El rumor sordo de la noche londinense se escuchaba en la lejanía. Codo con codo, remontamos el angosto sendero hacia el taller. Era una noche estrellada, pero sin luna, y el pequeño y deslucido edificio blanco, tras cuyo tejado de cristal asomaba la silueta de un árbol solitario, parecía una de esas tumbas que forman una ciudad de los muertos junto a la animada ciudad de los vivos en las laderas de Mokattam. Aquel discurrir de la conciencia me incomodaba, así que decidí apartar de mí esos pensamientos.
El clamor agudo del silbato de un tren alcanzó mis oídos; la quietud silenciosa de la noche se quebraba de pronto, como si aquel sonido fuese un recordatorio de la incesante actividad que imperaba en la gran capital británica. Sin embargo, a nuestro alrededor reinaba un silencio inmenso, y la noche aterciopelada —cuyo cielo tachonado de estrellas recordaba mucho a la noche oriental— constituía el marco perfecto para ocultar la presencia de más de veinte hombres. A cierta distancia, a la derecha, se erguía Los Aguilones, aquella mansión siniestra y deshabitada que considerábamos, y con razón, nada menos que la entrada a la guarida subterránea del doctor Fu-Manchú. Ante nosotros estaba el taller; si las deducciones de Nayland Smith eran correctas, aquel lugar ocultaba un segundo acceso a la misteriosa morada.
Al tiempo que mi amigo, lanzando miradas cautelosas a su alrededor, introducía la llave en la cerradura, una lechuza ululó casi encima de nosotros causándonos un gran espanto. Contuve el aliento con aprensión, pensando que quizá se trataba de una señal. Sin embargo, al mirar hacia arriba, vi la negra figura que planeaba desde el árbol solitario del taller hasta el bosquecillo que rodeaba Los Aguilones. En silencio, la misteriosa lechuza se sumió en la oscuridad de los árboles y desapareció. Smith abrió la puerta y entramos en el taller. Lo habíamos planeado todo al detalle y de acuerdo con el programa avancé al lado de mi amigo, cuyos contornos apenas eran visibles bajo el reflejo de la luz de las estrellas, que se colaba por el techo de cristal. Encendí la linterna de bolsillo…
Supongo que en calidad de narrador voluntario de las fechorías de Fu-Manchú —el mayor y más malvado genio que la historia de los últimos siglos ha conocido, el hombre que soñaba con un imperio amarillo universal— debería haber adquirido cierta facilidad a la hora de plasmar sucesos extraños. Sin embargo, confieso que me siento incapaz de describir con palabras las emociones que experimenté en el momento en que el haz blanco de la pequeña linterna hendió la oscuridad del estudio e iluminó el hermoso rostro de Karamaneh.
Estaba a menos de dos metros de mí, ataviada con las ropas vaporosas características del harén, los dedos y los brazos esbeltos atestados de joyas exóticas. La luz de la linterna osciló de repente —creo que me temblaba la mano— e iluminó por un instante los tobillos adornados con pulseras de oro y después unos zapatos diminutos de piel roja.
Me quedé sin habla. Smith estaba tan silencioso como yo; creo que si ninguno de los dos pronunció palabra fue más debido a la sorpresa que a los gestos que la esclava de Fu-Manchú hacía ante nosotros. Aun ahora, me basta cerrar los ojos para verla tal como estaba entonces, con un dedo sobre los labios, pidiéndonos silencio. A la luz de la linterna, su rostro ofrecía una palidez sepulcral, pero tal era su encanto que mi corazón rebelde ya amenazaba con traicionarme.
Permanecimos así unos instantes, en aquel estudio desastrado, lleno de lonas y caballetes amontonados contra la pared y toda clase de trastos a nuestro alrededor. Sin duda formábamos un trío reunido en las más extrañas circunstancias para regocijo de los dioses, que nos contemplaban por las ventanas de las estrellas.
—¡Retrocedan! —susurró Karamaneh.
