—Me cuesta creer —dijo sir Lionel mientras recorría arriba y abajo la gran habitación que había reservado en el Shepheard— que el doctor Fu-Manchú tenga una reserva de cadáveres aguardando en la carretera de Heliópolis.
—A mí también —dijo Nayland Smith—. Tal vez nos hayamos librado de trampas anteriores. Aquellos tres tipos, Petrie —se volvió hacia el doctor—, que parecían tan poco dispuestos a cederle el paso, ¿recuerda?, y el carro cargado de pienso. En absoluto sugiero, Barton, que el pobre mendigo fuera asesinado para tal propósito; sin embargo, Petrie opina que el viejo murió o bien de enteritis o bien de envenenamiento y que a los agentes apostados en esa etapa de nuestro viaje se les ocurrió utilizar el cuerpo sobre la marcha. Si la memoria no me falla, lo empujaron desde un solar poco iluminado situado junto al bar. No creo que nunca averigüemos dónde murió en realidad pero… —se estiró el lóbulo de la oreja izquierda— es el truco más curioso que he visto jamás, incluso en los casos donde intervenía…
Se interrumpió y Rima terminó la frase:
—El doctor Fu-Manchú.
Nos quedamos callados. Los postigos de la ventana que daba al jardín estaban cerrados. Llegaron hasta nosotros voces apagadas, risas y ruido de pasos sobre senderos arenosos. Mientras, el grupo reunido en la habitación seguía en silencio. Por fin, el jefe dijo en tono pausado:
—Sólo él ha podido idear algo así, Smith, y sólo usted y yo podíamos burlarlo.
Señaló una ajada maleta de piel colocada sobre una silla y lanzó una de sus escandalosas carcajadas.
—¡Viajo con un equipaje ligero, Smith —exclamó—, pero valioso!
Nadie se unió a la broma y sir Denis lo miró con gran frialdad.
—¿Cuándo tiene que llegar Ali Mahmoud a El Cairo? —preguntó.
Aquella extraña pregunta era tan inesperada que me volví y contemplé al que la había formulado. Pareció coger al jefe totalmente desprevenido.
—Tendría que estar aquí con el grueso del equipaje dentro de cuatro días —contestó—. ¿Por qué lo pregunta?
Nayland Smith chasqueó los dedos irritado y reanudó el paseo.
—Habría jurado, Barton —espetó—, que nos conocemos lo bastante para hacernos confidencias.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho nada más. Si no significa nada para usted… ¡olvídelo!
—No pienso olvidarlo —dijo el jefe tan enfurruñado que sus encrespadas cejas casi se unieron—. Pero voy a seguir llevando mis asuntos a mi manera.
—Muy bien. No quiero pelearme con usted. Sin embargo, tendré que darle un consejo amistoso.
—Un momento —interrumpió Petrie—. Todos somos viejos amigos. Hemos pasado momentos difíciles juntos y, al fin y al cabo, tenemos un enemigo común. Es inútil fingir que no sabemos quién es ese enemigo. ¿Está de acuerdo conmigo, Smith? Por el amor de Dios, mantengámonos unidos. No estoy al corriente de todo pero tengo fuertes sospechas —se volvió hacia sir Denis— de que usted sí. Usted es el elemento desestabilizador, Barton. Se guarda algo en la manga. Ponga las cartas sobre la mesa.
El jefe se mordisqueó el bigote, entrelazó las manos a la espalda y se irguió, mientras paseaba la mirada de rostro en rostro. Estaba de un humor de mil demonios. Por fin, mirando a Petrie de soslayo, gruñó:
—Estoy esperando su consejo amistoso, Smith.
—Se lo diré sin rodeos —dijo este último—. Es el siguiente: un transatlántico Bibby sale mañana de Port Said hacia Southampton. Sugiero que Rima reserve un camarote.
Rima dio un respingo al oír esas palabras, pero vi que Petrie le tomaba la mano como para indicar que estaba de acuerdo.
—¿Por qué tengo que irme a casa, sir Denis? —preguntó—. ¿Qué he hecho? Si está pensando en mi seguridad, he vivido durante meses en campamentos de Jorasán y Persia y ya ve… —se rio y me miró de reojo— sigo viva.
—No has hecho nada, querida —respondió sir Denis, y esbozó aquella encantadora sonrisa que era la respuesta a mi pregunta de por qué, pese a su edad, ninguna mujer me dedicaba la más mínima atención cuando él estaba presente—. Y tampoco dudo de tu valor —añadió—. Pero mientras tu tío persista en su actitud, no sólo temo, sé que las vidas de todos nosotros, la tuya incluida, están en peligro.
Se respiraba una desagradable tensión. El jefe mantenía una actitud obstinada que yo conocía de sobra. Se había guardado en la manga un truco espectacular, saltaba a la vista, y temía que sir Denis estropeara el efecto.
Sir Lionel, pese a su talento y a su erudición, a veces actuaba llevado por los mismos impulsos que incitarían a un muchacho travieso a liberar un ratón en medio de un grupo de niñas.
