El alba estaba próxima cuando aquel singular grupo se congregó en la habitación que usábamos de oficina, la estancia donde había muerto el pobre Van Berg. Nayland Smith, con aspecto ojeroso y fatigado tras los acontecimientos de la noche, presidía la reunión. Paseaba arriba y abajo sin cesar. El jefe estaba cerca de la puerta, trasladando el peso de un pie a otro con idéntico aire inquieto. Rima se había sentado en un sillón y yo me había acomodado en el brazo del mismo.
Un agente de policía persa que hablaba inglés a la perfección completaba el grupo.
—El doctor Van Berg, como ya sabe —dijo sir Denis—, murió en esta habitación. He intentado explicarle cómo entró el asesino. Como su cuarto estaba más alto que el de sir Lionel, utilizó una cuerda más corta, pero el método fue el mismo. He encontrado huellas de dedos y pies en el tejado de la mezquita y también en el alféizar de esta ventana. Cuando un hombre es apuñalado como lo fue Van Berg, sangra por la boca; por eso no encontré rastros de sangre. El negro no fue impulsado desde la ventana sino desde el tejado de la mezquita. Entró en silencio y empleó la misma estrategia: rociar la cabeza del durmiente con una droga que, hasta el momento, no hemos logrado identificar. Huele a mimosa. Por suerte, queda algo en el pulverizador que llevaba el africano muerto y el análisis de la sustancia nos aclarará este punto.
—No obstante, a Van Berg lo apuñalaron —dijo el agente persa.
—¡Exacto! —espetó Nayland Smith—. Había un par de gatos caspios durmiendo a los pies de su cama. La cama se encontraba ahí, justo donde está usted sentado. Los animales se despertaron al instante y lo despabilaron. Debió de imaginar lo que se cocía y se abalanzó sobre el arca. Fue su primer y único pensamiento pues ya estaba bajo el efecto de la droga. El negro lo apuñaló por detrás.
Señaló un cuchillo de aguzada hoja que descansaba en la mesilla.
—Esta noche, el asesino venía preparado para un enfrentamiento parecido… Ese lamentable misterio está resuelto, creo.
—No lo dudo —admitió el persa— pero este material tan resistente —tocó el cabo de cordel gris amarillento—, ¿qué es?
—Es hilo de seda —gritó sir Lionel—. Lo he reconocido enseguida. La sustancia animal más resistente que se conoce. Es lo bastante fuerte para pescar un tiburón, si se sabe manejar.
—No estoy de acuerdo, Barton —dijo Nayland Smith sin alzar la voz—. Sin duda se parece al hilo de seda, pero es mucho más resistente.
Antes de que el jefe pudiera replicar, el afable agente murmuró:
—Un asunto muy extraño, sir Lionel. Me alegra saber que no hay ningún súbdito persa implicado.
Todos guardamos silencio unos instantes
—Hay un cuarto hombre implicado —dijo Nayland Smith en un tono pausado poco habitual en él—. Este, al igual que el negro al que he herido, ha conseguido escapar. Es probable que la mezquita tenga salidas que desconozco.
—¿Sugiere usted que el cuarto es un súbdito de mi país?
—No sugiero nada. Sólo constato que había un cuarto hombre. Hacía guardia en la ventana de la mezquita.
—Probablemente el cuarto de esos negros… sea de una especie que me es del todo desconocida.
—¡Son ogboni! —gritó el jefe—. ¡Proceden de una zona de la Costa de los Esclavos que conozco muy bien! ¡Pertenecen a una sociedad secreta que practica el vudú! Debería leer mi libro Los brujos de Dahomey. Pasé un año en su territorio. Ese mugidor —señaló el hueso frontal con el cordel atado— me ha proporcionado la pista. Nada más verlo, he sabido que esos negros de África occidental eran ogboni. Tienen la fuerza de un tigre y son igual de peligrosos. Sin embargo, estoy de acuerdo con Smith: trabajan a las órdenes de alguien.
El agente persa, un hombre guapo y ceremonioso de cuarenta y tantos años vestido con elegante atuendo europeo, alzó las pobladas cejas y esbozó una leve sonrisa.