Vi el movimiento de los labios rojos y leí el terror en los ojos abiertos como platos, en aquellos ojos semejantes a estanques de misterio que tentaban al alma sedienta. El mundo real se desvanecía a mi alrededor; estaba perdiendo de vista las cosas. Había construido un palacio oriental alrededor de mí mismo y de Karamaneh, alejado del mundo, en cuyo interior podría pasarme horas enteras leyendo el misterio de aquellos ojos negros. Nayland Smith me sacó de aquel ensimismamiento con un exabrupto.
—¡Mantenga la luz firme, Petrie! —me susurró al oído—. Esta noche he vencido el escepticismo pero no voy a correr riesgos.
Se separó de mí y avanzó hacia aquella figura de ensueño plantada ante el asiento del modelo con las cortinas afelpadas al fondo. Karamaneh dio un brinco hacia delante para acudir a su encuentro a la vez que ahogaba un grito cargado de tal angustia que no podía ser fingido.
—¡Retroceda! ¡Retroceda! —lo apremió en susurros a la vez que le daba un empujón en el pecho—. ¡Por el amor de Dios, retroceda! He arriesgado la vida para venir aquí esta noche. Lo sabe y está listo para…
Pronunció estas palabras con vehemencia y Nayland Smith titubeó. En aquellos instantes me embriagó el delicado y exquisito perfume que, desde que apareciera una noche, dos años atrás, para trastornarme todos los sentidos, se había burlado de mí en numerosas ocasiones igual que el espejismo se burla del sediento viajero en el Sahara. Di un paso hacia atrás.
—¡No se mueva! —me espetó Smith.
Karamaneh aferraba a Smith por las solapas del abrigo con ademán frenético.
—¡Escúcheme! —dijo en tono suplicante, y golpeó el suelo con un pie—. ¡Escúcheme! Es usted un hombre inteligente, pero no sabe nada del corazón femenino, nada en absoluto. Si al verme, si al oírme, sabiendo, como sabe, lo que me juego, es capaz de dudar que digo la verdad, no me conoce. Y le digo que detrás de esas cortinas acecha la muerte, que él…
—¡Eso es lo que quería saber! —dijo Smith. La voz le temblaba de la emoción.
De repente, cogió a Karamaneh por la cintura, la levantó y la colocó a un lado; con tres zancadas se plantó en el trono del modelo y arrancó de un tirón las cortinas afelpadas.
Me siento incapaz de describir cómo ocurrió, pues a partir de aquel momento mis recuerdos son un caos. Me pareció que Smith perdía el equilibrio y caía hacia delante entre olas de terciopelo violeta. Llegó hasta mí un grito ahogado:
—¡Petrie! ¡Dios mío, Petrie!
El pálido rostro de Karamaneh se alzó hacia el mío y sus manos me sujetaron, pero su encanto ya no ejercía ninguna influencia sobre mí, porque sabía —oh, Dios, cuánto dolor me había causado— que Nayland Smith estaba en peligro de muerte. No sé qué tenía en la cabeza, pero aparté a un lado a la muchacha, saqué la pistola Browning del bolsillo del abrigo e iluminando con la linterna el montón de terciopelo, me abalancé hacia delante.
Creo que comprendí que la cortina ocultaba una trampa, un abismo escarpado de negrura, un instante antes de precipitarme en el interior. El caso es que lo comprendí demasiado tarde. Caí mientras resonaba en mis oídos un grito suave y estremecedor. Solté la pistola y la linterna y me agarré a las compuertas que colgaban pero no me sirvieron de apoyo. Sentía que la cabeza me iba a estallar; sólo pude lanzar un grito ronco mientras caía, y caía, y caía…
Cuando, tras recuperar la consciencia, mis pensamientos volvieron a discurrir, descubrí que mi mente estaba cargada de reproches. ¿Cuántas veces, en el pasado, nos habíamos lanzado ciegamente a trampas como aquella? ¿Acaso nunca aprenderíamos que, cuando se trataba del doctor Fu-Manchú, la impetuosidad era fatal? Tiempo atrás, en dos ocasiones distintas, habíamos sido víctimas de aquella estratagema, y, aunque teníamos pruebas casi definitivas de que el doctor Fu-Manchú utilizaba aquel taller, habíamos avanzado con excesiva tranquilidad, como si fuera cualquier otro estudio, no se nos había ocurrido tantearlo antes de apoyarnos en él con todo nuestro peso.
