Prefiero no explayarme en el espantoso asesinato de aquella noche. El misterio de la muerte de Van Berg parecía irresoluble. Cuando recuerdo la tragedia, me viene a la mente una clara imagen de sir Lionel Barton ataviado con un pijama de color neutro y una vieja bata, la canosa melena despeinada, los ojos fijos brillando como señales de peligro, erguido ante el cadáver con toda su corpulencia, abatido.
Saltaba a la vista que Van Berg se había acostado. Por otra parte, el extraño aroma a mimosa se percibía en el lecho con más intensidad que en cualquier otro lugar.
Ya habíamos comprobado que en la casa no había ningún intruso. En cuanto a la posibilidad de que alguien hubiese apoyado una escalera de mano contra la ventana de la habitación y la hubiese retirado sin que nos diésemos cuenta, resultaba del todo imposible.
Sin embargo, Van Berg había sido apuñalado en el corazón por la espalda, sin duda mientras trataba de defender el arca verde. Había logrado su propósito. Por desgracia, aparte de que los postigos estaban abiertos, no teníamos ninguna pista de la identidad del asesino ni de los medios que había empleado para entrar y salir de la casa hacía solo unos instantes.
—¡No he oído nada! —recuerdo que murmuró el jefe, mirándome con semblante fatigado—. No he oído el espantoso lamento… Habría arrojado alguna luz sobre el asunto. De todas formas, Greville, murió cumpliendo con su deber, de modo que habrá ido adondequiera que vayan los justos. Su muerte pesa sobre mi conciencia.
—¿Por qué, jefe?
Me dio la espalda sin responder.
Nos ajustamos a los requisitos de las quisquillosas autoridades locales pero estas no fueron de ninguna ayuda. Poco después del mediodía, el señor Stratton Jean, de la delegación norteamericana de Teherán, llegó en avión acompañado por el capitán Woodville, un agente del Servicio de Inteligencia británico.
Cuando llegaron a la casa, adonde acudieron pocas horas después de aterrizar en las afueras de la parte antigua de la ciudad, pensé que la ruta de las caravanas se extiende a lo largo de casi cuatrocientos kilómetros y que antiguamente se requería una semana para hacer el viaje.
Fue una investigación extraña, parte de la cual giró en torno al muerto. Tuvo lugar en la habitación del pobre Van Berg, que habíamos utilizado como oficina improvisada desde que ocupamos aquella casa de Ispahán.
En una esquina, junto a la ventana, había una gran mesa repleta de todo tipo de objetos, desde piezas davídicas hasta carpetas llenas de fotografías o cráneos fosilizados. También había un esenciero de loza azul, bastante valioso, que databa del reinado de Harun-al-Raschid y varios azulejos de valor. Un precioso manuscrito ilustrado de época muy temprana, correspondiente a parte del Diván de Hafiz, seguía abierto sobre la mesa. El tesoro constituía una de las últimas adquisiciones de sir Lionel y, por lo visto, Van Berg había estado trabajando con el texto hasta pocas horas antes de su muerte.
Los avíos del doctor, sus botas de montar y otros conmovedores recuerdos de su afable presencia estaban esparcidos por el suelo pues, aparte de retirar el cuerpo, no se había tocado nada.
Aquella funesta arca verde manchada de sangre seca seguía donde la habían encontrado. El charco aún estaba en el suelo…
El señor Stratton Jean era un enjuto bostoniano de cabello cano, cutis cetrino y tan inexpresivo como un indio siux. El capitán Woodville, de unos treinta y cinco años, era el típico oficial del ejército británico, excepto por el par de miradas desconcertantes que sorprendí en momentos señalados y que delataban —al menos a mi juicio, pues por lo demás mostraba el acostumbrado talante hastiado— su perspicacia.
El señor Stratton adoptó toda la actitud de un juez de primera instancia. El jefe se puso muy nervioso durante el tiempo en que se realizó la supervisión. Recorría arriba y abajo la alargada habitación de un modo que recordaba los movimientos de un oso polar enjaulado.
