2. EL GRITO EN EL CIELO

A veces pensaba que el jefe se divertía poniéndome a prueba y esta era una de esas ocasiones. Aparte de que solía ser sarcástico, su decisión de partir en dirección este hacia Persia nada más abandonar Nínive, directamente a la frontera de Afganistán sin descanso ni permiso alguno, había desbaratado mis planes por completo.

Su sobrina, Rima, y yo íbamos a casarnos al regresar a Inglaterra, una vez finalizada la expedición a Siria, pero sir Lionel, al cambiar de idea, había frustrado el proyecto. Los ojos le sonreían con malicia cuando me comunicó que acababa de saber que se requería nuestra inmediata presencia en Jorasán.

—¿Y qué pasa con la boda, jefe? —recuerdo haberle preguntado.

—Sí, ¿qué pasa, Greville?

—Por aquella zona hay muchos curas y el noviazgo ya dura demasiado. Al fin y al cabo, Rima y yo acampamos juntos cada noche…

—Greville —me interrumpió—, cuando te cases con Rima, lo harás en mi tierra natal. La ceremonia se celebrará en Saint Margaret y yo te entregaré a la novia. Me importan un pito los convencionalismos, Greville; a estas alturas ya deberías saberlo. Saldremos hacia Jorasán mañana por la mañana. Rima es una fotógrafa excelente y quiero que nos acompañe. De todas formas, si prefiere volver a Inglaterra, que vuelva.

En aquella situación me dejó sumido mi genial aunque excéntrico jefe. Eran las dos de la madrugada cuando Rima, de quien estaba ávidamente enamorado, irrumpió en mi habitación de aquella casa estrafalaria de Ispahán. Ya a oscuras, se acercó a mi cama.

Me pregunto, como me he preguntado a menudo, si acaso estaré hecho de un material distinto al de los otros hombres; lo que está claro es que no soy lo que se dice un caballero. Con frecuencia he pensado que, si bien la pasión no me ha sido negada, he heredado de algún antepasado un desmesurado sentido práctico. Por eso, en cualquier situación y por muy intensos que sean mis sentimientos, siempre antepongo mis obligaciones a los requerimientos de una dama.

Así sucedió entonces. Incluso con el brazo en torno a la esbelta y sedosa cintura de Rima, las primeras palabras susurradas en la oscuridad bastaron para hacerme olvidar lo incitante que era y lo mucho que anhelaba poner fin a aquella extraña prórroga, derribar la barrera que mi caprichoso jefe se había empeñado en erigir.

—¡Shan! —Se inclinó hacia mi oído—. ¡Hace unos minutos he oído un grito terrible en la habitación del doctor Van Berg!

Me incorporé de inmediato sin deshacer el abrazo. Ella temblaba levemente.

—He abierto la ventana y me he quedado escuchando. Su habitación está encima de la mía. No he oído nada, pero estoy segura de que el grito procedía de allí.

—¿Era la voz de Van Berg?

—No estoy segura, querido. Ha sido una especie de chillido. Después, cuando corría hacia aquí para despertarte, he oído algo más.

Se aferró a mí con fuerza.

—¿Qué, cariño?

—¡No lo sé! —Se estremeció violentamente—. Parecía un lamento espantoso… ¡Shan! ¡Creo que venía de la mezquita!

—¿Ha sido entonces cuando me has llamado?

—No, no te he llamado hasta que no he abierto la puerta de tu habitación.

Entonces comprendí que había confundido el sueño con la realidad. Aquella voz lejana era la de Rima, que me llamaba con insistencia desde el umbral.

—¡Se trata del arca verde! —susurró en tono aún más bajo—. ¡Shan, estoy aterrada! ¡Ya sabes lo que pasó el jueves por la noche! Debe de ser el mismo sonido…

La idea ya se me había ocurrido. El jueves por la noche, un suceso inexplicable había inquietado a Van Berg. Había oído un lamento de características singulares. El jefe no le había dado importancia, pero yo conocía a nuestro colega americano y le consideraba un hombre de gran sentido común, poco propenso a sufrir alucinaciones.