—La divina mente inglesa es de una simplicidad tal que uno puede trazar sus planes con precisión matemática y confiar en que los Nayland Smith y los doctores Petrie llevarán a cabo el papel que les corresponde. Exceptuando dos fieles seguidores, mis amigos hace tiempo que partieron. Pero aquí, en estos sótanos olvidados en el tiempo, tan secretos y útiles hoy como lo fueron hace doscientos años, aguardo pacientemente, con la trampa tendida, como la araña aguarda a la mosca…
Al oír aquella voz burlona, abrí los ojos. ¡En cuanto lo hice, me esforcé por incorporarme!…, pero descubrí que estaba atado a una silla recia de ébano con incrustaciones de marfil, sujeta al suelo mediante dos escuadras de hierro.
—Incluso los niños aprenden de la experiencia —prosiguió aquella voz inolvidable, a veces gutural y otras sibilante, pero siempre pausada y comedida, como si el que hablaba escogiera con cuidado las palabras que mejor se ajustaban a los pensamientos—. «De los escarmentados nacen los avisados», dice un proverbio inglés. Pero el señor comisionado Nayland Smith, que cuenta con la confianza del Organismo de India, y que tiene a su cargo la dirección del Departamento de Investigación Criminal, no aprende nada de la experiencia. Es menos que un niño, pues dos veces se ha precipitado a la ligera a una cámara contaminada con un anestésico que yo mismo había preparado a partir del lycoperdon o bejín común.
Recobré el dominio de mis sentidos y adquirí plena conciencia de la realidad espeluznante con la que nos enfrentábamos. El juego había terminado: estábamos en manos del doctor Fu-Manchú. Había llegado el momento de la verdad.
Me hallaba en una sala chata y abovedada. El techo era de obra vista pero los muros estaban tapizados con exquisito tejido chino, de fondo verdoso y un estampado que representaba una procesión grotesca de pavos reales blancos. En el suelo había una alfombra verde y todos los muebles parecían del mismo material que la silla en la que yo estaba atado, esto es: ébano con incrustaciones de marfil. El mobiliario era escaso. En un rincón de aquel lugar semejante a una mazmorra, distinguí una mesa maciza sobre la cual se veían muchos libros y papeles. Detrás de la mesa había una silla de respaldo recto tallada con profusión. A la derecha de la única entrada visible, un umbral bajo cubierto en parte con una cortina de abalorios, vi una mesa más pequeña, sobre la cual pendía una lámpara de plata. Encima de aquella mesilla, encajada en un soporte de plata, ardía una varita de incienso que enviaba al aire su columna de humo; la habitación estaba impregnada de olores empalagosos y, bajo el techo, se había condensado una nube de incienso.
En la silla de respaldo alto estaba sentado el doctor Fu-Manchú, vestido con una túnica verde bordada. El dibujo no se distinguía a primera vista pero al fin reparé en que representaba un gran pavo real blanco. Un pequeño gorro negro le cubría aquel cráneo sorprendente y apoyaba una mano garruda en la mesa de ébano. Estaba algo vuelto hacia mí y todos los rasgos de su rostro impasible reflejaban una maldad sin igual. A pesar de la gran inteligencia que se adivinaba en su expresión, o quizás a causa de la misma, el rostro de Fu-Manchú era el más repulsivo que había visto jamás, y los ojos verdes, semejantes a los de un gato en la oscuridad, que a veces se encendían como farolillos de bruja y otras veces se velaban como si no fueran ojos humanos, no parecían ser el espejo de un alma, sino el de una emanación diabólica encarnada en aquel cuerpo flaco y enhiesto.
Tendido en el suelo, de espaldas, yacía Nayland Smith, semidesnudo, con los brazos atados por encima de la cabeza y las muñecas encadenadas a una abrazadera de hierro macizo sujeta al muro. También llevaba los tobillos esposados y habían prendido los grilletes a una segunda cadena que pasaba por encima de la alfombra verde, atravesaba el umbral y terminaba en un punto situado detrás de la cortina, invisible desde mi posición.
