Estaba claro que ninguno de nosotros iba a probar bocado aquella noche. Karamaneh no había pronunciado palabra. Tomándome las manos, me había mirado a los ojos —los suyos vidriosos de lágrimas no derramadas— y después se había retirado a su camarote. Sentado en la litera, con la mirada perdida, contemplaba, sin ver, un barco distinto, un mar y un cielo distinto, un mundo distinto. El pobre obispo, que ocupaba el camarote contiguo, había echado un vistazo al mío en varias ocasiones, cada vez que pasaba renqueando. Sus lentes estaban inconfundiblemente húmedas, pero ni siquiera él había osado pronunciar palabra; sin duda comprendía que mi pesar era demasiado hondo para tal consuelo.
Cuando al fin logré pensar con coherencia, me vi cara a cara ante un gran problema. ¿Debía comunicar los hechos, hasta donde tenía constancia de ellos, al capitán o era mejor que intentase capturar al sirviente del doctor Fu-Manchú yo solo, por el sistema que había sugerido mi difunto amigo? No creí ni por un instante que la muerte de Smith fuese un accidente; era imposible no relacionarla con el atentado perpetrado contra Karamaneh. Zarandeado por la duda y el desconsuelo, decidí pedir consejo al doctor Stacey. Me levanté y salí a la cubierta.
Los pasajeros con los que me crucé cuando me dirigía hacia su camarote me observaron con respetuoso silencio. Por el contrario, la actitud de Stacey me sorprendió e incluso me enojó.
—Apostaría todo lo que tengo, que no es mucho —dijo—, a que lo sucedido no ha sido cosa de nuestro enemigo oculto.
Se negó en redondo a explicarme de dónde había sacado semejante idea y me recomendó encarecidamente que me mantuviese alerta y aguardase, pero que no le dijese nada al capitán.
Aún hoy, miro hacia atrás y me vuelve a invadir el recuerdo del profundo desaliento que se apoderó de mí. No podía enfrentarme a los otros pasajeros; incluso evité a Karamaneh y a Aziz. Me encerré en el camarote y miré el vacío mientras la oscuridad aumentaba por momentos. El camarero llamó una vez para preguntar si necesitaba algo, pero le dije de mala manera que se fuera. Así pasé las últimas horas de la tarde y gran parte de la noche.
La gente que paseaba ante mi puerta comentaba, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, el trágico final de mi pobre amigo. Conforme transcurrió la noche, la cubierta se fue vaciando y me envolvió un silencio que, en mi desaliento, prefería a la presencia de cualquier amigo, excepto del único que jamás volvería a ver.
Como no había estado pendiente de las campanadas, aún hoy en día no podía precisar la hora exacta en que aconteció el siguiente suceso que me veo obligado a relatar. Quizás estaba a punto de quedarme dormido, allí sentado; en cualquier caso, me costaba creer que estuviese del todo despierto pues, sin haber escuchado ningún ruido que anunciase su llegada, me pareció ver a alguien agazapado en el exterior de mi habitación, encaramado a la portilla —que no me había molestado en cerrar— y asomado al interior.
Debía de ser un hombre bastante alto para alcanzar el ventanuco, y, aunque no podía distinguir sus rasgos en la oscuridad, el contorno, claramente visible, recortado contra el bote blanco, no me resultaba nada familiar. Me pareció que tenía la cabeza pequeña y que la llevaba vendada de un modo extraño. En cuanto al cuello, muy delgado, y a los hombros estrechos, pude distinguir que se correspondía con los de un hombre mucho más consumido de lo normal; en suma, ¡la silueta borrosa que se asomaba por la portilla tenía un curioso parecido con la de una momia!
Me quedé unos instantes mirando la aparición; después, obligándome a salir de la apatía en la que me había sumido, me puse en pie de un salto y corrí hacia el otro lado del camarote. En cuanto lo hice, la figura desapareció y cuando abrí la puerta y escudriñé la cubierta… ¡estaba vacía de punta a punta!
Comprendí de inmediato que, caso de decidirme a hacerlo, habría sido inútil preguntar al oficial que estaba en el puente si había visto lo mismo que yo: mi camarote, al igual que la cabina contigua —la del obispo— no se veía desde el puente.
Permanecí unos instantes en el umbral intentando averiguar, con una indolencia que ahora no consigo explicarme, si el enemigo oculto me había hecho una visita o si había sido mi imaginación trastornada, que me había jugado una mala pasada. Más tarde me enteraría de la verdad, pero cuando por fin me entregué a un sueño inquieto, aquella misma noche, aún no había resuelto el dilema.
