12. EN LA MEZQUITA ENCANTADA

Para llegar a la base del minarete desde la entrada que Nayland Smith me había indicado, tenía que subir una escalera de piedra construida alrededor del muro interior. Había una galería en lo alto, adonde el muecín accedía antiguamente desde una estancia de la mezquita.

Mientras subía, respirando con dificultad, mis pasos resonaban en la estructura de aquella vieja torre con un eco misterioso. Tal vez no fuera el mejor momento para ponerse a reflexionar, pero el cerebro me funcionaba más rápido de lo que avanzaban mis pies.

Empezaba a comprender cómo habían asesinado al pobre Van Berg. De algún modo, el acróbata se había columpiado hasta la habitación, probablemente desde una ventana de la mezquita. Los ganchos que tenía aferrados debían de ser un asidero y sin duda después los había atado a las asas del arca, que había llegado a su destino del mismo modo.

Sin embargo, al recordar el hilo semejante a una cuerda de violín que habíamos encontrado prendido a los ganchos volvió a asaltarme la duda. Aquella explicación era sencillamente imposible.

Llegué a la entrada de la galería, que se abría a mi derecha, y me detuve unos instantes. La oscuridad era tal que el rayo de la linterna no conseguía penetrarla. Ante mí había una puerta baja y estrecha. Conducía a la tortuosa escalera de piedra que me llevaría al balcón superior.

No me atraía para nada la perspectiva de sumirme en las tinieblas de aquel pasaje. Miré la entrada por última vez y me decidí a reanudar la marcha. Tropecé varias veces en aquellos peldaños empinados y ruinosos pero al fin la luna me iluminó el rostro y supe que había llegado al balcón.

—¡Greville! —me llamó Nayland Smith con su inconfundible tono enérgico.

—Sí, sir Denis.

Salí y me puse a su lado. El panorama, tras aquella completa oscuridad, resultaba vertiginoso. La angosta calle donde estaba nuestra casa parecía un barranco sin fondo. A la derecha, más allá del tejado de la mezquita, Ispahán se extendía ante mis ojos, como una ciudad llena de setas de la que emergían minaretes semejantes a tulipanes, dormida bajo un cielo de terciopelo. A la izquierda, la vista se desparramaba hacia el río plateado. En aquel momento, algo me llamó la atención.

Una forma negra yacía casi a mis pies, medio oculta por las sombras. Retrocedí con un respingo y bajé la vista.

—Un desgraciado accidente, Greville —dijo Nayland Smith de inmediato.

Sir Denis estaba plantado junto a la puerta que yo acababa de franquear: una figura alta y angulosa, inundada de luz de luna a la derecha, apenas contorneada a la izquierda. Llevaba un gibbeh negro y holgado que Ali Mahmoud debía de haberle prestado. La iluminación acentuaba sus rasgos angulosos, y el único ojo visible brillaba como acero pulido. Miró el cuerpo.

—He utilizado un saco de arena, por detrás —explicó—, y me temo que le he golpeado demasiado fuerte. No voy disfrazado, Greville —prosiguió a la vez que señalaba la prenda negra—. Me he puesto esto para ocultarme mejor en la oscuridad. ¿Está muerto el otro negro?

—Sí, se ha aplastado los sesos contra el muro de la mezquita.

—¡Una gran desgracia! —gruñó Nayland Smith—. No tengo remordimientos, pero ambos habrían sido valiosos testigos. Había un tercero en el tejado de la mezquita, de guardia. He fallado dos veces el tiro y a la tercera le he dado. De todas formas, se las ha arreglado para escapar. Espero que no consiga salir del edificio.

Un murmullo amortiguado, como de pasos y voces que se aproximaban, les llegó procedente de la calle. Los disparos de Nayland Smith habían despertado al vecindario.

—¡Maldición! —exclamó—. Si se congrega una muchedumbre, lo estropeará todo.

Se inclinó y desató un lazo de fino cordel de los ornamentos que decoraban la barandilla del balcón.

—¡Mire! —dijo y levantó el hilo para que la luz de la luna lo iluminara—. Por su aspecto, jurarías que no resiste ni el peso de un cachorro. Sin embargo, el asesino y el arca de hierro se han desplazado de una ventana a otra sirviéndose de un fragmento de este cordel. —Se metió el cabo en el bolsillo—. Venía preparado para cortar un alambre —declaró en tono implacable y me mostró una de las herramientas de sir Lionel: unas tenazas.

—Por el amor de Dios, ¿qué es eso? —pregunté.

Todavía me parecía difícil de creer que un cordel tan fino como el hilo de coser pudiera soportar el peso de un hombre.

