Tuve la sensación de que me obligaba a mí mismo a salir del pozo de la inconsciencia con ayuda de las dos manos diminutas que apretaban las mías. Exhalé un suspiro que fue casi un sollozo y abrí los ojos.
Estaba sentado en el gran sillón de cuero de mi despacho. Una figura peculiar aunque encantadora, vestida con el atuendo característico del harén, estaba arrodillada en la alfombra, a mis pies. Así, lo primero que vi al abrir los ojos fue la imagen más dulce que el mundo podía ofrecerme: los ojos negros de Karamaneh, con lágrimas semejantes a joyas temblando en las pestañas.
No intenté mirar a ninguna otra parte, no quise saber si había otras personas en la habitación aparte de nosotros dos, sino que, apretando aquellos dedos enjoyados con lo que debió de ser una presión cruel, indagué las profundidades de sus ojos maravillosos con creciente sorpresa. ¿Qué cambio se había producido en aquellas aguas límpidas y misteriosas? ¿Por qué una pasión ardiente me encendía las entrañas? ¿Por qué volvía a embargarme aquel anhelo antiguo, multiplicado por diez mil, que me impulsaba a atraer a aquella figura mimbreña y exquisita contra mi pecho?
No pronunciamos una palabra, pero siglos y siglos de palabras no habrían expresado la mínima parte de lo que contenía aquella comunión silenciosa. Una mano se posó titubeante en mi hombro, aparté la mirada del rostro encantador que estaba pegado al mío y alcé la vista.
¡Aziz estaba de pie detrás del sillón!
—Dios es misericordioso —dijo—. Nos ha devuelto a mi hermana —me encantó el uso del plural— y ahora ella ha recuperado la memoria.
Aquellas palabras bastaron para hacerme comprender la situación. La encantadora muchacha que ahora estaba arrodillada a mis pies no era la criatura perversa de Fu-Manchú a la que habíamos pretendido arrestar junto con el resto de los sirvientes malévolos, sino mi bienamada compañera de dos años atrás, la Karamaneh por la que había emprendido una larga y fatigosa búsqueda en Egipto, la joven que se había esfumado en aquella tierra de misterio.
La pérdida de memoria que Fu-Manchú le había provocado estaba sujeta a las mismas leyes inexplicables que, por lo general, imperan en los casos de amnesia. La fuerte impresión que había sufrido al llevar a cabo su hazaña había sido terapéutica, la presencia de Aziz hizo el resto.
El inspector Weymouth estaba de pie junto al escritorio. El estado de confusión mental en que me hallaba remitía a pasos agigantados. Me puse en pie y, sin soltar las manos de la muchacha, que se vio obligada a incorporarse a su vez, dije:
—Weymouth, ¿dónde está?
—Está deseando verle, doctor —contestó el inspector.
Experimenté una punzada de dolor casi físico en el corazón.
—¡Mi pobre y querido Smith! —exclamé con la voz quebrada.
El doctor Gray, un médico del vecindario, apareció en el umbral justo en el momento en que pronunciaba estas palabras.
—Todo va bien, Petrie —me tranquilizó—. Creo que lo hemos cogido a tiempo. He cauterizado las heridas a conciencia y, suponiendo que no haya complicaciones, podrá levantarse dentro de un par de semanas.
Supongo que me hallaba en un estado que rozaba la histeria. En cualquier caso, mi reacción fue insólita. Alcé ambos brazos por encima de la cabeza.
—¡Gracias a Dios! —grité a pleno pulmón—. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
—Démosle gracias —respondió la voz melodiosa de Aziz. Hablaba con la vehemente devoción del auténtico musulmán.
Todo lo que me rodeaba, incluso Karamaneh, dejó de preocuparme por un momento. Me precipité hacia la puerta como si me fuera la vida en ello. Ya con un pie en el rellano, me volví, miré atrás y topé con la mirada de Weymouth.
—¿Qué han hecho con el cuerpo? —pregunté.
—No hemos podido recuperarlo. Esa parte del sótano se ha derrumbado diez minutos después de que lo sacáramos a usted.
Ahora, al narrar aquellos extraños acontecimientos, ya me parecen remotos e irreales. Sin embargo, mientras que otros y más terribles recuerdos se vuelven borrosos con el tiempo, las imágenes de aquella tarde permanecen nítidas en mi memoria. Puedo afirmar que marcaron un cambio profundo en mi vida.
Durante los días siguientes, mientras Smith se iba recuperando de las heridas, tracé mis planes a conciencia; me disponía a cortar por lo sano con mi vida anterior, a emprender un jubiloso exilio; jubiloso hasta tal punto que me siento incapaz de expresar con meras e insustanciales palabras lo que iba a significar para mí.
No puedo afirmar categóricamente que mi amigo aprobase aquel proyecto, pero al menos no me hizo reproches directos. No le comuniqué mis planes a Karamaneh, pero la confianza absoluta que demostró en mi capacidad para protegerla de todo mal resultaba conmovedora y deliciosa al mismo tiempo.
Dado que siempre, en estos relatos, he procurado ceñirme a los hechos directamente relacionados con las fechorías del doctor Fu-Manchú, me abstendré de recargarlos con detalles de mis asuntos privados. En ocasiones, he considerado un deber escribir acerca de la hermosa muchacha oriental, dado que trabajaba a las órdenes del doctor chino; no aspiro a que mis lectores sientan mayor interés por ella a partir del momento en que el destino la liberó de aquella terrible servidumbre. Por eso, cuando haya concluido la narración de los episodios que marcaron nuestro viaje a Egipto —estaba haciendo gestiones para ejercer en El Cairo— podré dejar la pluma con la conciencia tranquila.
Los incidentes espectaculares a los que me refiero se iniciaron la segunda noche de nuestro viaje desde Marsella.