10. EL ASESINO

La contraventana se abrió tan despacio que sólo una atenta observación me permitió advertir el movimiento. No emitió el más mínimo crujido.

Al otro lado de la calle, una ventana de la Mezquita Encantada semejante a un tizón en un lienzo amarillento quedó alineada con el canto de la contraventana izquierda. Sólo por la creciente brecha amarilla que se formó entre la madera y el tizón de sombra sabía lo que estaba pasando.

La luz de la habitación aumentó poco a poco. Me había acostumbrado tanto a la penumbra que, sin darme cuenta, me agazapé aún más en mi escondrijo aunque en realidad creo que una sola vela habría proporcionado más luz de la que ahora entraba por la ventana.

Una sarta de macabras fantasías empezaron a desbordarme.

Un vampiro escapado del vetusto cementerio estaba a punto de irrumpir en el cuarto. Más de una vez, desde que nos apoderamos de las reliquias de Al Mokanna, me había mofado de los temores supersticiosos de Rima, pero reconozco que en aquel momento los compartía.

Ispahán se extendía a mi alrededor, silenciosa como una ciudad del pasado. A juzgar por la quietud, yo podría haber sido el único habitante de Persia. Por otra parte, no podía alejar el miedo a que Nayland Smith, por culpa de su peculiar perspicacia, hubiera juzgado erróneamente las circunstancias que rodearon la muerte de Van Berg; tenía la sensación de que estaba a punto de someterme a una prueba que iba a ser superior a mis fuerzas.

No tengo ni idea de qué habría hecho en aquel instante de haber podido actuar por mi cuenta, pero dudo que me hubiese quedado observando en silencio.

Por fortuna, obedecía órdenes y tenía intención de cumplirlas al pie de la letra. Sin embargo, para ser sincero, en los interminables momentos que transcurrieron desde el aterrizaje de aquella misteriosa criatura al otro lado de la ventana hasta que los postigos se abrieron del todo, desconfié de que las conclusiones de Nayland Smith fueran acertadas…

Una forma vaga se irguió centímetro a centímetro sobre el alféizar de la ventana; se hizo más alta, más densa ante mí y, con un movimiento sinuoso, demasiado horrible para describirlo, pasó a la cómoda colocada bajo la ventana y se acuclilló sobre la misma, o tal vez se tendió.

No había conseguido atisbar sus contornos. Aquella criatura nocturna había entrado de un modo tan extraño que me resultaba imposible definirla. Creo que fue entonces cuando el valor estuvo a punto de abandonarme.

¿Qué había encima de la cómoda? Algo capaz de volar; algo carente de forma determinada…

Comprendí que el visitante estaba escudriñando la habitación. A mí, como ya he dicho, la luz me parecía casi deslumbrante. Revólver en mano, me alejé todo lo posible de la estrecha abertura que me permitía mirar al exterior; tenía la espalda plana contra la pared.

El Vago contorno que emborronaba el cuadrado de la ventana desapareció. Supe, por un golpe sordo, tan leve que habría sido inaudible para unos oídos menos aguzados que los míos, que el visitante, con toda probabilidad el asesino de Van Berg, había saltado al suelo, ¡y ahora estaba en la habitación!

Escruté la oscuridad, a la izquierda de la gran mesa. Algo se aproximaba a la cama…, algo que avanzaba, o así me lo parecía, ¡a gatas!

Se movía en diagonal y, por lo tanto, no venía hacia mí. Me estremecí de alivio: no me había visto.

Un objeto brilló débilmente a la luz reflejada y oí un leve siseo, el primer ruido, después del golpe sordo, que delataba la presencia del asesino nocturno.

Al principio me confundió. De súbito, se hizo la luz en mi mente.

La criatura estaba rociando la cama con un líquido.

La asociación de ideas fue instantánea pues, en aquel mismo instante, me llegó un embriagador aroma de mimosa, el mismo que había olido en la habitación del pobre Van Berg.

Se trataba de un anestésico, desconocido pero tremendamente eficaz.

En cuanto me di cuenta de aquello, supe también que el espantoso visitante no era un ser sobrenatural sino humano, aunque es cierto que poseía una agilidad fuera de lo común y una capacidad extraordinaria de moverse en silencio.

Era obvio que llevaba una especie de pulverizador. Durante los instantes que duró aquel curioso siseo me di cuenta —las reacciones del cerebro ante un miedo indefinido son extrañas— de que mi mente estaba divagando. Pensaba en un relato leído en cierta ocasión acerca de un misterioso ser conocido como Jack Piesligeros, el cual había aterrorizado a la periferia de Londres hacía ya muchos años.

Por lo visto, el hombre que ahora pretendía dejar sin sentido al ocupante del lecho era capaz de saltar a muchos metros del suelo, más de lo que podría saltar cualquier persona y, por si fuera poco, ¡más que cualquier miembro del reino animal!

El siseo cesó y fue seguido por el más absoluto silencio…

Por mucho que me fijase, no advertía signos de otra presencia en la habitación. Sabía con exactitud lo que estaba sucediendo. Aquel hombre increíble que había entrado por la ventana estaba acuclillado en alguna parte, probablemente contando, en silencio, los segundos que debían transcurrir antes de que la droga desconocida con olor a mimosa dejase al durmiente sin conocimiento… o tal vez sin vida.

Estaba bastante lejos de la cama y, aun así, el nauseabundo olor dulzón empezaba a marearme.

Transcurrió un minuto entero sin que oyera ningún sonido ni percibiese movimiento alguno. No obstante, durante aquellos segundos interminables distinguí una mancha blanca en la oscuridad y al momento la relacioné con las iniciales pintadas en el arcón verde.

Mientras la observaba, la mancha blanca se oscureció.

Un sonido semejante a un jadeo quebró el insufrible silencio. En aquel momento, destacado contra la ventana, vi al intruso.

Atisbé un cuerpo pequeño y ágil, los musculosos brazos alzados, el arca verde sobre el hombro derecho.

Me tembló la mano en el gatillo, pero las instrucciones de Nayland Smith eran terminantes. El hombre cargó la caja hasta el final de la habitación, donde la sombra de la cómoda lo engulló. Precedida de un ruido apenas perceptible, el contorno cuadrado del arca se destacó sobre el mueble.

La había levantado a pulso y la había colocado allí. Comprendí que, pese a ser de corta estatura, aquel hombre tenía una fuerza extraordinaria.

El corazón me latía desenfrenado y me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Inspiré profundamente mientras observaba el cuadrado de la ventana abierta. Sobre la cómoda apareció la silueta de un brazo, a continuación un hombro y por último la totalidad de aquel cuerpo enjuto.

El visitante nocturno era negro, o tal vez miembro de alguna raza de piel muy oscura, y sólo llevaba encima un taparrabo. No pude distinguir sus rasgos.

Los movimientos del hombre despertaron mi interés. Le vi inclinarse sobre la caja y, al oír cierto sonido metálico, adiviné que estaba manipulando las asas de hierro.

Entonces, al tiempo que observaba sus acciones, ¡el arca desapareció!

Sólo el hombre negro, una silueta acuclillada, se destacaba contra la ventana abierta. El arca se había esfumado.

Era increíble, ¡pero había desaparecido! La pesada caja de hierro se había evaporado en silencio de la habitación tan fácilmente como si un prestidigitador hubiera escamoteado una moneda. Sólo quedó de ella un último golpe lejano y sordo.

Me siento incapaz de describir cómo me sentí después de aquello. Al cabo de un momento, vi que la figura acuclillada tiraba de algo. El movimiento cesó.

Se irguió de repente, y desapareció.