Cuando desperté a la mañana siguiente, me hallaba en un estado mental indescriptible; me costaba creer que no me encontraría a Smith de camino al baño como de costumbre, con aquella pipa agrietada humeando entre los dientes. Me sentí tentado a pasar por su camarote para convencerme de que de veras no estaba allí. La tragedia aún me parecía irreal y la realidad era como un sueño. La verdad es que apenas guardo recuerdos del transcurso de aquella jornada, tampoco de las jornadas siguientes… hasta que llegamos a Port Said.
Sólo dos cosas vapulearon mi conciencia embotada en todos esos días. La primera, la actitud distante del doctor Stacey, que parecía evitarme a cada paso. La segunda, el curioso incidente que el segundo oficial de a bordo me mencionó una noche, mientras paseábamos juntos por la cubierta principal.
—O bien me dormí en mi puesto, doctor Petrie, o ayer por la noche, en mitad de la guardia, alguien o algo se acercó por un costado del barco, justo a popa del puente, recorrió la cubierta y desapareció —dijo.
Le miré extrañado.
—¿Quiere decir que algo salió del mar? —pregunté.
—Nada pudo haber salido del mar —contestó esbozando una sonrisa—, así que debía de venir de la cubierta inferior.
—¿Era un hombre?
—Parecía un hombre, y bastante alto, pero apareció y desapareció en un abrir y cerrar de ojos, y no volví a verle en toda la guardia. A decir verdad, no informé del incidente porque pensé que se trataba de una alucinación producto del cansancio; por la noche, las horas se hacen muy largas y la navegación en esta parte del trayecto es un juego de niños. No es difícil quedarse dormido.
Estaba a punto de contarle lo que yo había visto dos noches atrás pero, sin saber por qué, me contuve. Sin duda, de haberle narrado el suceso, habría dejado de considerar la aparición un sueño, pues era imposible que ambos hubiésemos soñado lo mismo. Alguien con malas intenciones rondaba por el barco, estaba claro. Sin embargo, yo seguía sin reaccionar, sumido en un letargo apesadumbrado.
Estaba previsto que llegáramos a Port Said alrededor de las ocho de aquella noche pero supe que, por culpa del trágico retraso, probablemente no arribaríamos antes de la medianoche y los pasajeros no bajarían a tierra hasta la mañana siguiente. Karamaneh, que había pasado el día mirando el horizonte tratando de avistar su tierra natal, estaba decidida a quedarse levantada hasta el momento de la llegada, pero después de la cena colocaron una nota donde se informaba de que no arribaríamos a puerto antes de las dos de la madrugada. Hasta los pasajeros más entusiastas decidieron posponer unas horas el primer avistaje a la tierra de los faraones e incluso renunciar al panorama —uno de los más extraños e interesantes del mundo— de Port Said de noche.
Por mi parte, confieso que toda ansia por llegar a nuestro destino me había abandonado y a menudo advertía lágrimas en los ojos de Karamaneh. Supe así que también para ella se hacía patente la frialdad de mi corazón. Había sufrido el golpe más amargo de mi vida y ni siquiera una acompañante tan deliciosa llegaba a recompensarme por la pérdida de mi mejor amigo.
Las luces de la costa egipcia se veían a lo lejos cuando el último grupo de rezagados se retiró de la cubierta. Hacía rato que había convencido a Karamaneh de que se acostase y ahora, con el corazón destrozado, me dirigí a mi camarote, me desnudé como un autómata y me metí en la cama.
Tal vez pueda parecer extraño que hubiese abandonado cualquier precaución desde la noche de la tragedia. Ni siquiera sentía deseos de vengarme del enemigo oculto; por alguna razón incomprensible, había dado por sentado que no se producirían más atentados contra Karamaneh, contra Aziz o contra mí mismo. No me preocupé de confirmar las suposiciones de Smith respecto al cierre de las portillas; pero ahora sé que, a pesar de haber permanecido cerradas desde que dejamos atrás el estrecho de Messina, la noche en que la costa egipcia apareció en el horizonte ya no se cumplía esta medida. No sé si es normal, pero puedo asegurar que en aquel barco, aquella noche en particular, se produjo un acontecimiento del cual puedo dar testimonio.