—No tengo ni la menor idea, Greville. Es un material de una resistencia increíble. Tuve que apretar fuerte para cortarlo. Un fragmento de una longitud cuidadosamente calculada atado a este balcón ha permitido a uno de esos diablos acróbatas columpiarse desde la mezquita hasta la ventana de la casa situada en el lado opuesto y también ha hecho posible el traslado del arca. En fin, ¡en marcha! ¡Tenemos trabajo!

Con su ímpetu característico, me empujó para que abriera la marcha y añadió:

—Ha participado un cuarto hombre en el juego, Greville… Quizás incluso un quinto. Este, o estos, estaban apostados tras la ventana de la mezquita. El cerebro de todo el asunto (el hombre que estamos buscando) también estaba allí.

Me disponía a bajar la escalera de piedra cuando Nayland Smith, que me pisaba los talones, exclamó:

—¡Un momento!

Me detuve y di media vuelta, a la vez que dirigía el rayo de la linterna hacia arriba. Sir Lionel estaba hurgando en una especie de armario pequeño situado en lo alto de las escaleras. Por fin sacó sus zapatos y procedió a ponérselos. Mientras tanto, charlaba de un modo atropellado.

—Cuando ha aparecido ese diablo negro, Greville, ha sido como jugar al gato y al ratón. Yo también iba de negro, de la cabeza a los pies: túnica negra, calcetines negros y una capucha negra, confeccionada de cualquier manera con un trozo de este viejo gibbeh, con agujeros para los ojos y la boca. No me ha visto y no podía oírme. Le he dado esquinazo por toda la galería como un niño que se escabulle tras el tronco de un árbol. Cuando ha asegurado el cordel con esos dos grandes ganchos de hierro al extremo y lo ha dejado caer, he comprendido el sistema.

Ya se había puesto los zapatos y ahora se ataba los cordones.

—Al verlo, se han confirmado mis peores sospechas… Pero ya hablaremos de eso más tarde. Tras soltar el cordel hasta una longitud conveniente, lo ha columpiado como un péndulo; por fin, alguien oculto detrás de la ventana de la mezquita ha conseguido alcanzarlo. Descubrirán, supongo, que hay un cordel todavía más fino atado a los ganchos. Gracias a eso, el negro, después de columpiarse desde la mezquita hasta la casa y de poner el arca a buen recaudo, ha podido atraer el péndulo de nuevo. Cuando le tocaba lanzarse a él, he entrado yo en juego con las tenazas.

Bajó haciendo mucho ruido y me apremió:

—¡A la izquierda! ¡A la mezquita!

Antes de que me diese tiempo a reaccionar, ya estaba avanzando por el angosto y misterioso pasaje.

—¡Apague la luz!

Mientras desconectaba la linterna, él abrió una puerta. Yo estaba contemplando un techado plano, plateado por la luna: el tejado de la mezquita.

—Le alcancé justo antes de que llegara a esta puerta. Hay una remota posibilidad de que haya dejado alguna pista.

—¿Alguna pista de qué?

En la calle se había reunido un grupo de gente considerable, incluidos, o eso me pareció al oír las voces excitadas, armenios del otro lado del río. No les presté atención. Estaba absorto en el extraño asunto que teníamos entre manos.

—¡El sonido! —dijo Nayland Smith—. Aquel espantoso aullido que han usado para comunicarse.

Ya no precisábamos linterna. La luna iluminaba el tejado con fulgor blanquecino. Se inclinó de repente y exclamó:

—Al menos, he tenido algo de suerte. ¡Mire!

Con los ojos resplandecientes, triunfante, sostuvo en alto un objeto que al principio fui incapaz de identificar, seguramente porque se trataba de algo del todo inesperado. Al fin lo reconocí. Era un hueso… ¡un hueso frontal humano!

—Me temo —dije como un necio—, que no lo entiendo.

—¡Un mugidor! —exclamó Nayland Smith—. Seguro que Barton puede aclararnos este particular.

Se echó a reír. El hueso iba sujeto a una resistente cuerda de cáñamo. Sir Denis se la enrolló en los dedos e hizo girar el objeto, cada vez más rápido.

El resultado fue extraordinario. Volví a oír aquel alucinante silbido que había precedido la muerte de Van Berg y que yo había considerado el grito de alguna criatura sobrenatural. Creció en intensidad hasta convertirse en un gemido, una especie de rugido sordo, y se extinguió conforme la velocidad del giro fue aminorando.

—Uno de los artefactos para enviar señales más antiguos del mundo, Greville. Probablemente de origen prehistórico. ¡Escuche!

Oí pasos de gente que corría por la calle, muchos pasos, todos perdiéndose en la lejanía…

Sir Denis volvió a lanzar una breve carcajada.

—¡Nuestro mugidor ha logrado dispersar a los curiosos! —dijo.