1. UNA NOCHE EN ISPAHAN

—¡Shan! ¡Shan!

Una voz lejana me llamaba con insistencia. Llevaba un rato durmiendo pero no había dejado de soñar; un mal que no suelo padecer. La voz se coló en mis sueños misteriosamente…

Había soñado que dormía en la tienda, plantada en aquella desolada zona fronteriza de Jorasán, a menos de cien metros del valle conocido como la Morada del Gran Mago. De todas las expediciones organizadas por sir Lionel en las que había participado, ninguna me había turbado tanto como aquella.

Persia era un territorio nuevo para mí. Además, había descubierto que la tendencia a exagerar del jefe, su histrionismo innato (rasgo que le había perjudicado infinitamente ante las sociedades científicas) constituía, de forma más o menos velada, el verdadero motivo de nuestro viaje.

Tal vez cuando algunos nombres hoy en día famosos caigan en el olvido, el de sir Lionel Barton brille con mayor esplendor y se le valorará en su justa medida como el principal orientalista de su siglo. Sin embargo, debo hacer constar que, a pesar de ser cordial, amable y generoso, resultaba casi imposible trabajar con él.

Cuando realizó aquel descubrimiento arqueológico y, en consecuencia, comprendí cuál era el propósito del viaje y qué habíamos ido a buscar, el desánimo se apoderó de mí hasta tal punto que aún no me había recuperado del todo en el instante de aquel extraño despertar.

Desenterrar las reliquias de un santo musulmán no tiene ninguna gracia, aunque al final resulte ser un hereje. Jamás en la vida me había alegrado tanto como cuando sir Lionel decidió partir a toda prisa en dirección sudoeste, hacia Ispahán…

—¡Shan! ¡Shan!

De nuevo aquella voz… Sin embargo, no conseguía escapar del sueño. Pensé que sólo dos toldos me separaban del arca verde, el cofre de hierro que contenía los extraordinarios frutos de nuestro descubrimiento.

El grupo de sir Lionel era reducido y, aun así, los musulmanes no me inspiraban demasiada confianza. Una cosa es excavar las tumbas de los faraones y otra totalmente distinta, al menos a juicio de los musulmanes, profanar el sepulcro de un auténtico creyente, aunque el creyente no sea del todo auténtico.

A Ali Mahmoud, el guía, le habría confiado mi vida incluso en La Meca. En cambio, no puedo decir lo mismo de los seis egipcios que nos acompañaban a Rima, el doctor Van Berg, sir Lionel y a mí mismo en la expedición. En general se habían comportado con lealtad aceptable, pero habían despertado serias dudas en mí casi desde que entramos en territorio persa.

En cuanto al afgano, Amir Kan…

—¡Shan!

Logré escabullirme de la vorágine de los sueños y abrí los ojos a la completa oscuridad. Automáticamente, tendí la mano derecha hacia la linterna; el movimiento me hizo tomar consciencia de dónde me hallaba en realidad.

¿En Jorasán? No. No estaba en Jorasán, ni tampoco acampado. Hacía más de una semana que no dormía a la intemperie. Me hallaba en una casa de Ispahán y alguien me estaba llamando.

Busqué la linterna, la encendí y miré alrededor.

La habitación en la que me hallaba apenas estaba amueblada. La puerta, al igual que las vigas del techo, era de teca, sin pintar. En el suelo no había más que una alfombra de buena calidad. Distinguí una gran mesa con papeles, fotografías, libros y otros chismes esparcidos. Desde mi posición, tendido en la cama, poco más distinguía.

El sueño pasó a un segundo plano. La dudosa lealtad de los egipcios musulmanes carecía de importancia pues, a estas alturas, con la paga en sus manos hacía ya una semana, debían de haber regresado a Egipto.

Sin embargo… ¡el arca verde! Estaba en la habitación de Van Berg, en el piso de arriba. En aquel momento, advertí que la puerta, situada frente a mi cama, se abría.

Bajé la mano izquierda para alcanzar el revólver Colt que había dejado allí, colgado de un clavo. Sir Lionel me había enseñado aquel truco. Colocar una pistola junto a la cama, a la vista de cualquiera, equivale a facilitar un arma al enemigo; esconderla bajo la almohada es una tontería. Cuando no las tenía todas consigo, el jefe utilizaba siempre un clavo o un gancho, lo que tuviese más a mano, entre la cama y la pared.

Dirigí el foco de la linterna hacia la puerta y aguardé.

En aquel instante, la puerta se abrió de par en par. El rayo de luz iluminó los desmelenados rizos color caoba y los sorprendidos ojos grises, abiertos como platos, de una esbelta figura vestida de seda.

—¡Apaga la luz, Shan, rápido!

Rima estaba en el umbral.

Justo antes de apagar la linterna, eché una ojeada al reloj. Eran las dos de la madrugada.