El arca verde estaba en su habitación.

Solté a Rima de mi estrecho abrazo y caminé descalzo hacia la puerta.

—No te muevas de aquí, cariño —dije—; a menos que te llame.

Me deslicé hasta el pasillo. Una ventana alta y enrejada proporcionaba una luz tenue que se derramaba unos pasos ante mí. Al otro lado del callejón, casi enfrente de la casa, se erguía una mezquita abandonada. El minarete, desde el cual hacía años que ningún muecín llamaba a la oración, estaba orientado hacia el tejado de nuestra morada provisional. La luz de la luna se reflejaba en el deslucido muro amarillo de la mezquita e iluminaba débilmente el corredor.

El antiguo templo tenía una historia espantosa y yo sabía que Rima había relacionado el lamento con la leyenda de la mezquita.

Permanecí un instante inmóvil, a la escucha.

En la casa, de tres pisos, reinaba un silencio sepulcral. El dueño, a quien sir Lionel había alquilado las habitaciones, utilizaba las estancias de la planta baja para almacenar parte del mobiliario. Las ventanas de dichas dependencias tenían unas sólidas rejas y Ali Mahmoud dormía en el vestíbulo; así, nadie podía entrar sin despertarlo.

En la planta superior a la nuestra había cuatro habitaciones, dos de las cuales estaban desocupadas. Encerrados en una de ellas había un par de gatos caspios: unos preciosos animalillos de pelo suave como la seda destinados al zoológico particular del jefe, que era aficionado a la zoología. En la habitación del fondo, al sudeste, se alojaba el doctor Van Berg, quien estaba a cargo de los documentos, las fotografías y otros objetos de valor, entre ellos el arca verde.

Ningún sonido rompió el silencio.

Avancé con precaución hacia la escalera. La puerta de la habitación de Rima, abierta de par en par, quedaba a mi izquierda. La luna bañaba el bruñido suelo desnudo y distinguí que las contraventanas estaban abiertas.

Me detuve un instante, confundido. De repente recordé que las había abierto cuando aquel grito la había inquietado.

Por mi parte, mantenía las mías cerradas a cal y canto para impedir las incursiones de insectos nocturnos, ya que estábamos cerca del río y a poca distancia de un mercado de fruta. Había apagado la linterna, pues el reflejo de luz que se colaba por el ventanal bastaba para mi propósito. Justo después de pasar ante la puerta de Rima me detuve en seco, con los nervios a flor de piel.

Procedente del exterior de la casa, en algún lugar elevado, se oía un sonido difícil de calificar.

Era una especie de pitido semejante a la imitación humana de un silbato. Cambió; se convirtió en un gemido, un indescriptible lamento… Después se extinguió.

—Shan, ¿lo has oído? ¡Era ese sonido!

La voz de Rima me llegó como un tembloroso susurro.

—Lo he oído —respondí en voz baja—. Por el amor de Dios, no te muevas de ahí.

Ante mí, al final del pasillo, estaba la habitación del jefe. En la penumbra vi que la puerta, de madera de teca y adornada con volutas de hierro forjado, estaba cerrada. Sir Lionel tenía el sueño muy profundo. A la derecha se abría una estrecha escalera que conducía al vestíbulo de la planta baja, donde no se oía rumor alguno. Por lo visto, Ali Mahmoud no se había despertado.

La escalera que llevaba al piso superior quedaba a mi izquierda. Subí.

Tenía los nervios crispados y los crujidos de la madera milenaria me evocaron el sonido de unos disparos. Llegué al pasillo del piso superior, donde dos ventanas orientadas al este ofrecían un panorama de tejados bajos y planos que se extendían hasta el río. La luz de la luna era de una intensidad exultante. Tras la oscuridad del piso inferior, fue como si de repente la medianoche cediera paso al día.

De nuevo me detuve un instante y escuché con atención.

Oí un ruido semejante a una carrera furtiva al otro lado de la puerta de Van Berg. Avancé un paso y volví a detenerme. Deslicé con precaución la mano hacia el tosco picaporte y llamé con voz queda.

—¡Van Berg!