Una banda militar se puso a tocar en algún lugar cercano. En aquellas circunstancias, resultaba de lo más inoportuno. Por lo visto, se celebraba algo y había una fiesta en el jardín. Ninguno de nosotros estaba de humor para celebraciones, pero Rima dijo:
—Bajemos a mirar qué hacen, Shan. —Miró a sir Lionel—. ¿Puedes prescindir de él?
—Encantado —gruñó el jefe—. Smith y él son uña y carne. Ya tengo bastante con uno…
De modo que, poco después, Rima y yo cruzábamos el vestíbulo del hotel y contemplábamos a la multitud que entraba en el salón de baile, mientras de fondo sonaba música de orquesta.
—¡Vaya chasco, Shan! —dijo haciendo un puchero con aquella expresión infantil que tanto me gustaba—. Me muero por bailar y no tengo nada ni remotamente parecido a un vestido.
La verdad era que nuestros desaliñados atuendos de viaje estaban fuera de lugar en aquella elegante reunión. La práctica totalidad de nuestras posesiones había quedado a cargo de Ali Mahmoud junto con el equipaje pesado.
Tras varios meses de vida más o menos salvaje, todas aquellas voces alegres, unidas al vaivén de la música jazz, suponían una sobredosis de civilización moderna.
—Me siento como Robinson Crusoe —afirmó Rima— el día que volvió a casa. ¿Tú te sientes como Viernes?
—¡En absoluto!
—Me alegro, porque tienes más aspecto de piel roja.
Era verdad. La prolongada exposición al sol y al viento había dado a mi tez el tono de un ladrillo recién salido del horno, y llevaba un pantalón y una chaqueta de tweed tan desastrados como el famoso traje de franela de sir Denis.
Mientras miraba a Rima pensé que, a pesar de todo, era la figura más exquisita de la fiesta, desde su elegante cabeza hasta la punta de sus pequeños zapatos grises.
—Ya que llevamos un atuendo de lo más inapropiado para el baile —dije—, ¿por qué no salimos al jardín?
Atravesamos un salón rodeado de pequeñas hornacinas orientales y salimos al aire libre. Era una noche perfecta pero singularmente cálida para la estación. Humphreys, el piloto, se reunió allí con nosotros.
—¿Sabe, Greville? —dijo sonriendo—, no sé qué habrán estado haciendo en Jorasán o donde sea pero alguien de por allí está armando un jaleo de muerte.
Me lanzó una mirada penetrante. En realidad, no podía estar al tanto de lo sucedido —a no ser que el jefe, como de costumbre, se hubiera ido de la lengua— pero comprendí que sospechaba que nuestro vuelo desde Persia guardaba alguna relación con los disturbios de aquel país.
—Diría que se largaron justo a tiempo —prosiguió—. Reclaman una especie de nuevo Mahdi por allí. Cuando he llegado a El Cairo esta tarde, todo el mundo hablaba de lo mismo. Para ser sincero, circulan rumores por toda la ciudad, sobre todo entre los nativos. Las murmuraciones son de lo más curioso y de algún modo han relacionado la historia del profeta con estas temperaturas tan poco habituales. O sea, hace un calor increíble. Sin duda se aproxima una tormenta.
—¿Y ellos lo atribuyen a la influencia de Al Mokanna?
—¡Oh, qué tontería! —rio Rima.
Sin embargo, Humphreys asintió con expresión preocupada y respondió:
—Exacto. He oído que se está fraguando un despertar religioso entre los musulmanes, desde hace tiempo, y este asunto les viene al pelo. Debería saber tan bien como yo, Greville, que no hace falta escarbar mucho para dar con la vena supersticiosa de los orientales, incluso en los más cultivados, y estas olas de fanatismo tienen unas proporciones incalculables. Es un fenómeno de hipnosis colectiva y todos sabemos hasta dónde puede llevarnos la sugestión.
Observé al piloto con renovada curiosidad. Acababa de mostrar un aspecto de su personalidad cuya existencia jamás hubiera imaginado. Rima también se había quedado pensativa.
—Alguien debe de dirigir el movimiento —sugirió la muchacha—. ¿Cómo puede haber seguidores del Profeta Velado si dicho profeta no aparece por ninguna parte?
—En Al-Azhar me han dicho —le respondió Humphreys con seriedad— que hay en efecto un Profeta Velado; o, más bien, un Profeta Enmascarado. Por lo visto, está recorriendo Persia.
—¡Pero eso es una majadería! —exclamó Rima.
—Majadería o no, no tiene ninguna gracia —respondió el piloto con sorna—. Sea como sea —dijo algo más animado—, advierto que no va vestida de noche, señorita Barton, ni tampoco Greville. Dado que mi respetabilidad salta a la vista, no veo razón por la que no podamos bailar aquí fuera. La orquesta vuelve a empezar.
Rima recuperó el ánimo y accedió. Mientras su pequeña figura se alejaba junto a la del fornido piloto, encendí un cigarrillo y miré a mi alrededor. Me alegré de que hubiera encontrado un pretexto para distraerse de la depresión que nos abrumaba. De todas formas, no soy aficionado al baile, ni siquiera cuando estoy en forma.
