31. «MI SOMBRA SE CIERNE SOBRE TODOS VOSOTROS»

Supongo que tardé unos instantes en despertar. Tras el desasosiego de los últimos seis meses, mis nervios exhaustos necesitaban de estos períodos de relajación para recuperarse. Ya no temía despertarme a media noche con un cuchillo en la garganta, la oscuridad ya no era mi mayor enemigo.

De modo que aquella voz debía de llevar un rato llamándome (en realidad, así era), y me había parecido oírla en sueños cuando por fin desperté. Después, hasta que la nueva sensación de seguridad acudió a tranquilizarme, la vieja angustia del peligro inminente me encogió el corazón. Cierto pánico físico acompaña siempre ese tipo de despertares en mitad de la noche, sobre todo cuando no estamos en nuestro ambiente habitual. En aquella ocasión me desperté bruscamente, me agarré a la barandilla de la litera y me incorporé para escuchar.

Alguien estaba golpeando contra la puerta de mi camarote y una voz profunda y apremiante gritaba mi nombre.

La luz de la luna se colaba por la portilla del camarote y, salvo por la lejana y relajante vibración, siempre presente en los viajes en buque, nada quebraba la quietud; podría haber estado flotando solo en el centro del Mediterráneo. No obstante, volvían a llamar a la puerta y de nuevo irrumpió aquella voz apremiante:

—¡Doctor Petrie! ¡Doctor Petrie!

Aparté a un lado las sábanas, bajé de la litera y, tan rápido como pude, busqué las zapatillas a tientas. Temía que algo andase mal, que se hubieran producido consecuencias imprevistas, que el espíritu del malvado chino hubiera regresado a romper la paz y empezara a obsesionarme. Abrí la puerta de golpe.

En la cubierta abrillantada, perfilado en sombras contra un cielo espectacular, había un hombre con un gabán sobre el pijama y los pies calzados con zapatillas rojas. Era Platts, el radiotelegrafista.

—Siento molestarle, doctor Petrie —dijo—, y me sabe aún peor despertar a su vecino, pero por lo visto alguien está intentando enviarle un mensaje y parece urgente.

—¡Un mensaje para mí! —exclamé.

—No logro descifrarlo —confesó Platts y se pasó los dedos por el cabello despeinado—, pero he pensado que sería mejor despertarle. ¿Quiere acompañarme?

Me volví sin emitir palabra, me puse la bata y acompañé a Platts por la solitaria cubierta de popa. El mar estaba tan sereno como un gran lago. Delante, a babor, un violento fuego brillaba rojizo bajo la apacible bóveda del firmamento. Platts asintió distraído en dirección a las extrañas llamas.

—Stromboli —dijo—; estaremos pasando el estrecho a la hora del desayuno.

Remontamos la angosta escalerilla que conducía a la cabina del radiotelégrafo. El ayudante de Platts estaba sentado a una mesa con el dispositivo radiotelegráfico en la cabeza; un aparato que siempre me remite a la silla eléctrica.

—¿Lo tiene? —preguntó mi acompañante cuando entramos en la cabina.

—Aún lo están enviando —contestó el otro sin moverse—, pero igual que antes, a trozos. Cada vez que logro comunicarme, parece que vuelva a empezar desde el principio: sólo «doctor Petrie» «doctor Petrie».

Se dispuso a escuchar de nuevo el huidizo mensaje. Me volví hacia Platts.

—¿Desde dónde lo envían?

Meneó la cabeza.

—Ese es el misterio —afirmó—. ¡Mire! —Señaló la mesa—. Según la carta de navegación, hay un buque de carga entre Marsella y nosotros, y el barco de la compañía P & O con el que nos hemos cruzado esta mañana debe de estar a esa altura también. El Isis va por delante de nosotros, pero hemos hablado con todos y ninguno de ellos envía el mensaje.

—Entonces debe de proceder de Messina.

—No viene de Messina —contestó el hombre que estaba sentado a la mesa a la vez que empezaba a escribir a toda velocidad.

Platts dio un paso adelante y se inclinó sobre el mensaje que el otro estaba escribiendo.

—¡Ahí está! —exclamó nervioso—; ya lo tenemos.

