—Alguien pregunta por usted, Greville Effendim.
Alcé la vista de las notas que estaba examinando pero no me volví. Miré por la ventana abierta que había frente a la mesa donde estaba trabajando y, al otro lado de la angosta calle, vi el muro de aquella siniestra mezquita abandonada bañado por el sol.
Densas sombras perfilaban la parte superior y un lado de la ventana que quedaba casi a la misma altura que la mía. Aquella mañana había explorado al fin la mezquita, había penetrado en la galería situada tras el ventanal. En realidad, no sabía qué esperaba encontrar, pero lo cierto es que no había encontrado nada.
—Dile que pase, Ali Mahmoud.
Aparté las notas y me volví, pues un sonido de pasos en el rellano me indicó que el visitante había llegado.
Me puse en pie de un salto.
Algo por lo que en silencio había rogado, algo que apenas me había atrevido a esperar estaba sucediendo en ese preciso instante. Un hombre alto y delgado, de tez bien afeitada y tan morena que parecía árabe, estaba plantado en el umbral.
—¡Sir Denis! ¡Sir Denis! —grité—. ¡Es tan maravilloso que apenas puedo creerlo!
Era sir Denis Nayland Smith, subcomisario de Scotland Yard, viejo amigo del jefe y el único hombre del mundo cuya compañía habría escogido en aquellas circunstancias. Sin embargo, su aparición no dejaba de parecerme sorprendente y misteriosa. Cuando me estrechó la mano, aquel rostro enjuto y fatigado se distendió y esbozó una entrañable sonrisa infantil.
—¿Una sorpresa? —me espetó en su singular tono entrecortado—. También ha sido una sorpresa para mí, Greville. Si hace tres días alguien hubiera apostado cien contra uno a que en estos momentos estaría en Ispahán, habría aceptado la apuesta.
—Pero… —Le miré de arriba abajo.
Vestía una gabardina de piel sobre un traje de franela muy desgastado. Como no llevaba sombrero, advertí que iba despeinado y que su cabello encrespado estaba aún más canoso que en nuestro último encuentro.
—¿Pero qué pinta Scotland Yard en esto?
—Nada en absoluto —respondió—. Dejé Scotland Yard hace seis meses, Greville. Estaba llevando a cabo una especie de misión secreta en la India meridional. Fui a Basora, pues pensaba regresar por tierra y tomar un avión más adelante. No hay tiempo que perder, ya sabe. Sin embargo, en Basora recibí cierta información que…
—¿Información? ¿Qué tipo de información? —pregunté. La cabeza me daba vueltas.
—Una información que cambió mis planes —declaró con voz grave. Clavó en mí su penetrante mirada unos instantes—. Perdone, Greville, a lo mejor le parezco un maniático pero ¿le importaría ir al otro lado de la mesa y mirar por la ventana? Me gustaría saber si hay alguien en la calle.
Demasiado sorprendido como para responderle, obedecí sus instrucciones. A la izquierda, hasta donde me alcanzaba la vista, la angosta calle estaba vacía. A la derecha, no habría podido asegurarlo. En la pendiente sumida en sombras, al abrigo de la mezquita abandonada, tal vez hubiera alguien, o algo, una vaga forma al acecho. Tras fijar la vista un momento, concluí que la figura sólo existía en mi imaginación.
—Nadie —le informé.
—¡Ah! Espero que tenga razón, aunque lo dudo.
Nayland Smith se había quitado la gabardina y estaba cargando una pipa grande y agrietada con la picadura selecta que solía fumar y que guardaba en una tabaquera tan destartalada como la pipa.
La improvisada oficina estaba más ordenada que en tiempos del pobre Van Berg. Habíamos retirado el lecho donde había dormido nuestro colega difunto y yo había intentado organizar un poco la estancia.
Me acerqué a la mesa auxiliar para servirle una copa. Los ojos de Nayland Smith parecían más brillantes que de costumbre y pensé que sus facciones estaban casi desfiguradas debido al cansancio. Se había dejado caer en un sillón. Tomó el vaso que le tendía pero lo dejó en el brazo del asiento sin probar la bebida.
—Greville —dijo—, está claro que el destino ha intervenido en este asunto. ¿Dónde está Barton?
—Ya debería haber regresado —contesté—. Se ha ido con Rima. ¿Está al corriente de lo sucedido, sir Denis? ¿Ha venido por eso?
—Sé que el doctor Van Berg ha sido asesinado —respondió en tono áspero—, pero no he venido por eso.
Encendió la pipa con aire distraído, usando tres cerillas antes de darse por satisfecho.
—He venido —prosiguió—, porque hay un peligroso movimiento en la frontera de Afganistán que avanza día a día hacia el sur. En Basora recibí órdenes muy concretas. Por eso estoy aquí, Greville. Sabe Dios que ya teníamos bastantes problemas. Por si fuera poco, ahora las tribus se sublevan por culpa de un rumor absurdo según el cual Al Mokanna, el Profeta Enmascarado, ha salido de la tumba para guiarlos. Ya no sé por dónde empezar.
Había cogido el vaso pero lo volvió a dejar y clavó en mí sus ojos grises como el acero.
—¡Sospecho que debo empezar por aquí! —gruñó—. Detrás de ese rumor supersticioso que, a estas alturas, ya se ha escampado por todo Oriente, próximo y lejano, se esconde alguna locura de Barton.
Sostuve la mirada con gran dificultad. Poco después, admití:
—Tiene razón, sir Denis. No sé qué hay detrás de todo esto ni creo que el jefe lo sepa, pero todo indica que el pobre Van Berg murió a manos de algún fanático llevado por ese rumor. Falleció en esta habitación y, hasta el momento, su asesinato sigue siendo un misterio.
—Barton está loco —afirmó Nayland Smith—. Sus investigaciones han causado tantos problemas como el entusiasmo de los más fervientes misioneros.
Se levantó y empezó a recorrer la angosta habitación con aire inquieto, una manía que delataba la intensa vitalidad reprimida que tenía aquel hombre. En eso me recordaba al jefe. Cuando estaban los dos juntos, era como si saltaran chispas.
—Sea lo más breve posible —me ordenó—. La clave del problema está aquí, aunque a estas alturas será difícil dar con ella. Tengo el informe del capitán Woodville, pero omite casi todos los detalles importantes. Déme su versión de la muerte de Van Berg. —Me miró fijamente—. La paz mundial, Greville, puede depender de la exactitud de su narración.