32. LA TRAGEDIA

Nayland Smith, en pijama, se apoyó de espaldas contra la cómoda. El pequeño camarote estaba lleno de humo. Mi amigo tenía la chamuscada pipa de brezo entre los dientes y observaba las nubes grisáceas que se elevaban desde la cazoleta con aire distraído. Y o sabía que estaba dándole vueltas a la cabeza, y al ver que no parecía sorprendido cuando le contamos los pormenores del ataque del cual había sido objeto Karamaneh, deduje que había estado esperando que ocurriera algo parecido. De repente se incorporó y clavó la mirada en mí.

—Su tacto ha salvado la situación, Petrie —afirmó—. Sin embargo, le ha fallado la intuición cuando, hace un momento, me ha sugerido que convocásemos a los marinos indios para investigarlos. La mejor estrategia es fingir que no sabemos nada… que creemos que Karamaneh ha tenido una pesadilla.

—Pero Smith… —empecé a decir.

—Sería inútil, Petrie —me interrumpió—. Y no crea que descarto sin más la posibilidad de que alguna criatura del doctor se encuentre entre los marinos. Le aseguro que ninguno de ellos responde a la descripción del atacante nocturno. Por la descripción de la muchacha, tenemos que buscar (y desecho la idea de que se trate de una momia resucitada) a un hombre a bordo que mida más de lo normal; y por las pruebas, considerando que ha entrado por la portilla, deberíamos tener en cuenta que fuera un hombre muy delgado. En una palabra, el sirviente de Fu-Manchú que ha atentado contra la vida de Karamaneh, o bien está escondido en el barco, o bien, si se deja ver, va disfrazado.

Con su lucidez habitual, Nayland Smith había expuesto los puntos principales del caso; sometí a examen mental a todos los pasajeros del barco, así como a aquellos miembros de la tripulación con cuya apariencia estaba familiarizado. Debía admitir que las conclusiones de mi amigo eran acertadas. Smith empezó a pasear por el angosto espacio alfombrado que iba de la cómoda a la puerta. De repente prosiguió:

—Por lo que sabemos de Fu-Manchú y del grupo que lo respalda (y, no lo olvidemos, que lo ha sobrevivido), podemos deducir que el mensaje telegrafiado no ha sido un truco gratuito sino que lo han enviado con un fin determinado. Intentemos unir las piezas del rompecabezas. Usted ocupaba un camarote de la cubierta superior, al igual que yo. Nuestra experiencia con el chino nos ha llevado a ambos a contraer un hábito: el de dormir con las ventanas cerradas. Su portilla estaba cerrada y también la mía. Karamaneh se aloja en la cubierta principal y el camarote de su hermano da a la misma galería. Como el barco está cruzando el estrecho de Messina y el ventanuco está bien orientado, las camareras, hasta el momento, no han cerrado las portillas por la noche. Sabemos que la de la cabina de Karamaneh estaba abierta. En caso de ataque a nuestros aposentos, Karamaneh sería la víctima propicia pues, excluidos usted y yo, considerarían que ella es la más abominable a juicio del doctor Fu-Manchú.

Asentí al comprender que tenía razón. La capacidad de Smith para iluminar con la luz de la razón los puntos oscuros a menudo me maravillaba.

—Habrá advertido —prosiguió—, que la habitación de Karamaneh está justo debajo de la suya. En caso de jaleo, usted llegaría al lugar de los hechos antes que yo, por ejemplo, porque yo duermo en la otra punta del barco. Creo que esta circunstancia explica el mensaje radiotelegrafiado; gracias a una transmisión imprecisa (una idea muy típica de la banda), consiguieron que usted se levantase y se dirigiese a la cabina del operador. En suma, el asesino potencial se aseguraba así la posibilidad de poder escabullirse antes de que usted llegara al camarote de Karamaneh.

Contemplé a mi amigo con creciente sorpresa. Los sucesos extraordinarios del día, aparentemente aislados, ocupaban un lugar muy preciso en el desarrollo de una trama que sólo un genio criminal podía haber ideado. Mientras observaba el perspicaz y bronceado rostro de mi amigo, reparé de repente en el alcance que tenía la increíble capacidad mental de Fu-Manchú a juicio de Nayland Smith. Aquel chino taimado, en cierta medida, había frustrado al hombre brillante que tenía ante mí, y, aunque fuera sólo por eso, le consideraba un maestro en el arte del mal.

