—El pobre Van Berg —expliqué— dormía en esta habitación. La hemos utilizado como despacho desde que llegamos a Ispahán. Guardamos aquí todas las piezas y documentos y, hasta el momento de la tragedia, la pieza más importante: una resistente caja de hierro que el jefe siempre lleva consigo. Suele utilizarla para guardar los hallazgos más valiosos.
—En el momento de la muerte de Van Berg —me cortó Nayland Smith—, ¿qué contenía la caja?
—Por lo que yo sé —respondí—, contenía quince láminas de oro, donde están grabados los artículos del nuevo credo; la Espada de Dios, una pieza muy hermosa; y una grotesca máscara de oro. Todo lo que quedaba de Al Mokanna, el Profeta de Jorasán.
Nayland Smith asintió.
—Van Berg parecía intranquilo desde que nos instalamos en esta casa, perteneciente a un amigo persa de sir Lionel. El jefe tiene amigos por todas partes. Se acordó que haría las veces de cuartel general mientras permaneciésemos en Ispahán. En ciertos aspectos era muy apropiada. Sin embargo, está en una zona conflictiva, como puede apreciar, e incluso se encuentra a la sombra del edificio conocido como Mezquita Encantada.
—¡La Mezquita Encantada! —repitió Nayland Smith—. No deseo interrumpirle, pero explíqueme con más detalle a qué se refiere.
—Lo intentaré: por lo visto, hace años (las fechas no se me dan muy bien) un imán de la mezquita de ahí enfrente, emparentado con el Gran Jerife de Ispahán, se encaprichó de la esposa favorita del heredero designado, que antiguamente tenía una casa aquí cerca. Los sorprendieron juntos (según cuenta la historia) en la galería del minarete. Los detalles del destino que sufrieron a manos de los eunucos no son nada agradables, más bien son espeluznantes. El caso es que al final arrojaron a la pareja de culpables a la calle, desde la galería. A partir de aquel día nadie volvió a utilizar la mezquita y dicen que, de vez en cuando, se oyen los gritos agonizantes de las víctimas.
Nayland Smith se estiró el lóbulo de la oreja con gesto malhumorado pero no hizo ningún comentario.
—Sin duda, estas circunstancias —añadí— explican la facilidad con que sir Lionel pudo ocupar una casa tan grande en un plazo de tiempo tan breve. Cuando llegamos, estaba cerrada, y después de haber estado tanto tiempo desocupada, la atmósfera era aplastante. Le cuento esto, sir Denis, primero porque me lo ha pedido y segundo porque posee una curiosa relación con la muerte de Van Berg.
—Me lo imagino.
—Cuando nos instalamos aquí, el jefe relató la historia con todo lujo de detalles. Ya conoce el truculento sentido del humor del que suele jactarse. La narración produjo un efecto terrible en Rima. Es tan capaz como cualquier hombre de enfrentarse a contratiempos y peligros reales, pero aquella historia de fantasmas la desquició por completo. Yo la consideré como lo que es en realidad: un producto de la superstición nativa. A mí, lo que me preocupaba era el verdadero motivo de nuestra dilatada demora en Ispahán y todavía hoy sigo sin saber por qué sir Lionel se empeñó en quedarse. El caso es que mi escepticismo empezó a zozobrar.
—¿En qué sentido?
—El jueves por la noche, o sea, dos noches antes del asesinato, Van Berg me despertó. Dijo que un ruido lo había despabilado, como si un pájaro enorme hubiera aterrizado en el balcón, detrás de esa ventana.
—¿Esa? —me interrumpió Nayland Smith a la vez que la señalaba.
—Exacto. Las contraventanas estaban cerradas pero no tenían el pestillo echado. Me dijo que aquel ruido lo había despertado. Se levantó, encendió la linterna que tenía j unto a la cama y corrió hacia la ventana. En aquel momento, oyó un grave lamento que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en un gemido para extinguirse después. Cuando abrió las contraventanas y miró a la calle, no vio a nadie.
—¿Examinó las contraventanas?
—No me lo dijo.
Nayland Smith chasqueó los dedos y asintió para que continuara.
—Imagine cómo me quedé, sir Denis, cuando Rima me despertó el sábado por la noche diciendo que había oído un grito en la habitación de Van Berg, el cuarto que estaba encima del suyo. O sea, la estancia en la que ahora nos encontramos. Después, cuando salió de su habitación para despertarme, escuchó un lamento procedente del exterior de la casa, de un lugar elevado.
—¿Dónde está su habitación?
—Al fondo del pasillo, en el piso de abajo.
—Tengo que examinar ese pasillo. Continúe.
—Rima me despertó. Estaba completamente dormido. No le ocultaré, sir Denis, que la posesión de aquellas reliquias se había convertido en una pesadilla. Cuando Rima me dijo que había oído ruidos en la habitación de Van Berg, seguidos de aquel extraño grito (el mismo, supuse, que él había oído dos noches antes) temí lo peor. Y acerté.
—¿Describió Rima el grito con mayor detalle? —preguntó Nayland Smith con impaciencia.
—No. Pero yo puedo hacerlo.
—¿Qué?
—Más tarde, en el pasillo, al pasar por delante de su habitación, lo oí.
—¿Había luna?
—Sí.
—¿La puerta estaba abierta?
—De par en par.
—¿Y entraba luz en la habitación de Rima?
—Sí. Por lo que me dijo, había abierto las contraventanas por si se oían más ruidos en la habitación de Van Berg.
—¿Fue entonces cuando la muchacha oyó el lamento?
—No. Lo oyó al abrir la puerta de su habitación para dirigirse a la mía.
—¿Hay una ventana frente a la puerta de la habitación de Rima?
—Sí, casi enfrente, justo debajo de esta, en realidad.
