Los extraordinarios sucesos de aquella noche me acercaron más de lo que nunca hubiera imaginado a creer en la intervención de fuerzas sobrenaturales.
El plan de Nayland Smith estaba calculado al detalle. Sin duda tenía una teoría respecto a las singulares circunstancias que rodeaban la muerte de Van Berg pero rehusaba revelársela al jefe.
—Voy a llevar esto a mi manera, Barton —dijo con firmeza—. Por una vez en la vida tendrá que obedecer o mantenerse al margen, lo que prefiera.
Nos había distribuido de un modo muy extraño. Mi puesto estaba en la habitación del jefe, donde había tenido lugar la larga reunión; sentado sobre una pila de cojines y otros chismes, me ocultaba de cualquiera que entrase en la habitación tras un gran baúl vertical perteneciente a Rima.
Por un intersticio entre la pared y el costado del baúl veía prácticamente toda la habitación que, como ya he dicho, era bastante grande. Las postigos, situados encima de mí, a la derecha, estaban cerrados; sólo un trémulo rayo de luna se colaba por entre las tablillas, sumiendo el lugar en penumbras, a las que mis ojos se acostumbraron al cabo de un rato.
Veía todos los objetos con absoluta claridad. La ventana del extremo opuesto, la que daba a la calle y al costado de la mezquita, también tenía los postigos cerrados, pero no habíamos echado el pestillo. Veía la luz reflejada en el antiguo muro a través de la rendija.
Bajo las sábanas de la cama, colocada paralela al baúl, a mi izquierda, se apreciaba el contorno de un abultado cuerpo. Había una manta gris del ejército enrollada a los pies de la cama, según la costumbre del jefe (una precaución contra el frío del amanecer); y la sábana estaba extendida hasta cubrir la almohada, de modo que ocultaba por completo la cabeza del que dormía (otra costumbre típica del jefe cuando se hallaba en países infestados de insectos).
La pila de trastos seguía sobre la gran mesa y había prendas tiradas por el suelo. A los pies de la cama, sobre un taburete bajo, estaba el arca verde, un objeto que ahora asociaba inevitablemente con el asesinato. Había dejado la pistola al alcance de la mano y tenía una linterna en el bolsillo. Poco convencido de que el enemigo cayera en la trampa tendida por Nayland Smith, preveía una aburrida vigilia. En mi opinión, los preparativos para la partida del día siguiente habían sido demasiado ostentosos.
En la habitación reinaba un silencio sepulcral.
Ali Mahmoud, en el vestíbulo, pasaría la noche vigilando la calle a través de la rejilla de la puerta principal. Rima estaba en una de las habitaciones del piso superior; desde allí, también dominaba la calle. Ignoraba la posición de sir Denis, pero sabía de cierto que no estaba en la casa.
Pasó el tiempo. Cada vez estaba más incómodo e inquieto. Tenía prohibido fumar y hacer el menor ruido.
Contemplaba los postigos de la ventana tan fijamente que empecé a ver borroso. Estaba seguro de que de ahí procedería el ataque. Imágenes espantosas de la criatura que, hacía varias noches, había oído el pobre Van Berg se apoderaron de mi mente, aquel ser que había descendido con un sonido semejante al de un gran pájaro al posarse, según sus palabras. ¿Qué debía de ser aquel ser alado? Imaginé horrores capaces de superar la imaginación del narrador más morboso.
Sustituí la aguda arma que había traspasado la espalda de Van Berg hasta el corazón por un terrorífico pico, el pico de un ser que no era de este mundo, una figura alada terrorífica como aquellas que los romanceros árabes inventaron tiempo atrás, una macabra criatura refugiada en el antiguo cementerio, al otro lado de los muros de la ciudad.
Me dije que el grito de aquella criatura, ese tétrico lamento, había dado origen a la leyenda de la Mezquita Encantada y había convertido aquel callejón en un lugar desierto. Por eso la casa que ahora ocupábamos llevaba tantos años vacía.
Hasta ahí me habían llevado mis espeluznantes especulaciones cuando un sonido me dejó sin aliento. Me acuclillé y escuché atentamente.
¡Pasos!
Alguien recorría la calle. Las pisadas, regulares y acompasadas, se detuvieron en un punto situado, según mis cálculos, ante la entrada principal de la casa. Preví una llamada de atención por parte de Ali Mahmoud pero recordé que las instrucciones de sir Denis habían sido muy claras al respecto.
No hubo gritos. Volví a oír los pasos, ahora resonando huecos. Deduje que el caminante estaba pasando junto al muro exterior de la mezquita y se aproximaba al oscuro pasaje en arco y a los tres peldaños que conducían al angosto callejón que rodeaba la base del minarete.
Le oí subir los tres escalones; a continuación volvió a detenerse…
¡Habría dado cualquier cosa por poder contemplarle! En aquella calle, de noche, un transeúnte casual era inconcebible. Sin embargo, no me atreví a moverme. Los pasos volvieron a sonar y acabaron por extinguirse del todo.
De nuevo el silencio se apoderó de aquel misterioso lugar.
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió; es probable que no fueran más de unos minutos. El caso es que la contemplación concentrada de los postigos me había sumido en una especie de trance. Entonces, procedente de un lugar elevado, muy lejano, sonó el lamento.
Mi pensamiento retornó de inmediato a las horribles imágenes que me tenían absorto en el momento en que las pisadas habían irrumpido en la quietud. ¡Ahí estaba! ¡La muerte alada!
Fui presa de una especie de horrorizada impaciencia. Pistola en mano, observé la rendija de las contraventanas.
De nuevo se hizo el silencio. No se oía nada ni dentro ni fuera de la casa.
Entonces, sucedió: la criatura que estaba al acecho, un ser que, al parecer, desafiaba las leyes de la razón, había llegado al fin.
Oí unos pasos amortiguados en la angosta cornisa exterior, bajo las contraventanas. Sonó un impacto sordo seguido de un leve crujido de madera y comprendí que algo se había posado en el alféizar de la ventana. Empezó a moverse hacia arriba; una especie de sombra tras los listones, arriba y adentro, hacia la abertura.
La tensión de observar sin hacer nada resultaba insoportable, pero las órdenes eran claras y debía esperar.
Aparte de aquella leve presión sobre la madera, el intruso no hizo ningún ruido. Nada en el piso inferior indicaba que Ali Mahmoud hubiera reparado en aquella aparición, lo cual, teniendo en cuenta que había llegado volando, no era de extrañar.
En aquel momento, los postigos empezaron a abrirse en silencio.