En aquel momento, Fu-Manchú guardaba silencio. Pude escuchar la respiración fatigosa de Smith y también el tictac de mi reloj, en el bolsillo. De repente reparé en que, aunque tenía el cuerpo atado a la silla, podía mover libremente los brazos y las manos. Miré aturdido a mi alrededor y reparé en la pesada espada que estaba apoyada en la pared, con la empuñadura hacia arriba, al alcance de mi mano. Era una pieza magnífica, una obra de artesanía japonesa, con hoja damasquinada, larga y curvada, y doble empuñadura de acero con incrustaciones de oro, semejante a una pieza de artesanía kuft. De inmediato empecé a considerar las posibilidades que aquella espada abría ante mí. Advertí que una fina cadena de acero de un metro y medio aproximado de longitud sujetaba la espada a la pared.
—Aunque poseyera la destreza de un lanzador de cuchillos mexicano —dijo Fu-Manchú con aquella voz gutural—, no conseguiría alcanzarme, querido doctor Petrie.
El chino me había leído el pensamiento.
Smith posó los ojos en mí un instante pero de inmediato los desvió hacia Fu-Manchú. El rostro bronceado de mi amigo se había tornado algo más pálido y se le marcaban los músculos de la mandíbula más de lo habitual. Por lo demás, nada en su fisonomía delataba que fuera consciente de que estaba a merced del enemigo de la raza blanca, de aquel ser inhumano exento de piedad, de aquel hombre cuyo talento constituía una muestra de la crueldad fría y calculada de los chinos, una raza que, aún hoy en día, desahucia a cientos, mejor dicho, a miles de niñas por el simple método de arrojarlas a un foso especialmente excavado para ese fin.
—El arma que tiene junto a usted pertenece a la civilización de una nación vecina, los japoneses —prosiguió el chino sin inmutarse—, una raza ante cuyo valor me inclino con sumisión. Es una espada de samurai, doctor Petrie. Procede de una época muy remota y formaba parte del tesoro de una casa japonesa con mucho abolengo, hasta que me vi obligado a acabar con la familia por culpa de una desdichada desavenencia…
La voz suave, matizada de vez en cuando por un tono sibilante, sin que llegase a perder aquella monotonía glacial, me estaba sacando de mis casillas, y vi que a Smith se le movían lo músculos de la mandíbula, indicio de que apretaba los dientes convulsivamente; supe que, en su impotencia, ardía de rabia tanto como yo. Sin embargo, no hablé ni me moví.
—La antigua tradición del seppuku o harakiri todavía está vigente, como sabrá, en las familias nobles de Japón —continuó el chino—. Hay un ritual sagrado y el samurai que se consagra a este final honorable lo debe seguir al detalle. Como médico, doctor Petrie, tal vez le interesen los pasos exactos de la ceremonia, pero una narración técnica de las dos incisiones que el sacrificador se practica en la autoinmolación podría, por otra parte, aburrir al señor Nayland Smith. Por eso me limitaré a aclararle un pequeño punto, de menor importancia pero interesante para el estudioso de la naturaleza humana. En resumen, incluso el samurai (y jamás se ha visto casta más valerosa sobre la faz de la tierra) a veces vacila al completar el ritual. Al arma que tiene a mano, mi querido doctor Petrie, se la conoce como «la espada del amigo». En las ocasiones como la que estamos comentando, se le pide a un amigo leal (es un honor para este) que se coloque detrás del hombre que se autoinmola a los dioses, y en caso de que el samurai flaquee un instante, el amigo, con la hoja leal (en la cual le ruego que se fije), aleja la mente del hierofante de su digresión y rectifica la momentánea infracción de la etiqueta cortando la vértebra cervical de la columna con la hoja amiga… que usted puede coger fácilmente, doctor Petrie, si se molesta en alargar la mano.
Un ligero atisbo de la verdad empezaba a abrirse paso en mi mente. Cuando hablo de un atisbo de verdad, me refiero tan sólo a una parte de lo que se proponía el doctor Fu-Manchú; en cuanto a la espantosa verdad en su totalidad, al plan que había concebido aquel hombre poderoso y malvado, todavía no era capaz de vislumbrarlo, pero intuía que nos aguardaba un terrible infierno a ambos.
