27. LA NOCHE DEL ATAQUE

—¡No conteste, Petrie! —exclamó Smith—. ¡La gente es de lo más inoportuna!

El timbre sonaba con furia aunque era pasada la medianoche. ¿Quién podría ser aquel visitante trasnochado? Probablemente la llamada anunciaba un caso urgente. En otras palabras, no era mi destino poder participar en lo que, según suponía, iba a ser el último acto en la función de Fu-Manchú.

—Todo el mundo está en la cama —dije afligido—; ¿y cómo voy a recibir a un paciente con esta ropa?

Smith y yo íbamos ataviados con viejos trajes de tweed y, previendo la tarea que nos aguardaba, habíamos prescindido del cuello de la camisa y nos habíamos puesto una bufanda. No me hacía ninguna gracia visitar a un paciente vestido de ese modo, y un gran gorro de tweed calado hasta las cejas.

Desde ambos lados del escritorio, nos miramos en silencio consternado. Abajo, el timbre repicaba sin cesar.

—Tengo que acudir, Smith —dije con pesar; quizá me necesitan en alguna parte y me toca pasar unas horas fuera.

Arrojé el gorro a la mesa, subí la solapa del abrigo para disimular que no llevaba cuello en la camisa y me dirigí hacia la puerta. Cuando vi a Smith por última vez, estaba de pie, mirándome, estirándose el lóbulo de la oreja y chascando la lengua con rabia contenida. Bajé a trompicones las escaleras oscuras y abrí la puerta de la calle. Apenas visible, a la luz de una farola no muy lejana, vi ante mí un hombre esbelto de altura media. Dos ojos resplandecientes me miraban desde un rostro en sombras. El visitante, que llevaba un abrigo bastante grueso a pesar del calor, ¡era oriental!

Retrocedí asustado.

—¡Ah! ¡Doctor Petrie! —dijo con una voz suave y armoniosa que volvió a sobresaltarme—. ¡Demos gracias a Dios de que le encuentro!

Una sensación extraña, que en aquel momento me sentía incapaz de definir, hirvió en mi interior. ¿Dónde había visto antes a aquel oriental agraciado? ¿Dónde había oído aquella voz suave?

—¿Ha venido a requerir mis servicios? —pregunté, aunque mientras formulaba la pregunta pensé, sin saber por qué, que ya conocía la respuesta.

—¿Así, ya no me conoce? —dijo el extraño y esbozó una leve sonrisa dejando al descubierto su dentadura reluciente.

¡Cielos! ¡Ya sabía por qué me había turbado al oír aquel timbre vibrante! La voz, aunque muchísimo más profunda, tenía un inconfundible parecido con la de Karamaneh… Karamaneh, cuyos ojos me visitaban en sueños, cuya belleza tanto había contribuido a amargarme la vida.

El muchacho oriental dio un paso adelante con la mano tendida.

—¿Así, ya no me conoce? —repitió—. Yo sí que me acuerdo de usted, y doy gracias a Alá por encontrarle.

Retrocedí, encendí la luz y, con el corazón en un puño, volví a mirar el rostro del visitante. Era un rostro de perfecta belleza griega, un rostro que habría servido de modelo a Praxíteles. La palidez dorada de la piel, junto con el cabello negro e hirsuto, y aquellos ojos magnéticos y aterciopelados, me sugirió que el joven Antínoo había salido del Nilo y que su fantasma había decidido venir a visitarme aquella noche. Ahogué una exclamación de sorpresa, no exenta de alegría.

¡Era Aziz, el hermano de Karamaneh!

La entrada de un personaje en escena no podría ser más espectacular que la llegada de Aziz aquella noche memorable. Cogí la mano tendida y lo hice pasar; a continuación, cerré la puerta y me quedé un momento ante él, titubeando.

Por un instante, el hermoso rostro adquirió una expresión algo preocupada; con infalible instinto oriental, había advertido cierta reserva en mi bienvenida. Sin embargo, al pensar en la traición de Karamaneh, al recordar cómo aquella a quien habíamos brindado nuestra amistad, a quien habíamos rescatado de la morada de Fu-Manchú, se había vuelto como la víbora contra la mano que la acariciaba, al pensar que aquella noche íbamos a atacar el escondrijo donde acechaba el malvado doctor chino, que íbamos a arrestar a aquel pérfido genio y a todas sus criaturas, Karamaneh incluida… ¿es extraño que dudase? Y aun así, si pensaba en mi último encuentro con ella y en cómo había arriesgado dos veces la vida para salvarme…

De modo que, sin mirarle a los ojos, tomé al muchacho del brazo y, en silencio, subimos las escaleras y entramos en mi estudio…, donde Nayland Smith se puso en pie de un salto y clavó los ojos acerados en el rostro del recién llegado.