Me acerqué también a la mesa, me incliné entre los dos y leí las palabras que estaban enviando mientras el operador las escribía: «Doctor Petrie… mi sombra…»

Ahogué un jadeo y me agarré al hombro de Platts. El ayudante empezó a toquetear el aparato con irritación.

—¡He vuelto a perderlo! —gruñó.

—Ese mensaje… —empecé a decir.

Pero de nuevo el lápiz corría por el papel: «… se cierne sobre todos vosotros… fin del mensaje».

El operador se levantó y se quitó los auriculares. Allí, embarcados en el mismo buque adormilado, con la alfombra azul del Mediterráneo desparramada a nuestro alrededor hasta el infinito, los tres nos miramos con la boca abierta. Gracias a un milagro de la ciencia moderna, alguien, separado de mí por kilómetros y kilómetros de ilimitado océano, había hablado… y yo había escuchado su voz.

—¿No hay modo de averiguar de dónde procede el mensaje? —pregunté.

Platts, atónito, meneó la cabeza.

—No han dado la contraseña —dice—. Sabe Dios quién ha sido. Se trata de un asunto bastante extraño; y el mensaje es muy inquietante. ¿Tiene usted alguna idea, doctor Petrie, de cuál puede ser la identidad del remitente?

Clavé los ojos en su rostro; sin darme cuenta, casi de forma automática, se me había ocurrido una idea, pero prefería no expresarla, pues iba en contra de cualquier posibilidad racional.

Si no hubiera visto con mis propios ojos aquel reguero de sangre deslizándose por su frente en el momento en que la bala disparada por Karamaneh penetró en el majestuoso cráneo, si no hubiera sabido, tan seguro como le es dado saber a un hombre, que aquel prodigioso intelecto ya no existía, que aquella poderosa voluntad ya era impotente, habría respondido: «¡El mensaje es del doctor Fu-Manchú!»

Estas reflexiones se interrumpieron de repente y el fluir siniestro de mis pensamientos recibió un nuevo estímulo cuando un clamor profundo aunque amortiguado procedente de la parte inferior del barco penetró en mis oídos. Los dos hombres que estaban conmigo se sobresaltaron tanto como yo, y comprendí que el misterio del mensaje radiado también les había afectado. Sin embargo, mientras que ellos permanecieron inmutables, dubitativos, yo salí sin perder un instante del camarote y me abalancé escaleras abajo.

¡Aquel grito de horror lo había lanzado Karamaneh!

No atisbaba relación alguna entre el extraño mensaje y aquel grito en mitad de la noche, pero los relacioné de forma instintiva. Me di cuenta de que mis temores estaban de igual modo justificados y comprendí que, sin duda, la sombra de Fu-Manchú aún se cernía sobre nosotros.

Karamaneh ocupaba un gran camarote en la zona de popa de la cubierta principal, de modo que tuve que bajar de la cubierta superior, donde estaba el mío, hasta la de paseo, después a la cubierta principal y a partir de allí recorrer la galería en toda su longitud.

Karamaneh y su hermano, Aziz, que ocupaba el camarote contiguo, salieron a mi encuentro cerca de la biblioteca. Karamaneh, asustada, abría desmesuradamente los ojos; el color incomparable de su tez había desaparecido y hasta los labios se le veían pálidos. Aziz, que se había puesto una bata a toda prisa sobre el pijama, le rodeaba los hombros con gesto protector.

—¡La momia! —susurró temblorosa—. ¡La momia!

Oímos puertas que se abrían y varios pasajeros, alarmados por los gritos de Karamaneh, aparecieron vestidos con atuendos diversos. Una camarera llegó corriendo desde el extremo opuesto de la galería y de repente me sorprendí al comprender lo rápido que había llegado, pues, partiendo de la lejana cubierta donde estaba el radiotelégrafo, había sido el primero en llegar al lugar de los hechos.

Stacey, el médico de a bordo, dormía a poca distancia de allí y en aquel momento se reunió con nosotros. Previendo las preguntas que bregaban por salir de los labios de muchos de los que nos rodeaban, tomé a Karamaneh del brazo y dije:

—Vamos al cuarto del doctor Stacey; te daremos algo para dormir. —Me volví hacia el grupo de gente reunida—. Mi paciente ha tenido muchos problemas nerviosos y suele padecer sonambulismo —expliqué.

