—Usted ha dicho, señor Jean —dijo sir Lionel—, que mi campo de estudios queda fuera de su competencia pero que compartía intereses con el doctor Van Berg. Ya tenía una cátedra en literatura oriental y, de haber vivido, su nombre habría llegado a lo más alto. Muy bien.
Guardó silencio unos instantes mientras paseaba de un lado a otro con las manos cruzadas detrás de la espalda. Los dos agentes persas se habían ido. Por la ventana abierta llegaba hasta nosotros la extraña baraúnda característica de las ciudades orientales: los gritos de los vendedores ambulantes, las imprecaciones de los carreteros e incluso los cencerros de los camellos. Además, había moscas, infinidad de moscas.
—Fue Van Berg quien dio con la pista que nos llevó a organizar la expedición, por desgracia la última para él. En las fronteras de Arabia conoció a un hombre, un afgano, para ser más exactos, llamado Amir Kan. Este le contó la historia del lugar al que los nativos llaman la Morada del Gran Mago. Se encuentra en tierra de nadie, entre Jorasán y Afganistán.
»Van Berg, con quien mantenía correspondencia desde hacía algunos años sin conocerle en persona, se enteró de que yo estaba en Irak. Persia era su especialidad y estaba familiarizado con algunas zonas del país. Sin embargo, no sabía nada sobre Jorasán y Afganistán. Se puso en contacto conmigo y me pidió que participase en la aventura. Acepté. Como ya sabes, Greville —me lanzó una rápida mirada—, enseguida nos pusimos en camino para reunirnos con Van Berg, que nos aguardaba en la frontera persa.
»Mantuve una entrevista con el tal Amir Kan. Hablo su lengua, de modo que obtuve más información de la que había conseguido Van Berg.
—¡Nunca confié en Amir Kan! —interrumpí—. La historia era cierta y cumplió lo pactado pero…
—Amir Kan era un thug, un criminal —prosiguió el jefe tranquilamente—; siempre lo supe. El problema era que el equipo de Kali no respetaba a Mohammed. Por eso me avine a confiar en él sin perder de vista la cuestión. Sus argumentos eran convincentes, de modo que decidí unirme a Van Berg y me dirigí con el grupo, que trabajaba para mí desde hacía más de un año, hacia el nordeste de Persia. En resumen, caballeros, fuimos a buscar la tumba de Al Mokanna, el Oculto, en ocasiones llamado el Profeta Velado aunque, como el capitán Woodville ha señalado, sería más apropiado denominarlo el Profeta Enmascarado.
Me sabía de memoria todos aquellos trámites. Volví la cabeza y, por la ventana abierta, contemplé un ruinoso ventanal de la mezquita, el que quedaba justo enfrente. Aquel edificio abandonado era conocido entre los nativos como la Mezquita Encantada. No podría asegurar si aquella circunstancia, junto con el misterioso sonido que había precedido a la muerte del pobre Van Berg, tuvo la culpa. El caso es que fui víctima de una extraña alucinación.
—Al Mokanna, señor Jean —estaba diciendo el jefe—, afirmó ser una encarnación de Dios, alrededor del 770 d. C., y atrajo a su nueva secta a varios cientos de seguidores. Modificó el Corán. Llegó a tener tanto poder que el califa Al Mahdi se vio obligado a enfrentarse a él con un ejército considerable. Al Mokanna era un ser horripilante. Tenía el rostro tan deformado que su visión resultaba terrorífica.
Unos brillantes ojos verdes me observaban fijamente desde la penumbra de la ventana en ruinas.
—Sin embargo, era un hombre. Él y todos sus adeptos se envenenaron cuando llegó la derrota. Desde entonces hasta el día de hoy, nadie ha sabido dónde estaba enterrado. La espada que llevaba en las ceremonias y a la que denominaba la Espada de Dios, fraguada para conquistar el mundo; el «nuevo credo», grabado en placas de oro, y la máscara dorada bajo la que ocultaba sus horribles facciones desaparecieron en el momento de su muerte y, hasta ahora, se habían dado por perdidas.
Me revolví incómodo en la silla. La alarmante aparición se había desvanecido tan de repente como había llegado. Por encima de todo, quería evitar que Rima se alarmase. Presentía noches de insomnio y sabía que la muchacha no viviría tranquila mientras la sombra de la Mezquita Encantada, con su impía reputación, se cerniese sobre nosotros.
De todos modos, la aparición no volvió a molestarme, así que me di la vuelta para mirar a Rima.
Estaba observando al jefe. Obviamente, no había visto nada.
Sir Lionel, que había narrado los inicios de la historia sin interrumpir el paseo por la habitación con aquel aire de oso enjaulado, se había detenido ahora y contemplaba el arca verde.
—Amir Kan no mintió —prosiguió—. En la actualidad el sepulcro que contenía las cenizas del profeta sólo es un túmulo polvoriento, el contenido no era más que una leyenda. Con todo, la gente evita la zona; se supone que los djinns rondan por allí y se la conoce como la Morada del Gran Mago. Acampamos en el lugar y llevamos a cabo las excavaciones en secreto. Pocos atraviesan aquel desolado paraje que limita con el desierto. Al fin encontramos lo que habíamos venido a buscar.
