Nos abrimos paso hacia la calle. Sir Denis iba en cabeza y Petrie y yo le cubríamos las espaldas a Rima.
La hostilidad de la multitud empezaba a resultar inquietante. En cuanto a mí, aquel asunto tan misterioso me había dejado helado. Para acabar de rematarlo, nada más llegar a la puerta vi que el jefe, de pie junto al coche de Petrie, le propinaba un fuerte puñetazo en la mandíbula a un nubio impresionante. El negro cayó de espaldas al instante.
—¡Es una emboscada, Smith! —gritó con su potente voz en cuanto nos vio—. ¡A mí, caballeros! ¡Estamos en pie de guerra!
Jamás habría imaginado que llegáramos a ese punto, aunque no hacían falta muchas luces para entenderle. La exclamación del jefe concordaba totalmente con su característica actitud vital. Él mismo constituía una personificación de los días en que la lucha cuerpo a cuerpo era un divertimento de caballeros. Su libro Historia y arte del estoque bien podría haber sido escrito por un mosquetero, tanto se involucraba el autor en el sanguinario tema. Aquella actitud infantil le otorgaba atractivo pero, al mismo tiempo, lo convertía en la compañía más peligrosa que uno pueda tener.
Sin embargo, no le perdonaba una cosa: que hubiese puesto a Rima en peligro por culpa de su loco entusiasmo. Quería tenerla a mi lado todas las horas del día pero, en aquellos momentos, con una multitud amenazadora a nuestro alrededor y razones de sobra para suponer que un enemigo oculto nos había tendido una emboscada, habría dado cualquier cosa porque, como la señora Petrie, se hallase a salvo en Inglaterra.
No sé qué suerte habríamos corrido ni cómo habría terminado aquel extraño episodio de no haber aparecido un miembro de una de las organizaciones más eficaces del mundo: un policía británico-egipcio. Llevaba el fez con aire desenvuelto, la guerrera azul sin una sola arruga, como si la hubiese recogido del sastre aquella misma mañana. Los pantalones caqui eran de primera calidad e incluso las botas estaban limpias de polvo. Distante, tranquilo, circunspecto, autoritario, se abrió paso a codazos entre el gentío. Había observado apariciones similares protagonizadas por policías de Nueva York y había admirado la calma de los agentes londinenses, pero nunca me había alegrado tanto como cuando aquella figura semimilitar compareció en las afueras de El Cairo.
Los histriónicos egipcios trataron de granjearse su simpatía a la vez que intentaban hacerse oír. Estaba sordo. Caí en la cuenta de que aquellos mirones accidentales estaban tan engañados como nosotros hacía unos instantes. Nos consideraban los asesinos del pobre mendigo. No obstante, la aparición del fornido agente cambió las cosas.
Por fin llegamos junto a Barton.
—¿Está a salvo la maleta? —preguntó Nayland Smith mirando al negro, que se ponía en pie a toda prisa.
—Sí —respondió el jefe implacable—. Tras eso andaban.
Sir Denis hizo un leve asentimiento y se volvió al agente de policía.
—¿Su coche, señor? —preguntó este último—. ¿Qué problema tienen?
—¡Habrá que investigarlo! Se ha presentado justo en el momento oportuno. Me llamo Nayland Smith. ¿Ya le han informado?
El hombre lo miró fijamente y respondió:
—Sí, señor. Hace dos días. Prosigan, señor. Yo me ocuparé de esto.
—Bien. Es usted muy competente. ¿Cómo se llama? —John Banks, señor, en servicio especial esta noche—. Lo recomendaré ante sus superiores…