Rechacé la ayuda que me ofrecía la camarera con un ligero movimiento de cabeza y, poco después, los cuatro entramos en la cabina del médico, situada en la cubierta superior. Stacey cerró la puerta con cuidado. Era un antiguo compañero de estudios y ya conocía los pormenores de la historia de la hermosa muchacha oriental y de su hermano Aziz.

—Me temo que algo anda mal, Petrie —dijo—. Gracias a su sangre fría, los chismosos del barco no tienen por qué enterarse.

Miré a Karamaneh que, desde que me había visto, no había apartado los ojos de mí. Seguía en aquel estado apático y asustado en que la había encontrado y el hermoso rostro no había recuperado el color. Me miraba con los ojos fijos de un modo infantil e inexpresivo, y temí que la fuerte impresión que acababa de recibir, fuera cual fuese, le provocara una recaída en el extraño estado amnésico del que acababa de salir. Advertí que Stacey compartía mi punto de vista, porque se sentó en el brazo del sillón de Karamaneh y, a la vez que le daba unas palmaditas en la mano para tranquilizarla, dijo con ternura:

—Algo la ha asustado. Cuéntenos qué ha sido.

Por primera vez desde nuestro encuentro aquella noche, la muchacha apartó los ojos de mí y alzó la vista hacia Stacey. Un súbito arrebol se extendió por sus mejillas pero cedió de inmediato y la dejó aún más pálida que antes. Entrelazó la mano de Stacey con las suyas y volvió a mirarme.

—¡Avisen a Nayland Smith sin demora! —dijo. Su voz dulce temblaba casi imperceptiblemente—. ¡Debe ponerse en guardia!

Me puse en pie de un salto.

—¿Por qué? —dije—. ¡Por el amor de Dios, dinos qué ha pasado!

Aziz, cuya actitud evidenciaba que estaba tan ávido de información como yo, permanecía arrodillado a los pies de su hermana, mirándola con aquel amor increíble que rayaba en la adoración. Volvió la vista hacia mí y asintió con premura.

—Algo… —Karamaneh calló un instante y se estremeció con violencia—, un ser espantoso, como una momia que hubiera salido de la tumba, ha entrado en mi camarote esta noche, por la portilla…

—¿Por la portilla? —repitió el doctor Stacey sorprendido.

—¡Sí, sí, por la portilla! Una criatura alta y muy delgada. Llevaba vendas, vendas amarillas, enrolladas a la cabeza, y sólo se le veían los ojos, unos ojos malvados y relucientes… De la cintura a las rodillas iba tapado, pero el cuerpo, las piernas y los pies estaban desnudos…

—¿Era…? —empecé a preguntar.

—Era un hombre de piel oscura, sí. —Karamaneh, adivinando la pregunta, asintió con un movimiento brusco de la cabeza. La nube trémula de su espléndida cabellera, recogida en una madeja informe, estalló y se le desparramó sobre los hombros—. Un escuálido hombre de piel oscura, encorvado y con los dedos como garras… ¡así!

—¡Un thug! —exclamé.

—Ese hombre… esa momia me habría estrangulado si hubiera estado dormida, porque se ha acuclillado sobre la litera buscando… buscando…

Apreté los dientes con fuerza.

—Pero yo estaba sentada.

—¿Con la luz encendida? —la interrumpió Stacey sorprendido.

—No —respondió Karamaneh—; la luz estaba apagada. —Volvió los ojos hacia mí y el maravilloso arrebol volvió a extenderse por su rostro—. Estaba sentada, pensando. Todo ha sucedido en unos segundos y en completo silencio. Cuando la momia se ha agazapado sobre la litera, he abierto la puerta y he salido al pasillo. Creo que he gritado; no quería hacerlo. ¡Oh, doctor Stacey, no hay tiempo que perder! Hay que avisar al señor Nayland Smith de inmediato. ¡Un espantoso sirviente del doctor Fu-Manchú anda suelto por el barco!