—Considero el incidente una especie de atentado póstumo —prosiguió Smith—. Un legado de odio que tal vez resulte ser la acción más nefasta de las que ha llevado a cabo en vida el doctor Fu-Manchú. Algún miembro diabólico de su banda de asesinos está a bordo del barco. Como siempre, debemos responder a la astucia con astucia. No recurriremos al capitán, no interrogaremos en público a los pasajeros ni a la tripulación. El primer intento ha fracasado; no tengo ninguna duda de que habrá más. De momento, usted representará el papel del médico que atiende a Karamaneh y hará correr el rumor de que la muchacha está pasando malas noches por culpa de una pequeña recaída en sus trastornos nerviosos. Puedo confiar en que usted se ocupará del asunto, ¿verdad?

Asentí al instante.

—No me he preocupado de hacer averiguaciones —añadió Smith—, pero es probable que el reglamento respecto a las portillas cerradas entre en vigor en cuanto pasemos el estrecho, o, en cualquier caso, en cuanto sea posible encontrar mal tiempo.

—Quiere decir que…

—Quiero decir que debemos seguir como si nada y no cambiar de hábitos. Una segunda tentativa de características similares se llevará a cabo esta noche. Después, tendremos que protegernos de un nuevo peligro.

—Ruego a Dios que podamos evitarlo —dije de todo corazón.

Mientras entraba en el salón para tomar el desayuno, la señora Prior, chismosa oficial del barco, me sometió a un detallado interrogatorio. Dormía en la habitación contigua a la de Karamaneh y los gritos nocturnos la habían despertado. Sin apartarme un ápice de mi papel, expliqué que mi paciente estaba en peligro de sufrir una segunda crisis nerviosa y que padecía vividas e inquietantes pesadillas. Me encontré con un par más de curiosos y, tras despacharlos del mismo modo, me deslicé hacia la mesa de la esquina que habíamos reservado.

El férreo código de conducta que impera entre los anglo-indios había amenazado marginar a Karamaneh y Aziz por culpa de la sangre oriental que su extraordinaria pero peculiar belleza delataba. La actitud de Smith, sin embargo —y, por tratarse de un comisionado en Birmania, su palabra era ley—, había sido la más indicada para derribar las barreras. De modo que Karamaneh y su apuesto hermano no se sentían rechazados sino todo lo contrario; su compañía era codiciada por todos. El obispo de Damasco, un simpático anciano cuya genealogía no era del todo ajena a la sangre oriental y que ocupaba una mesa detrás de la nuestra, había sido el último en interrogarme acerca de mi interesante paciente aquella mañana. Cuando me senté ante las gachas, se giró sobre la silla unos ciento ochenta grados y se inclinó hacia mi oído.

—La señora Prior me ha dicho que su encantadora amiga ha pasado una mala noche —susurró—. Se la ve algo pálida esta mañana; espero de corazón que no sufra secuelas.

Me volví con un gesto brusco pero exhibiendo una amplia sonrisa. Por culpa de aquel gesto impetuoso, nuestros cuerpos chocaron y el pobre sacerdote, que había sido enviado a Inglaterra tras unas fiebres tifoideas para que recibiese tratamiento especial, ahogó una exclamación de dolor, aunque sus exquisitos ojos negros brillaron amablemente en mi dirección a través de los quevedos con montura de oro.

A decir verdad, a pesar de la sangre oriental que corría por sus venas, podría haber posado para un retrato de Sadler. Sus delicados rasgos parecían fuera de lugar en aquel cuerpo rollizo.

—¿Podrá perdonar mi torpeza? —empecé a disculparme.

Pero el obispo levantó la mano para detenerme, una mano pequeña, de dedos esbeltos y tono marfileño.

El organismo del anciano estaba sobrecargado de bacilos tifoideos y, como sucede a veces, los «bichos» excedentes buscaban una salida. Sólo podía caminar con ayuda de dos recios bastones y, al hacerlo, se encorvaba mucho. Le habían raspado la pierna izquierda en una operación, hasta el hueso, y advertí la terrible tortura que mi torpeza había supuesto para él. No obstante, en lugar de aceptar mis disculpas insistió en interrogarme acerca de Karamaneh, manteniendo aquel tono amable que, merecidamente, le había granjeado las simpatías de todos a bordo.

