Hastiado como estaba de Oriente, El Cairo representaba, sin embargo, el regreso a la civilización. Creo que jamás me he sentido tan a gusto como cuando, tras finalizar la tercera y más larga etapa del vuelo desde Ispahán, pisamos las arenas de Egipto.
El doctor Petrie había acudido a recibirnos y su reencuentro con sir Denis, aunque adoleció de la sobriedad característica de nuestro singular pueblo, fue tan íntimo y afectuoso que me di la vuelta para ayudar a Rima a descender por la escalerilla.
Cuando el jefe, el último en bajar, saludó a su viejo amigo, tuve la sensación de que Rima y yo estábamos fuera de lugar.
Debería haber sido una reunión alegre pero una nube se cernía sobre el grupo; nube que, al menos yo, me sentía incapaz de disipar.
El doctor Petrie, que no había cambiado ni un ápice desde nuestro último encuentro, se separó de sir Denis y el jefe para abrazarnos a Rima y a mí. Ni siquiera los grandes hombres son del todo desinteresados; parte de la alegría de Petrie se debía a algo que yo había alcanzado a oír mientras este estrechaba la mano de Nayland Smith:
—Gracias a Dios, amigo, Kara está en Inglaterra.
La señora Petrie, la mujer más hermosa que he visto en mi vida (esta opinión no pone celosa a Rima) estaba con la familia de Petrie, en Surrey, adonde el doctor pensaba acudir en breve.
Me alegré de veras, pues la inexorable sombra de Fu-Manchú volvía a acecharnos y la encantadora esposa de Petrie estaba a salvo de aquel malvado genio, fuera del alcance de la amenaza que, incluso en Egipto, se proyectaba sobre todos nosotros.
No obstante, aquel momento supuso un respiro, aunque sólo fuera pasajero. Rima extendió los brazos, alzó su encantadora cabecita e inhaló el aire del desierto como quien aspira un perfume celestial.
—Shan —dijo—, aún no me siento a salvo pero al menos estamos en Egipto, ¡nuestro Egipto!
Aquellas palabras, «nuestro Egipto», me aceleraron el pulso. En Egipto la conocí y en Egipto me enamoré de ella, pero poseían una mayor trascendencia, por encima de aquello. Egipto tiene algo que se te mete en las venas y convierte aquella tierra antigua y secreta en una especie de madre patria. Me resulta difícil expresar a qué me refiero exactamente pero una y otra vez he notado el efecto de una especie de circularidad cíclica, la sensación de que en el propio ser habita una extraña afinidad mística con el «don del Nilo», de la cual, una vez evocada, nunca te puedes desprender.
«¡Nuestro Egipto!» Sí, comprendía a qué se refería.
El doctor Petrie había traído el coche y al fin nos dirigimos hacia El Cairo. El piloto, Humphreys, debía ocuparse de ciertos asuntos oficiales pero acordamos que se reuniría con nosotros más tarde.
El jefe se sentó detrás, con Nayland Smith y Rima, y yo me senté delante, al lado del doctor Petrie. Tras dejar atrás los alrededores de Heliópolis tomamos la carretera a El Cairo.
—Las repercusiones de su último trabajo, Greville —dijo Petrie—, el de Jorasán, han llegado hasta aquí.
—¡Dios mío! ¡No me diga!
—Se lo aseguro. Hasta que recibí el primer mensaje de Smith, no tenía la menor idea de que ese extraño arranque de fanatismo que está alborotando a la población musulmana (y cuyo núcleo está en Al-Azhar) estuviera relacionado con el viejo Barton. Ahora lo sé.
Calló unos instantes, mientras conducía con cuidado por aquellas inmemoriales carreteras donde Oriente y Occidente se entremezclan. El coche acababa de dejar atrás la oscuridad y ahora viajábamos por entre el repentino crepúsculo, cambiante y violeta. Íbamos esquivando grupos de nativos, hombres cabalgando en burro de vez en cuando, aldeas que se retiraban a la izquierda y a la derecha entre las sombras, polvorientas palmeras que empezaban a adoptar la apariencia de siluetas recortadas contra el cielo, el techo de Egipto.
