El vago terror sobrenatural del que me había librado hacía unos instantes volvió a cernirse sobre mí como una nube y me caló hasta los huesos. El espacio de la ventana estaba ahora completamente vacío. El arca de hierro había desaparecido; el hombre negro se había esfumado, ¡y aquel milagro se había llevado a cabo sin apenas un sonido!
De nuevo me vino a la mente la leyenda de Jack Piesligeros. Me levanté de inmediato. La tregua de inactividad forzosa había terminado.
Encendí la linterna y, tras abandonar el refugio de la gran arca, eché un vistazo a la habitación. El ambiente seguía impregnado de aquel nauseabundo olor a mimosa, pero no presté atención a la almohada que había sido rociada con el extraño anestésico. Nayland Smith había dispuesto el lecho de tal modo que diese la impresión de estar ocupado.
—Un viejo truco, Greville —había dicho—, pero sin duda fallará si el enemigo sospecha que estoy aquí.
O bien el enemigo no sospechaba o bien, como sucede con los timos clásicos, el ardid no perdía eficacia con el paso del tiempo.
Como si respondiese a una señal convenida, el rayo de luz en la habitación vacía precedió a un sonido: «el sonido», un zumbido indescriptible que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en una especie de lamento, y después en un sordo bramido que acabó por extinguirse.
Debo aclarar que desde el instante de la desaparición de la figura hasta que, tras encender la linterna, eché a correr, sólo transcurrieron unos segundos.
Salté a la cómoda y miré a la calle, donde presencié un curioso espectáculo.
Aquel extraño sonido, cuyo origen había desafiado toda especulación, aún era audible y, como parecía proceder de algún lugar elevado, mi primer impulso fue mirar hacia arriba.
Sin embargo, me contuve.
En cuanto llegué a la ventana abierta, miré hacia abajo y vi una figura —la del hombre negro que acababa de abandonar la habitación— aparentemente suspendida en el aire, en mitad de la calle.
Tenía los brazos alzados por encima de la cabeza y se elevaba hacia la ventana de la Mezquita Encantada.
—¡Dios mío! —dije en voz alta—. No es humano.
A continuación oí un frenético grito. La figura perdió estabilidad, dejó caer los brazos y, con un golpe sordo, chocó contra el muro de la mezquita, a unos dos metros de la ventana. Desde allí cayó en picado a la calle. Un segundo y desagradable topetazo llegó hasta mis oídos.
Un disparo procedente de la galería del minarete, muy por encima de donde yo estaba, atrajo mi atención. A la brillante luz de la luna, vi una figura de rostro oscuro, vestida de negro, que, inclinada sobre la barandilla, disparaba hacia abajo, al tejado de la mezquita.
Después avanzó por la galería. Un segundo disparo. Mientras lo perdía de vista, oí el sonido de un tercer disparo.
En la casa estalló la tormenta.
Ali Mahmoud ya descorría el pesado cerrojo de la puerta principal cuando sonó la voz de Rima procedente del piso superior:
—¡Shan! ¡Shan! ¿Estás bien?
—¡Muy bien, amor mío! —grité.
Me volví y corrí por la habitación hasta el pasillo. Oí la potente voz de Barton, que rezongaba impaciente en el vestíbulo. Antes de que me diese tiempo a llegar hasta él ya había salido corriendo a la calle. Ali, rifle en mano, lo siguió y yo cerré la marcha.
Arriba, Rima se asomó a la ventana y gritó:
—¡Por el amor de Dios, ten cuidado! ¡Algo se está moviendo en el tejado de la mezquita!
—¡No te preocupes! —exclamé para tranquilizarla—. Todos vamos armados.
Me incliné sobre el cuerpo que yacía en el polvo. Sir Lionel estaba examinando la figura con expresión insondable. Ahora lo veía con toda claridad: era un negro, pequeño pero de constitución robusta.
La estampa resultaba bastante desagradable. Estaba claro que se había aplastado el cráneo contra el muro de la mezquita al término de aquel increíble vuelo de lado a lado de la calle. Tal como me había parecido, sólo iba vestido con un taparrabo negro.
Embutido en el interior de la prenda, visible porque yacía acurrucado de lado, distinguimos un gastado objeto metálico que brillaba a la luz de las linternas pues, aunque la luna iluminaba el minarete y la parte superior de la mezquita, la calle estaba sumida en tinieblas. Me incliné y examiné el objeto más de cerca.
Se trataba de un pulverizador metálico, como los que utilizan los dentistas. Ya había tenido ocasión de comprobar su utilidad.
—¡Mira las manos! —exclamó el jefe con voz ronca—. ¿Qué sujeta?
Al principio, no supe responder. Después me di cuenta de que el hombre tenía aferrados dos grandes ganchos de hierro que iban prendidos a un cordel que parecía interminable, de un material semejante a la tripa, tan fino como una cuerda de violín. Seguía sin ser capaz de adivinar la verdad.
—Un africano occidental —prosiguió sir Lionel—, seguramente de la Costa de los Esclavos. ¿Qué diablos hace este tipo en Persia?
—Tal vez —sugerí— lo hayan vendido. Aún se practica la esclavitud en aquella zona.
Un grito fuerte y repentino procedente del minarete interrumpió cualquier otra especulación al respecto.
—¡Atención!
Sir Lionel, Ali Mahmoud y yo levantamos la cabeza. Vimos una figura alta vestida con una prenda nativa negra en la galería. Ahora estaba erguida y la luz de la luna plateaba su cabello, por lo que pude reconocerla. ¡Era Nayland Smith!
—¡Ali Mahmoud! —gritó—, diríjase a la puerta lateral de la mezquita y dispare a cualquier cosa que se mueva. ¡Barton! Quédese en la puerta principal, donde pueda cubrir las tres ventanas. No deje salir a nadie. ¡Greville! Ya conoce el camino al minarete. ¡Suba!