—¿En serio? —preguntó Stratton Jean, incrédulo.
Sir Lionel asintió con una sonrisa implacable.
—El profeta se había convertido en polvo —añadió—, pero encontramos la máscara de oro, el nuevo credo grabado en láminas de oro y la espada, una magnífica hoja cuya empuñadura estaba adornada con piedras preciosas. Había otros objetos de menor importancia.
Se interrumpió y señaló el arca verde.
—Los dos persas eran lo bastante listos para imaginar lo que había en el arca. Les dije que contenía piezas de escaso valor pero, aunque fingieron darse por satisfechos, no fue así. El arca resulta una carga muy pesada cuando viajas pero es tan segura como una caja fuerte.
Reanudó el paseo por la habitación.
—Me fui de la Morada del Gran Mago y me llevé las reliquias de Al Mokanna en ese arcón. Van Berg y yo comentamos el tema antes de partir; Greville, aquí presente, asistió a la conversación. Los rumores se estaban extendiendo a pesar de todas las precauciones y era bastante evidente que existía algún tipo de secta, con pocos adictos pero fanática, que veneraba el nombre de Al Mokanna. La deserción del guía afgano, Amir Kan, fue muy significativa, ¿verdad, Greville?
—En efecto —asentí.
Conforme el jefe iba hablando, yo revivía mentalmente aquellos días y noches transcurridos en un campamento solitario. La presencia de Rima había aumentado aún más mis inquietudes. Sabía que, en caso de necesitar ayuda, cientos de kilómetros nos separaban de cualquier lugar donde pudiéramos obtenerla. Además, advertía que, de algún modo misterioso, el Profeta Velado aún poseía cierto poder, su ascendiente ejercía aún cierta influencia aunque el Oculto hubiese muerto. Si la verdad trascendía, si se llegaba a saber que las reliquias sagradas estaban en nuestras manos, la vida de todos nosotros no valdría ni un grano de arena.
Durante aquellos angustiosos días y noches casi llegué a odiar a Van Berg, el promotor de la expedición. También desconfiaba de sir Lionel, cuyas ansias de conocimiento le habían llevado a poner a Rima en semejante peligro. Su pasión por la ciencia era tal que no se detenía ante nada. La muchacha era una fotógrafa excelente y ahí estaba la carpeta con su trabajo, sobre la mesa del pobre Van Berg; las fotografías constituirían un documento perfecto si alguna vez faltaban las auténticas reliquias.
—Improvisé una bomba —prosiguió sir Lionel— y le acoplé un temporizador. Nos alejábamos en dirección sur hacia Ispahán cuando todo lo que quedaba en el sepulcro de Al Mokanna estalló en una nube de polvo.
Mientras hablaba, un brillo exaltado asomó a sus ojos, una expresión algo más que maliciosa.
—Procuré borrar las huellas. Sin embargo, existían otros factores con los que no había contado. Casi todo el trabajo se llevó a cabo de noche pero, por lo visto, algunos viajeros distinguieron luces a lo lejos. El legendario yacimiento era más conocido de lo que creíamos. Por eso, las consecuencias de aquella explosión al anochecer, poco después de nuestra partida, seguida de un deslumbrante resplandor en el cielo, fueron totalmente imprevistas.
—Si me permite que le interrumpa, sir Lionel —dijo el capitán Woodville en tono pausado—, creo que a partir de ahí puedo proseguir la narración. Por Afganistán se extendió una consigna: «Al Mokanna ha resucitado.» Fue entonces cuando intervine en el asunto. Ha tenido usted más suerte de la que imagina. Ninguna de las tribus que, tal como usted acertadamente supone, siguen profesando el culto a Al Mokanna tenía ni idea de que usted o algún factor humano hubiera intervenido en la explosión que redujo el ruinoso santuario a un hoyo polvoriento. Cierto imán fanático se adjudicó las funciones de una especie de Pedro el Ermitaño oriental.
El capitán se interrumpió, sacó un cigarrillo de la pitillera y, en actitud pensativa, lo golpeó contra la uña del pulgar. Eché un rápido vistazo por encima del hombro. En la lúgubre ventana de la mezquita nada alteraba el lienzo de sombras.
—Afirmó que el Profeta Enmascarado había resucitado y que, con ayuda de la Espada de Dios, difundiría el nuevo credo por Oriente y barrería a los infieles a su paso. El movimiento está cobrando fuerza, sir Lionel, y no hace falta que le explique lo que una corriente de estas características significa para el gobierno indio, por no hablar de las dimensiones que podría alcanzar en Arabia, Palestina y, probablemente, Egipto si no logramos detenerlo.
Se produjo un instante de silencio, que sólo rompió el sonido de una cerilla al encenderse y el pesado e incesante deambular del jefe por la habitación.
—Un movimiento de esas características requiere un poderoso líder —dijo Rima por fin.
El capitán Woodville apagó la cerilla y se volvió hacia ella con expresión preocupada.
—Señorita Barton, tenemos motivos para creer —respondió—, que en efecto dicho líder existe. También sospecho, sir Lionel —volvió la vista hacia el jefe—, que desea apropiarse de su hallazgo. No se detendrá ante nada con tal de obtenerlo.