Hacía un calor sofocante y, mientras caía en la cuenta con agrado de que mi escotilla estaba abierta de par en par, supuse que las de las cubiertas inferiores también lo estarían. Una leve sensación de peligro me cosquilleó en el estómago; me incorporé, y estaba a punto de bajar de la litera cuando sucedió algo que me hizo cambiar de idea.
Hacía rato que todos los pasajeros se habían retirado y en el barco reinaba el silencio característico de medianoche; aún no estábamos lo bastante cerca del puerto como para que se hubiesen iniciado actividades fuera de lo normal.
En la portilla abierta, perfilada con absoluta nitidez, se destacó de repente la misma silueta grotesca que ya se me había aparecido en otra ocasión.
No sé qué me impulsó a ello, pero me quedé inmóvil y fingí una respiración pesada; estaba seguro de que, en una noche tan clara, el observador nocturno podía verme, al menos en parte. Aquel ser escuálido parecido a una momia pasó diez, veinte, treinta segundos observándome en completo silencio. Yo, con los ojos entornados, le observaba a mi vez, sin dejar de respirar con pesadas exhalaciones. Después, con la destreza de un felino, se alejó por la cubierta. Pude hacerme una idea de su altura porque la pequeña cabeza vendada seguía siendo visible desde mi posición en el momento en que pasó junto al extremo del bote blanco que pendía justo enfrente de mi camarote.
Al cabo de un momento me levanté en silencio, me dirigí a la portilla y me asomé. Por fin pude tener una visión completa del siniestro hombre-momia. Agazapado bajo la proa del bote, estaba sujetando a las barandillas blancas un artilugio que yo ya había visto en alguna ocasión. Era una escalerilla de cuerda de seda con travesaños de bambú y dos ganchos de metal que servían para sujetarla a cualquier objeto apropiado.
El hombre, como Karamaneh había dicho, era mucho más delgado de lo normal. Llevaba una especie de prenda de lino enrollada al cuerpo y la cabeza vendada al modo de un turbante, tan tapada que sólo se le veían los ojos relucientes. Los miembros y el cuerpo desnudo eran de un color pardusco. Al verle me asaltó una súbita náusea.
Tenía la pistola en el camarote, dentro del baúl, y me habría sido imposible buscarla a oscuras sin armar mucho escándalo. Sin saber muy bien qué hacer, me quedé mirando al hombre de la cabeza vendada mientras él lanzaba la escalerilla por el costado del buque, se deslizaba hacia la popa y, con la agilidad de un mono, impulsaba su escuálido cuerpo al otro lado de la barandilla. Tras lanzar una rápida ojeada a babor y a estribor, empezó a descender por la escalerilla. En aquel instante, supe lo que se proponía.
Con un grito ahogado, que escapó sin yo quererlo de mis labios, abrí la puerta de golpe y me abalancé hacia la cubierta. No tenía ningún plan y dado que no llevaba ningún instrumento para poder cortar la escalerilla, no podía hacer nada por evitar que el asesino llevase a cabo su propósito; a no ser que alguien me echase una mano…
En el momento en que me vio el hombre-momia —ahora tenía la cabeza al nivel de la cubierta—, se detuvo en seco. Al mismo tiempo, sonó un disparo procedente del otro lado del bote.
Emitiendo una especie de alarido, cayó, pero enseguida unos dedos amarillentos se agarraron con fuerza a la barandilla y, al parecer a costa de un gran esfuerzo, se desplazó por la misma en dirección a popa, de lado, con increíble rapidez y agilidad, y trepó a la cubierta unos cinco metros más allá.
Un segundo disparo resonó seco, y oí una voz (Dios, ¿me había vuelto loco?) que decía:
—¡Cójalo, Petrie!
Me quedé paralizado a causa del miedo y del asombro, al tiempo que una figura, ataviada sólo con camiseta y pantalones, saltaba del bote. El recién llegado se abalanzó en pos de la momia, que había desaparecido tras la esquina de la sala de fumadores, y me gritó por encima del hombro:
—¡El camarote del obispo! ¡Vigile que no entre nadie!
Me llevé las manos a la cabeza, que parecía a punto de estallar. Comprendí, pues lo estaba experimentando, lo que uno siente cuando cree que se está volviendo loco.
¡El hombre que perseguía a la momia era Nayland Smith!
Estábamos en el camarote del obispo. Nayland Smith, con el rostro adusto empapado en sudor, manoseaba los extraños objetos que había escampados por el lugar, entre la ropa usada del clérigo ausente.