—¿Acaso sugiere, sir Lionel —preguntó—, que en el fondo de todo esto subyace el problema religioso que, según tengo entendido, usted ha ocasionado?
—Exacto —replicó el jefe con mirada asesina.
—Eso está claro —dijo Nayland Smith—. El propósito de la conspiración es conseguir el arca verde.
El persa siguió sonriendo.
—Y, por lo visto, los conspiradores han conseguido su propósito.
—Desde luego han conseguido robar el arca y sacarla de la mezquita —admitió Nayland Smith con expresión implacable—, aunque uno de los dos estaba herido, lo sé de cierto.
El visitante se levantó.
—Se ha hecho cierta justicia —dijo—. El asesino de su pobre amigo el doctor Van Berg se ha llevado su merecido, como también el cómplice que ha desempañado el papel más importante. El arca verde, según creo, contenía valiosos objetos de sus recientes investigaciones en Jorasán.
Supe, por el tono empleado, que no daba ningún crédito a la historia.
—Tengo la sensación, sir Lionel, de que el robo representará una grave pérdida para los orientalistas, pero no puedo imaginar qué utilidad pueden tener esas antiguallas para quienes han recurrido a tales atrocidades con tal de obtenerlas.
El jefe dio una palmada y Ali Mahmoud entró. El agente persa se inclinó y besó la mano de Rima, nos dio la mano al resto y salió de la habitación. Guardamos silencio unos instantes. A continuación, sin interrumpir su rápido paseo, Nayland Smith dijo:
—¿Sabe, Barton? Ispahán, aunque es un lugar bastante civilizado, queda muy aislado y, si le soy sincero, tiene a la opinión pública en contra. Si prosigue la expansión de ese movimiento, Persia sufrirá las consecuencias. Dado que usted lo desencadenó… no le tienen en mucha estima.
—Nunca he sido muy popular entre esa gente —gruñó el jefe—, aunque tampoco lo he pretendido.
—Esa no es la cuestión —espetó Smith—. Cuando se den cuenta, empezará lo peor.
Recuerdo el silencio que siguió con más claridad que muchas conversaciones. Rima me apretó el brazo y me miró con expresión preocupada. Sir Denis no era nada propenso a exagerar y había dejado muy claro que la situación era de extrema gravedad.
Dado que las autoridades locales, oficialmente, no conocían la existencia de tales piezas arqueológicas, sir Lionel había logrado, por el momento, esquivar su intromisión. Aparte de nuestro grupo (y ahora también del capitán Woodville y de Stratton Jean), nadie sabía que las habíamos encontrado.
El enemigo, habiéndose cobrado una vida en nuestro bando y otras dos en el suyo, se había hecho con el arca verde; ¡pero estaba vacía! Ahora sabía por qué el jefe sentía tantos remordimientos por la muerte de Van Berg; desde que habíamos llegado a Ispahán, las reliquias no estaban donde todos creíamos.
Van Berg había muerto defendiendo una caja vacía.
Sir Lionel se echó a reír a carcajadas.
—¡Les hemos marcado un tanto, Smith! —gritó a la vez que blandía el puño—. Ellos se cargaron a Van Berg pero nosotros hemos acabado con un par de rufianes esta noche. ¡Y encima, se han debido de llevar una buena decepción!
Dejó de reír y aquel impresionante rostro arrugado volvió a adoptar su habitual expresión malhumorada, la máscara que sir Lionel mostraba al mundo.
—Es un precio muy alto a pagar por la vida de Van Berg —añadió.
Nayland Smith interrumpió el paseo a la altura de la ventana y se quedó de espaldas a nosotros, mirando hacia fuera.
—No sé dónde ha escondido los objetos, Barton —dijo despacio—, pero voy a pedirle que me lo diga. De una cosa estoy seguro: ninguno de nosotros está a salvo en esta parte de Oriente. El segundo intento ha fracasado, pero el tercero…
—¿Qué está insinuando? —gruñó sir Lionel—. ¿Que renuncie? Supongamos que lo hago. ¿Con quién me enfrento?
Nayland Smith no se volvió.
—Creo que se lo puedo decir —respondió en voz baja.