Bajo las hojas de las altas palmeras habían colocado pequeñas lámparas eléctricas con aspecto de frutos ardientes. Festones iluminados hechos de farolillos japoneses pendían de tronco a tronco. A la luz de la luna, el agua de la fuente central parecía una infinita cascada de diamantes. El cielo era azul oscuro y las estrellas lucían más grandes y brillantes de lo que recordaba haberlas visto jamás.
Oía el crujido de innumerables pies sobre los senderos arenosos, un murmullo constante de voces, carcajadas que se alzaban de vez en cuando por encima de los demás sonidos; a continuación, la música de una banda militar.
Había pocos disfraces y sólo los de rigor. Sin embargo, abundaba el confeti —artículo, al parecer, indispensable en tales ocasiones pero que yo, personalmente, considero un fastidio—. Pasarte una semana desprendiendo pequeños círculos de papel de la ropa, de la caja de cigarrillos y de la tabaquera después de acudir a este tipo de fiestas constituye una prueba al buen humor que probablemente los pueblos del sur superen mejor que yo.
Rodeé el jardín y me dirigí hacia la izquierda —la zona que quedaba más alejada de la orquesta y los bailarines— con la intención de pedir una bebida en el hotel antes de reunirme con Rima y Humphreys.
Dos o tres granujas cargados de confeti la tomaron conmigo, pero el gesto me dejó indiferente. De hecho, para ser sincero, aquella alegría más o menos artificial, lejos de ayudarme a alejar los sombríos pensamientos que me rondaban la mente, los hacía más persistentes.
Sir Denis y el jefe, cuando los había dejado, seguían en la habitación de este último paseando de un lado a otro y discutiendo acaloradamente; el pobre Petrie, entretanto, intentaba mantener la paz. Sir Lionel no negaba que hubiera sacado las reliquias de Al Mokanna de territorio persa y tampoco era la primera vez que se permitía el lujo de llevar a cabo tales actos de piratería, ni mucho menos. Nayland Smith era partidario de guardarlos en la cámara del museo, pero sir Lionel rehusaba desprenderse de ellos.
Había una extraña expresión en sus ojos hundidos. Aunque no era mucho lo que yo sabía, presentí alguna diablura. Sir Denis también lo presentía. Aquella intuición lo sacaba de sus casillas, sabía que el jefe se guardaba un as en la manga.
Una repentina salva de confeti me hizo cambiar de idea y decidí no entrar en el hotel. Por mucho que lo intentase, no lograría participar de la alegría reinante. Rodeé el jardín por un sendero desierto y poco iluminado.
Casi todo el mundo estaba al otro lado, donde tocaba la orquesta, o bien bailando, o bien mirando a los que bailaban. No obstante, la mayoría de los invitados se congregaban en el salón de baile; sin duda preferían el jazz y un suelo pulido a la charanga y la incomodidad de la intemperie. Durante el bombardeo de confeti había perdido el cigarrillo así que saqué la pipa, me detuve y empecé a llenarla.
¡El doctor Fu-Manchú!
Nayland Smith creía que los autores de la muerte de Van Berg y del robo de la caja verde eran agentes del doctor Fu-Manchú. Aquello, colegí, sólo podía significar una cosa.
El doctor Fu-Manchú había aprovechado el extraño rumor de que el profeta había resucitado para impulsar la ola de fanatismo que barría Oriente. Para colmo, de creer lo que decían Humphreys y Petrie, Al-Azhar ya había anunciado el advenimiento.
Con la pipa llena, metí la mano en el bolsillo buscando cerillas. Una figura alta y esbelta cruzó el sendero a pocos pasos de donde yo estaba, captando mi atención.
Saqué la mano del bolsillo, me retiré la pipa apagada de entre los dientes y la contemplé… ¡la contemplé!
La mujer, que llevaba un ajustado vestido verde y zapatos dorados, se movía con delicada indolencia y tenía un aire oriental de la cabeza a los pies. En un brazo marfileño llevaba un pesado brazalete de seis o siete vueltas que se extendía desde la parte inferior del codo hasta la muñeca. Un cinturón dorado, semejante a un cinto de espada, le ceñía la cintura, y lucía un prieto turbante verde alrededor de la cabeza.
Su aspecto, pues, bastaba para llamar la atención, pero la máscara que le ocultaba la mitad del rostro la hacía aún más extraña: ¡el antifaz parecía de oro!
Iba disfrazada de Al Mokanna, estaba claro. Resultaba sorprendente que alguien hubiese escogido semejante disfraz, pero la misteriosa ola de fanatismo que se extendía entre los nativos y de la cual se hablaba por todas partes podía explicarlo. A cualquier joven alocado se le podría haber ocurrido una broma de tan mal gusto.
Sin embargo, había algo más…
O bien mis ojos me estaban jugando una mala pasada, lo que sería comprensible teniendo en cuenta los acontecimientos de los últimos días, o la mujer con la máscara de oro era… ¡la hija de Fu-Manchú!