—¡Almohadillas hinchables! —gruñó—. ¡El tipo era un colchón inflable ambulante! —Palpó con tiento dos curiosos apliques de goma—. Para ensanchar las mejillas —murmuró al tiempo que las tiraba al suelo con repugnancia—. Las manos y las muñecas lo delataban, Petrie. Llevaba los puños más largos de lo normal pero no podía ocultar del todo las muñecas huesudas. Era casi imposible vigilarle sin que me viese, de ahí el ardid de arrojar un maniquí por la borda. Calculé que flotaría menos de diez minutos. En realidad, estuvo flotando casi quince y pasé unos instantes terribles.
—¡Smith! —exclamé—, ¿cómo ha sido capaz de hacerme…?
Me palmeó los hombros.
—Mi querido amigo… no había otro modo, créame. Desde el bote veía el camarote del obispo pero, una vez dentro, no me atreví a salir… excepto en plena noche, a hurtadillas. El segundo de a bordo me vio en una ocasión y pensé que se había acabado el juego, pero no informó de ello.
—Pero podía haber confiado…
—¡Imposible! Reconozco que casi cedo a la tentación la primera noche. ¡Desde el bote, aparte del camarote del obispo, veía el suyo! —Me dio una alegre palmada en la espalda, pero vi que sus ojos estaban húmedos—. ¡Querido Petrie! ¡Demos gracias a Dios por nuestros amigos! Pero tendrá que admitir, muchacho, que es usted un actor espantoso. ¡Su representación del dolor por un estimado camarada no habría convencido a nadie a bordo!
»Por eso escogí a Stacey, cuya actitud insensible salta menos a la vista. ¡Caray, Petrie! ¡Casi cazo al tipo la primera noche! El complicado plan, el radiotelegrama para mantenerlo alejado y todo eso había fracasado. El hombre sabía que el truco de la escotilla no serviría una vez que estuviésemos en alta mar. Aprovechó la oportunidad. Se deshizo del disfraz de clérigo y se asomó a su camarote, ¿lo recuerda? Pero usted estaba despierto. Él decidió dar media vuelta, y yo no hice ningún movimiento porque quería pillarlo con las manos en la masa.
—¿Tiene idea de…?
—¿Quién es? ¡La misma idea que de dónde está ahora! ¡Ninguna! Es posible que sea alguna criatura de Fu Manchú escogida para este propósito. Salta a la vista que es un hombre culto y probablemente tenga antepasados thugs. El disparo le ha dado en el hombro, pero aun así corría como una liebre. Hemos registrado el barco sin resultado. Debe de haber saltado por la borda y se habrá arriesgado a alcanzar la orilla a nado.
Salimos a la cubierta. Un paisaje espectacular nos rodeaba: Port Said de noche. El barco apenas se desplazaba ahora por las aguas espejadas. Smith me cogió del brazo y echamos a andar. Sobre nosotros, resplandecía la increíble paz del firmamento egipcio. A nuestro alrededor resonaba el alboroto característico e inimitable de la casa de compensación de Próximo Oriente.
—Daría lo que fuera por conocer la verdadera identidad del obispo de Damasco —musitó Smith.
Se detuvo en seco, chascó la lengua y me agarró el brazo con gesto nervioso. Apenas pronunciadas esas palabras se había oído el chirriar estrepitoso del ancla al ser arriada, pero entremezclado con aquel crujido metálico, sonó un lamento inarticulado tan espantoso que me encogió el corazón.
El ancla se hundió en las aguas del puerto; el horrible lamento cesó. Smith se volvió hacia mí. Tenía una expresión desolada bajo la luz de la farola que nos iluminaba.
—Nunca lo sabremos —susurró—. Dios le perdone, ahora ya no es más que un guiñapo sangriento. ¡Petrie, el muy necio se había escondido en el hueco donde se recoge la cadena!
Una mano diminuta se deslizó en la mía. Me volví al instante. Karamaneh estaba a mi lado. Le rodeé los hombros con el brazo y la acerqué a mí. Me avergüenza tener que contar que, en aquel momento, todo lo demás se desvaneció de mi mente.
Por un instante, sin darle ninguna importancia al terrible escándalo que acababa de desatarse, Nayland Smith nos contempló. Después se volvió, esbozó una de sus sonrisas poco habituales, y echó a andar hacia la popa.
—¡Tal vez tenga razón, Petrie! —dijo.