—¡Pues dígamelo! No se ande con rodeos. ¡Vamos, hable!
Nayland Smith se volvió y miró al jefe en silencio unos instantes. Por fin, contestó:
—Vine de Basora en un biplaza. No había otro avión disponible en las cercanías. No obstante, ya lo he arreglado todo. Imperial Airways nos prestará un aerotaxi. Debe tener presente, Barton, que la situación es grave.
—Lo tengo presente —admitió de mala gana—. Algún espabilado agitador se ha erigido guía de la ola de fanatismo que levantó la explosión en el sepulcro de Al Mokanna, y sabe que mostrando públicamente las verdaderas reliquias el asunto podría adquirir mayor envergadura. ¿Es ahí donde pretende ir a parar? ¿He acertado?
—¡Exacto! —dijo Nayland Smith—. Voy a pedirle que considere un par de cuestiones. Desconozco qué droga utilizaron en el asesinato de Van Berg, que es la misma que se ha usado esta noche, pero sí he reconocido el método empleado. ¿Entiende a qué me refiero?
Rima me apretó el brazo con más fuerza.
—Shan —dijo mirándome—, ¡es lo mismo que pasó hace dos años en Inglaterra!
La cara del jefe era un poema. Bajo sus cejas encrespadas, fulminaba a Nayland Smith con la mirada. Este prosiguió:
—Rima empieza a comprender de qué estoy hablando. La estratagema de visitar una casa sin entrar por la puerta como todo el mundo también me resulta familiar. Ha sido la experiencia, y nada más, lo que me ha permitido enfrentarme a los sucesos de esta noche.
Calló y advertí que mi mente estaba funcionando a mil por hora. Justo entonces, en el momento cumbre de la conversación, sir Lionel exclamó con voz ronca:
—¡Dios mío! ¡Smith! ¡No es posible que él esté detrás de todo esto!
El énfasis que puso en la palabra «él» despejó mis últimas dudas.
—¿No estará sugiriendo, sir Denis —pregunté—, que nos enfrentamos al doctor Fu-Manchú?
Rima se aferró a mí aterrada. Sólo una vez había visto cara a cara a aquel pasmoso genio, el doctor Fu-Manchú, pero el recuerdo de aquel único encuentro la acompañaría, como a mí, hasta el final de sus días.
—Si hubiera tenido alguna duda, Barton —dijo Nayland Smith—, se habría disipado cuando identificó al asesino y a su cómplice. Según me ha dicho, pertenecían a una sociedad secreta de la Costa de los Esclavos.
Guardó silencio un instante y se quedó mirando a sir Lionel.
—Creo que no existe ninguna secta de ese tipo, por muy pequeña y desconocida que sea, que no esté afiliada a la organización denominada Si Fan. El grupo controla indirectamente a los nativos de las islas del Pacífico, lo sé de cierto. ¿Por qué no a los negros de África occidental? Considere la cuestión desde otro ángulo. ¿Qué están haciendo unos nativos de la Costa de los Esclavos en Persia? ¿Quién los ha traído?
»Son instrumentos, Barton, en manos de un intrigante. Es muy probable que nunca sepamos para qué los trajeron en un principio, pero su utilidad en el caso que nos ocupa ha quedado demostrada. Es imposible que exista relación alguna entre esa sociedad secreta africana y los seguidores de Al Mokanna. Esos negros actúan a las órdenes de alguien.
Ya era de día y en Oriente la vida empieza temprano. Se oía un barullo de personas y animales procedente de algún mercado callejero cercano. De repente, sir Denis siguió hablando.
—Si aún me quedara alguna duda, Barton, esta noche se habría despejado. Recordará que justo antes de que sonase la primera señal, alguien ha pasado por la calle.
—¡Sí! Lo he oído… pero no lo he visto.
—¡Yo también lo he oído! —exclamé.
—Yo he podido verlo y oírlo desde el minarete —prosiguió Nayland Smith—. Desgraciadamente, las circunstancias me impedían cualquier actuación. Sea como sea, el hombre que caminaba por la calle justo antes del robo del arca, ¡era el doctor Fu-Manchú!