La única respuesta fue un extraño aullido, débil y quejumbroso.

Debo reconocer que estuve a punto de perder el control. Una vaga pero inconfundible amenaza se había cernido sobre nosotros desde que efectuamos aquel importante descubrimiento en Jorasán. Ahora, despierto como estaba y sin poder olvidar el sobrecogedor lamento, no las tenía todas conmigo.

Apretando los dientes, levanté el picaporte…

Me asomé a la estancia, una habitación estrecha que se extendía desde el pasillo hasta el final de la casa. Observé que los postigos de la ventana, construida en un hueco, estaban abiertos. La luna reflejada en el muro de la mezquita proporcionaba una luz tenue e insuficiente.

El ambiente estaba impregnado de un desagradable perfume dulzón, muy semejante al olor de la mimosa pero con un punto picante que se me adhirió a la garganta. Encendí la linterna.

Una forma indefinida y rayada saltó hacia mí. Retrocedí empuñando la pistola… y oí aquel sonido por segunda vez.

Es probable que nunca en mi vida haya estado más cerca del verdadero pánico. El lamento parecía proceder de algún lugar elevado situado en el exterior. La vibración resonó por todo mi sistema nervioso. Era el sonido más escalofriante que había oído en mi vida.

La repentina constatación de un hecho me mantuvo a salvo: ¡los gatos caspios estaban en el cuarto! Recordé, con un suspiro de alivio, que el doctor sentía gran cariño por ellos. Los mansos animalillos se acurrucaron a mis pies y alzaron la vista con expresión suplicante.

Se oyó un ligero revuelo en alguna parte de la casa. El aroma a mimosa era embriagador. Seguramente Rima había bajado y había despertado a Ali Mahmoud.

Aquellas ideas y muchas otras, demasiado numerosas para recordarlas todas, se arremolinaron en mi mente mientras, paralizado por el horror, contemplaba al doctor Van Berg tendido bajo la luz de mi linterna.

Su cuerpo obeso estaba desmadejado en una postura tan extraña que, entre la ira, el pesar, el miedo y otras emociones indescriptibles, tardé unos instantes en comprender lo que había sucedido. Llevaba puesto uno de aquellos extravagantes pijamas de seda. Un mechón de su melena rubia le caía por encima de la frente hasta rozar el suelo.

Yacía boca abajo, atravesado sobre el arca verde.

El cadáver descansaba en una posición tal que casi ocultaba el arca de mi vista. Sin embargo, advertí de inmediato que los musculosos brazos estaban extendidos y que los dedos, incluso en la muerte, seguían aferrados a las asas.

Aquel largo instante de horrorizada inmovilidad llegó a su fin.

Retrocedí de golpe y me dejé caer sobre una rodilla. Intenté hablar pero sólo pude articular un murmullo ronco. En la tapa del cofre había sangre y empezaba a formarse un charco en el suelo. Coloqué la mano bajo la barbilla de Van Berg y le levanté la cara. De inmediato me incorporé, consternado.

Lo que acababa de ver borró todo pensamiento de mi mente excepto uno. Me temblaron los dedos en el revólver. Sólo quería quitarle la vida al cobarde que había asesinado a Van Berg; al gran, al amable, al audaz Van Berg; pues me hallaba ante un asesinato… ¡Un asesinato a sangre fría!

El zumbido que inundaba mis oídos se desvaneció y me calmé al instante, pero un único deseo bullía en mi interior: el de hacer justicia. Oí pasos, voces amortiguadas. No les presté atención.

Estaba mirando la estancia. Contemplando la ventana, traté de evocar los detalles relatados por Van Berg acerca de lo sucedido el jueves por la noche. En la habitación no había escondrijo posible y la ventana estaba a más de ocho metros de la calle. Empezaba a intrigarme lo misterioso de aquel asunto.

—Greville Effendim —oí.

Miré por encima del hombro. Ali Mahmoud estaba en el umbral de la puerta y vi el pálido rostro de Rima tras él.

—¡No entres, Rima! —dije de inmediato—. Por el amor de Dios, no entres. Baja y despierta al jefe.