás los últimos restos de vida nocturna, observé que el coche amarillo, avanzando con absoluta tranquilidad, se adentraba en aquella zona desierta. El taxista lo siguió. Rebasamos varios cruces y poco después giramos a la derecha. Vi una mezquita ante nosotros pero estaba tan nervioso que no pude identificarla. Mis conocimientos de El Cairo antiguo dejan bastante que desear.
Rebasamos la mezquita. La angosta calle trazaba un recorrido que no podía ser calificado ni por asomo como «recto», y a mí me obsesionaba la idea de no perder de vista al coche amarillo. De repente, lo vi pasar junto a una mezquita mayor que la anterior.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En Sukkariya —respondió el conductor mientras reducía aún más la velocidad y maniobraba para girar a la izquierda.
Tiendas vacías y fachadas oscuras nos rodeaban por todas partes. Llevábamos un buen rato sin avistar un solo peatón. Todo aquello era inquietante. ¿Adónde se dirigía aquella mujer?
—¿Adónde lleva esta calle?
—A la mezquita de Muayyad-Bab az-Zauila…
A esas alturas Fah Lo Suee ya debía de saber que la estaban siguiendo, pero me parecía inevitable; en aquel laberinto de calles estrechas por las que tan sólo un conductor nativo podía circular, perderla de vista un solo instante equivalía al fracaso.
El coche francés, chato y alargado, proseguía su camino.
—No sé cómo se llama —declaró el taxista sin darle importancia.
Giramos por el callejón más estrecho que habíamos recorrido hasta el momento.
—¡Pare! —ordené de repente.
El lugar estaba impregnado de aquellos indescifrables olores característicos de los mercados orientales, pero no se veía luz ni rastro alguno de actividad humana. En aquella calle desembocaban angostos pasajes semejantes a tenebrosas cavernas.
Instantes después, vi alejarse el coche amarillo. Sin embargo, por segunda vez aquella noche, atisbé el empeine arqueado de un zapato dorado.
Fah Lo Suee había bajado del coche, que obviamente conducía otra persona, y se internaba en un angosto callejón de menos de veinte metros de largo.
Salí del taxi.
—¡Quédese aquí! —ordené—. Pase lo que pase, no se mueva hasta que vuelva.
Eché a correr, pero me detuve al principio del callejón para escudriñar la oscuridad impenetrable. Oí un trueno distante que murió en el silencio opresivo.
No escuché pasos y no vislumbré destello de luz alguno ante mí.