—Es de sobras conocido, y a estas alturas ya debería saberlo —prosiguió Fu-Manchú—, que le tengo en gran estima. Sin embargo, en lo que respecta a su amigo, albergo sentimientos muy distintos…
Bajo la calma deliberada que exhibía el doctor chino, se agazapaba el odio exaltado —a veces delatado por un tono profundo y gutural, otras por un siseo serpentino— que en ocasiones había salido a la luz en forma de violentos arrebatos. Por un momento, creí que íbamos a presenciar uno de aquellos ataques de furia, pero no fue así.
—El señor Nayland Smith posee una cualidad que admiro —continuó el chino—; me refiero a su valor. Me gustaría que un hombre tan valiente pusiese fin a su vida voluntariamente y cediese el paso a un movimiento universal que no tiene poder para detener. En suma, le daré la oportunidad de demostrar que es un samurai. Siempre su amigo, Petrie, le brindará su amistad hasta el final. Lo he dispuesto todo para que así sea.
Golpeó con magnanimidad y delicadeza un pequeño gong de plata que pendía de una esquina de la mesa. No tardó en entrar por el umbral un birmano rechoncho al que identifiqué como un dacoit. Llevaba un rústico traje azul que le iba grande por todas partes; pero no presté demasiada atención a aquellos detalles, pues de inmediato me fijé en el bulto que el birmano cargaba a sus espaldas.
Llevaba una especie de caja de alambre de unos dos metros de largo y de menos de un metro de ancho y de alto. A grandes rasgos, consistía en un armazón recubierto de fina red de alambre en la parte superior, en los extremos y en los costados, pero con el fondo abierto. Estaba dividido en cinco secciones y poseía cuatro compartimentos correderos que se podían subir y bajar a voluntad. Eran de madera, y en el fondo de cada uno de ellos había una pequeña abertura en forma de arco. Los arcos de cada uno de los compartimentos variaban de tamaño. Así, mientras que el primero no tendría más de doce centímetros de alto, el cuarto llegaba casi hasta el techo de aquella jaula de alambre; y había un quinto, algo más alto que el primero, abierto a un extremo del artilugio.
Tan absorto estaba en aquel armatoste, cuya utilidad era incapaz de adivinar, que no presté atención a nada más. Cuando el birmano se detuvo en el umbral y apoyó una esquina de la jaula en la alfombra, eché un vistazo al doctor Fu-Manchú. Estaba mirando a Nayland Smith y tenía en el rostro aquella sonrisa espeluznante vacía de alborozo que yo tan bien conocía y que dejaba al descubierto su irregular y amarillenta dentadura, la dentadura de un fumador de opio.
—¡Dios! —susurró Smith—. ¡Las seis puertas!
—Veo que los conocimientos de mi hermoso país le resultan útiles —contestó Fu-Manchú con amabilidad sarcástica.
De inmediato miré a mi amigo… Toda la sangre se me fue a los pies, hasta la última gota, dejándome el corazón frío en el pecho. Yo no sabía para qué servía la caja, pero Smith parecía saberlo muy bien. La palidez de su rostro se había acentuado y aunque clavaba los ojos grises en el chino con expresión desafiante, yo, que le conocía bien, leía en sus rasgos el horror que le embargaba por dentro.
El dacoit, obedeciendo a una orden gutural del doctor Fu-Manchú, colocó la jaula sobre la alfombra de forma que cubriese por completo el cuerpo de Nayland Smith, excepto el cuello y la cabeza. Con una mueca maliciosa en la cara quemada y marcada, el dacoit ajustó las divisiones correderas al cuerpo tendido y comprendí para qué servían los arcos graduados. Estaban hechos para dividir un cuerpo humano en cinco partes y advertí que habían sido ideados con gran ingenio. Todo el cuerpo de Smith estaba ahora en el interior de la jaula de alambre y cada uno de los cinco compartimentos quedaba aislado del resto.
El birmano retrocedió y aguardó en el umbral. El doctor Fu-Manchú apartó la mirada del rostro de mi amigo y se dirigió a mí:
—El señor comisionado Nayland Smith tendrá el honor de actuar como hierofante y accederá a los misterios —dijo Fu-Manchú suavemente—, y usted, doctor Petrie, será «el amigo».