—Tal vez las noticias me hayan llegado antes que a las autoridades —prosiguió el doctor Petrie—; tengo muchos pacientes egipcios. Con todo, la noticia de que el Profeta Velado ha resucitado corre entre los nativos.
—¡Es terrible! —dije.
Petrie se desvió a la izquierda para esquivar a tres ancianos egipcios que caminaban con dificultad por la carretera de El Cairo, por el medio, como si el automóvil jamás se hubiera inventado.
—Cuando supe lo que se ocultaba detrás de todo eso —añadió Petrie—, sólo agradecí una cosa: que mi mujer, gracias a Dios, esté en Inglaterra. El centro del conflicto se encuentra en el Lejano Oriente pero las consecuencias han llegado hasta aquí.
—El centro del conflicto —espetó Nayland Smith, que obviamente había oído parte de la conversación— está aquí, en su coche, Petrie.
—¿Qué?
El súbito volantazo nos desvió de nuestro carril hacia el centro de la calzada. Cuando Petrie recuperó el control añadió:
—No sé a qué se refiere, Smith.
—Se refiere a la maleta que llevo —gritó el jefe—. ¡La que tengo ahora a mis pies!
En aquel momento estábamos atravesando una zona poco iluminada. Había un cruce ante nosotros y un bar a la izquierda. Petrie, conductor precavido, llevaba algún tiempo tratando de adelantar a un carro cargado de pienso que avanzaba con parsimonia por el centro de la calzada. De repente se hizo a un lado y el doctor lo adelantó.
Antes de que sir Lionel hubiera acabado de hablar y de que Petrie pudiera hacer nada por evitar la catástrofe, un hombre que apenas se tenía en pie salió del bar (puede ser que estuviera borracho, o quizás ebrio de hachís). Otros dos lo sujetaban por ambos costados. Tuve la vaga impresión de que los acompañantes saltaban hacia atrás; entonces Petrie hizo un brusco viraje y apretó el freno. Un desagradable topetazo certificó que el parachoques lo había golpeado.
En un abrir y cerrar de ojos se congregó una muchedumbre de veinte o treinta personas. Advertí que estaba compuesta de nativos exclusivamente. Petrie fue el primero en salir, seguido por mí; a continuación bajó Nayland Smith y, por último, Rima.
Aquellas gentes alzaron la voz con gran agitación. Los hombres gesticulaban y blandían el puño en nuestra dirección.
—Llevadlo adentro —murmuró Petrie—. Quiero echarle un vistazo. Pero me temo que este hombre está muerto.
Tendimos a la víctima en un banco de madera del bar. Era un anciano egipcio, vestido con andrajos, con aspecto de mendigo. Parte del gentío vociferante bloqueó la puerta mientras otros pululaban a nuestro alrededor. No parecían muy amistosos.
Nayland Smith me agarró del brazo.
—Mándelos al infierno en su lengua —me ordenó—. Es usted un experto en jergas.
Me di la vuelta con las manos en alto y proferí casi hasta el último de los improperios árabes que conocía. Aquella reacción, al menos, los dejó estupefactos, respiro que el doctor aprovechó para llevar a cabo un rápido reconocimiento.
Rima no se separaba de mi lado; Nayland Smith, a los pies de la víctima, tenía una expresión impenetrable, pero no dejaba de interrogar a Petrie con sus inquisitivos ojos grises. Por fin, Petrie preguntó en tono perplejo:
—¿Dónde está Barton?
Se puso en pie y paseó la mirada de rostro en rostro. Primero miró a Rima, luego a mí y, por último, a Nayland Smith.
—No se preocupe por Barton —dijo el último—. ¿Está muerto?
—¿Muerto? —repitió Petrie—. Lleva muerto al menos tres horas. Está rígido… ¿Dónde está Barton?