Rima, sentada a mi lado, me estrujaba la mano con inquietud sin dejar de mirar alternativamente a los dos agentes persas y a su célebre tío. Sabía que amenazaba tormenta, al igual que el capitán Woodville, a quien sorprendí un par de veces disimulando una sonrisa. Por fin, en respuesta a una pregunta, sir Lionel se volvió para encararse con su interlocutor y dijo:
—Un momento, señor Jean. Ya sé que Van Berg era ciudadano americano, pero también era mi amigo y mi colega. Está usted cumpliendo con su deber y aunque le respeto por ello, no me complace en absoluto cómo está llevando el caso.
—Sólo pretendo esclarecer los hechos —dijo Stratton Jean en tono áspero.
Vi que el rostro de sir Lionel enrojecía y temí que estallara. La intervención del capitán Woodville lo impidió.
—La cuestión, Jean —dijo arrastrando las palabras—, es que sir Lionel no está acostumbrado a que lo sometan a un consejo de guerra. Se mueve en una esfera muy distinta a la de usted. Además, aparte de una destacada carrera militar, resulta que es el orientalista más importante de Europa.
Aguardé con cierta inquietud la reacción del oficial americano a la reprimenda, pues estaba claro que de eso se trataba. Una tristísima sonrisa alteró la inmovilidad de aquel rostro cetrino.
—¿Me está diciendo, Woodville —respondió—, que me expreso como un maldito funcionario?
—Quizás haya sido un poco demasiado rígido, Jean, para alguien del carácter de sir Lionel.
El señor Stratton asintió y observé una nueva expresión en sus ojos, amarilleados tras la larga estancia en Oriente. Miró al jefe.
—Si le he incomodado, sir Lionel —dijo—, le ruego que me disculpe. Esta entrevista es una de las tareas más duras que me he visto obligado a emprender en mi vida. Verá, Van Berg y yo estudiamos juntos en Harvard. Ha sido un mal trago.
Aquello era hablar claro. Al instante, el jefe tomó la mano de Jean en su gran zarpa de oso y, tirando de él, lo obligó a levantarse de la silla.
—¿Por qué diablos no me lo había dicho? —preguntó—. Sólo llevábamos dos meses trabajando juntos pero vendería mi alma con tal de atrapar al canalla que lo asesinó.
La tensión desapareció y Rima aflojó la presión con que me tomaba la mano. La investigación, iniciada con tanta formalidad, se desarrolló a partir de entonces en un clima de camaradería. Sin embargo, cuando todos los posibles testigos fueron llamados e interrogados, nos dimos cuenta de que seguíamos estando en un callejón sin salida.
Por fin el capitán Woodville abordó el tema que, tal como yo sabía, tarde o temprano alguien había de mencionar.
—Está muy claro, sir Lionel —corroboró en tono pausado—, que su amigo murió esforzándose por proteger ese arca de hierro.
Señaló la gran caja verde que llevaba las iniciales L. B. pintadas en blanco. A sir Lionel le rechinaron los dientes mientras reanudaba su paseo por la habitación.
—Lo sé —dijo. Y se volvió hacia mí—. Por eso te he dicho antes, Greville, que yo era responsable de su muerte.
—No estoy de acuerdo —lo interrumpió Stratton Jean—. Según mis informes, aunque creo que el capitán Woodville está más enterado, usted y el difunto doctor Van Berg trabajaban juntos en la búsqueda de la tumba de Al Mokanna, en ocasiones conocido como el Profeta Velado de Jorasán.
—Profeta Velado —intervino Woodville— es un nombre impropio. En realidad, Al Mokanna llevaba una máscara, ¿no es verdad, Lionel?
El jefe se volvió y miró fijamente a Woodville.
—Exacto —asintió. Intercambiaron una mirada de complicidad—. Usted está al corriente de todo. ¡No lo niegue!
El capitán Woodville esbozó una leve sonrisa y miró de soslayo a Stratton Jean.
—Estoy al corriente de casi todo —admitió—, pero sólo usted conoce los detalles. De hecho, si hoy estoy aquí es porque se preveía alguna tragedia de este tipo. Para ser sincero, ha creado usted un montón de problemas, aunque supongo que eso ya lo sabía.
Rima me estrujó la mano con un gesto furtivo. La facilidad de su insigne tío para crear problemas era de sobra conocida. Más de una vez, sus singulares investigaciones habían puesto en peligro las relaciones internacionales.