—¡Bien! —exclamó Nayland Smith—. Continúe.
Lo observé un instante. Advertí un destello de satisfacción en sus acerados ojos grises y empecé a preguntarme si habría atisbado luz donde a nosotros nos envolvían las tinieblas.
—Acababa de llegar a la habitación de Rima —continué— cuando oí el extraño sonido por primera vez.
—¿No sería el grito de un dacoit, un ladrón que se comunicaba con su banda?
—Estoy seguro de que no.
—Ayúdeme a hacerme una idea. ¿Podría imitarlo?
—Me temo que es imposible.
—¿Se trataba de un sonido emitido por un ser humano, un animal, algún instrumento musical?
—La verdad, no me atrevería a asegurarlo. Empezó como una especie de silbido, después creció hasta convertirse en un grito y se extinguió como algo parecido a un lamento.
Nayland Smith, que no había dejado de pasear de un lado a otro durante el relato, aceleró el paso y empezó a estirarse el lóbulo de la oreja izquierda, como si estuviera furioso o absorto en sus reflexiones, no estoy seguro. Por fin, como yo guardaba silencio, me ordenó:
—Continúe.
—Para ser sincero, estaba aterrorizado. Sin alzar la voz, le dije a Rima que bajara al vestíbulo y despertara a Ali Mahmoud. Yo subí al piso de arriba, al pasillo de ahí fuera.
—¿Oyó algo?
—Sí, un rumor sordo. Me acerqué a la puerta y llamé a Van Berg. El rumor continuó pero no recibí respuesta, de modo que abrí la puerta.
—¿Entonces no estaba cerrada?
—No. Van Berg no tenía motivos para echar el cerrojo pues, por lo que sabemos, el único acceso a esta habitación desde la calle es la entrada principal, y Ali Mahmoud dormía en el vestíbulo. Vi que las contraventanas, esas de ahí detrás, estaban entreabiertas. Había dos gatos caspios en la habitación, las mascotas del jefe, que ahora están encerradas en otro cuarto. A Van Berg le gustaban mucho los animales y supongo que estaban durmiendo a los pies de su cama cuando lo despertaron.
—No hace falta que me diga dónde lo encontró —gruñó Nayland Smith—. Aún se ve la mancha en el suelo. ¿Dónde estaba el arca?
—Van Berg yacía encima —dije con voz algo trémula—, aferrado a las asas. Lo habían apuñalado por la espalda con una hoja larga y estrecha que lo había atravesado hasta alcanzarle el corazón. Sin embargo, en la habitación no había ni un alma y la calle estaba desierta. Además, la ventana está a ocho metros del suelo.
—¿Examinó el alféizar y las contraventanas?
—No.
—¿Alguien lo ha hecho?
—Que yo sepa, no.
Sir Denis permaneció de espaldas a mí unos instantes; a continuación dio media vuelta y exclamó:
—¡Continúe! Debe de haber sacado otras conclusiones. Por ejemplo, ¿había dormido en la cama?
—Sí, sin duda.
—¿Van Berg iba armado?
—No. Su pistola, una pesada arma del ejército, estaba sobre una mesa, junto a la cama. La linterna seguía bajo la almohada.
—¿Bebía mucho?
Le miré sin comprender.
—Al contrario.
Nayland Smith me lanzó una mirada incisiva.
—¡Hummm —gruñó—, asombroso! Un hombre que teme un ataque, un tipo experimentado, se despierta seguro de que hay un intruso en la habitación, ¿y qué hace? Se levanta de la cama, desarmado, en penumbras (aunque tiene a mano un revólver y una linterna) y se arroja sobre el arca. ¡De verdad, Greville! Reconstruya la escena y dígame si le parece normal el comportamiento de Van Berg, tal como lo ha descrito.
—No, sir Denis —admití—. Ahora que ha subrayado los detalles curiosos, no me lo parece, pero… ¡Dios mío!
—¡Ah! —dijo—. ¿Había olvidado algo?
—Sí, lo había olvidado. El aroma.
—¿Un aroma?
—Había un olor extraño en la habitación. Parecido al perfume de la mimosa…
—¿Mimosa?
—Casi idéntico al olor de la mimosa.
—¿Dónde era más fuerte el olor?
—Alrededor de la cama.
Chasqueó los dedos y reanudó el paseo por la habitación.
—Claro —murmuró—. Una pequeña cuestión resuelta. Pero… mimosa…
Lo contemplé en silencio, abrumado por trágicos recuerdos.
—¿Dónde está el arca ahora?
—¡En mi habitación! —rugió una voz potente—. ¡Estoy esperando a que el canalla que asesinó a Van Berg venga a buscarla!
El incansable paseo de sir Denis lo había conducido junto a la ventana. Se había quedado mirando hacia fuera, ensimismado, como si meditase el comentario de que estaba a ocho metros del suelo. Al oír la voz, se volvió como un rayo y yo hice lo mismo.
En el umbral estaba sir Lionel Barton. Vi a Rima tras él, una encantadora figura con equipo de montar y botas lustrosas.
Si Rima se sorprendió al reconocer al hombre alto, vestido con un desastrado traje gris, que ahora se volvía hacia ella, la reacción del jefe sólo puede ser descrita como la de alguien que no da crédito a lo que está viendo. Retrocedió un paso y sus ojos hundidos brillaron con intensidad. A continuación, dijo con voz ronca:
—¡Smith! ¡Nayland Smith! ¿Acaso estoy soñando?
El severo rostro de sir Denis se distendió al esbozar aquella ingenua sonrisa que le quitaba veinte años de encima.
—¡Dios mío! —gritó el jefe y, literalmente, se abalanzó sobre él—. ¡Si fuera un cristiano como Dios manda, diría que mis plegarias han sido atendidas!