—Muchas gracias por su interés —dije—; le he prometido que esta noche dormirá de un tirón, y dado que mi reputación profesional está en juego me encargaré de que así sea.

En suma, la compañía era agradable y el día transcurrió apaciblemente y sin incidentes dignos de mención. Smith pasó bastante rato con el oficial jefe, acompañándolo a zonas del barco poco frecuentadas. Más tarde me enteraría de que había inspeccionado los camarotes de los marinos indios, el castillo de proa, la sala de máquinas y que incluso había bajado a la sala de las calderas, pero lo hizo de un modo tan discreto que nadie comentó nada al respecto.

A la caída de la tarde, en lugar de sentir esa especie de regocijo que suele preceder a la hora de la cena en alta mar, me acometió uno de aquellos ataques de inquietud, aparentemente infundados, que a menudo en el pasado habían presagiado sucesos trágicos y que, por experiencia, asociaba con los agentes letales de Fu-Manchú. Considerando los hechos, tal como los conocería más tarde, no me lo explico.

Sin embargo, del modo más inesperado, mis presentimientos se hicieron realidad. Aquella noche estaba destinado a padecer un dolor que iba a superar cualquiera de los experimentados durante mi vida turbulenta. Aún ahora se me hace doloroso relatar lo que aconteció, hablar de la sensación de pérdida irrevocable que se apoderó de mí. En pocas palabras: unos diez minutos antes de la cena, cuando todos los pasajeros, yo incluido, estábamos vistiéndonos en los camarotes, oí un grito debilitado procedente de la cubierta superior, un grito que de inmediato quedó ahogado por otras voces. Al momento, un camarero que estaba al otro lado de la puerta de mi camarote se hizo eco de las exclamaciones:

—¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua!

Todos mis presentimientos se avivaron en aquel angustioso instante. Me abalancé a la cubierta tal como iba, a medio vestir, franqueé el bote que se columpiaba cerca de mi puerta, me asomé a la barandilla y miré a popa.

Durante un buen rato no vi nada extraño. La campana de la sala de máquinas estaba sonando y, poco después, cesó el movimiento de las hélices; a continuación, en respuesta a un nuevo repique, volvieron a funcionar, provocando una sacudida en toda la estructura del navío, por lo que supe que los motores ahora funcionaban en sentido inverso. Mientras observaba atentamente la estela del barco, tuve el vago presentimiento de que a mi alrededor se estaba levantando un gran revuelo; la tripulación se estaba congregando a toda velocidad, el tercer oficial daba las órdenes a gritos… De repente, lo vi. Aquella escena me habría de obsesionar durante días y noches enteras.

Mitad dentro y mitad fuera del agua, divisé una manga de chaqueta blanca. Muy cerca, flotaba un sombrero de fieltro. La manga se levantó una vez, después volvió a hundirse en el agua espejada. Sólo quedó el sombrero, balanceándose en la superficie.

Tal vez la prenda blanca no hubiera bastado para corroborar mis sospechas, aunque durante el viaje me había acostumbrado a ver aquel chaquetón de dril a menudo, pero la presencia del sombrero de fieltro gris era concluyente.

¡El hombre que había caído por la borda era Nayland Smith!

Ahora, mientras escribo, me pregunto si puedo aspirar a expresar con palabras, siquiera remotamente, la sensación de absoluta soledad que me envolvió, como un manto frío, en aquel terrible momento.

Mi primer impulso fue saltar por la borda para rescatarlo, pero no fui tan iluso como para obedecerlo. En primer lugar, el ahogado estaba a más de una milla de distancia; en segundo lugar, otras personas habían visto el sombrero y el abrigo blanco tan claramente como yo; entre aquellas personas, estaba el tercero de a bordo. Con rapidez encomiable, había arriado un bote salvavidas al agua y estaba plantado en la popa. El buque, al virar, describía un amplio círculo alrededor del pequeño bote que se mecía en las imponentes aguas azules…

El relato de lo sucedido durante la hora siguiente es superior a mis fuerzas. Pese a que lo conocía hacía mucho tiempo, jamás me había cuestionado si Nayland Smith era buen o mal nadador y, al ver la rapidez con que se hundía en ese mar en calma, deduje que la natación no era su fuerte. Cuando el bote llegó al lugar donde mi amigo había desaparecido, no quedaba ni rastro de Nayland Smith, sólo el sombrero.