El semblante bronceado de mi amigo no dio señales de haberlo reconocido y Aziz, que se había quedado algo rezagado con las manos tendidas, dio un paso atrás y, desconsolado, nos miró, primero a mí, luego a Nayland Smith y por último de nuevo a mí. La expresión de súplica en aquellos ojos aterciopelados era mayor de lo que yo podía soportar sin conmoverme.

—Smith —dije sucintamente—, ¿recuerda a Aziz?

El rostro de Smith no se alteró ni un ápice cuando replicó:

—Lo recuerdo perfectamente.

—Creo que ha venido a pedirnos ayuda.

—¡Sí, sí! —exclamó Aziz al tiempo que me ponía la mano en el brazo con un gesto que, para mi desconsuelo, me recordó a Karamaneh—. He llegado de Londres esta misma noche. ¡Oh, caballeros! He buscado y buscado y buscado y ahora estoy agotado. A menudo he deseado morir. Y cuando por fin llego a Rangún…

—¡A Rangún! —exclamó Smith sin apartar los ojos grises cargados de rabia del rostro del muchacho.

—A Rangún…, sí; y allí tengo noticias por fin. Me entero de que ustedes la han visto; quiero decir: que han visto a Karamaneh…, de que han regresado a Londres. —Tenía algunos problemas para expresarse en inglés—. Sé que ella debe de estar aquí también. Pregunto por todas partes y me contestan «sí». ¡Oh paisa Smith! —Dio un paso adelante y tomó impulsivamente las dos manos de Smith—. ¡Usted sabe dónde está; lléveme a ella!

El rostro de Smith era un poema. En el pasado, habíamos brindado nuestra amistad al joven Aziz y era difícil considerarlo un enemigo. ¿Pero acaso no habíamos brindado de igual modo nuestra amistad a su hermana? Y ella…

Por fin, Smith echó un vistazo hacia donde yo estaba, delante del umbral.

—¿Qué le parece, Petrie? —dijo en tono brusco—. Por mi parte, deduzco que nuestros planes se han filtrado al enemigo. —De repente se apartó de Aziz y vi que lo miraba de arriba abajo como buscando armas ocultas—. ¡Creo que es una trampa!

Permaneció así un momento, mirándolo, y a pesar de la desconfianza justificada que me inspira el carácter oriental, habría jurado que la expresión de sorpresa apenada que se leía en el rostro del muchacho no era fingida sino real. Creo que incluso Smith empezó a compartir esta opinión pues de repente se dejó caer en la tumbona blanca de mimbre y, sin desviar la vista de Aziz, dijo:

—Quizá le haya juzgado mal. De ser así, le explicaré el porqué más tarde. ¡Cuente su historia!

Los ojos aterciopelados de Aziz estaban húmedos —aquellos ojos tan parecidos a los que, en sueños, escudriñaban los míos— cuando, mirándonos a Smith y a mí alternativamente, con las manos abiertas, las palmas hacia arriba y los dedos curvados, procedió a contarnos en inglés chapurreado la historia de su busca de Karamaneh:

—Fue Fu-Manchú, mis gentiles caballeros… Fue el hakim, que en realidad no es un hombre sino un efreet. Volvió a encontrarnos sólo cuatro días después de que ustedes se marcharan, paisa Smith. Nos encontró en El Cairo y, para Karamaneh, todo dejó de tener importancia, se olvidó de todo… incluso de mí, incluso de mí…

Nayland Smith chascó la lengua con fuerza y preguntó:

—¿A qué se refiere?

Por mi parte, yo lo había entendido a la perfección, pues recordaba que el inteligente doctor chino, en una ocasión, había sometido al pobre inspector Weymouth a aquel mismo tratamiento: consistía en una inyección de cierto tipo de suero, preparado (como Karamaneh nos diría más tarde) a partir del veneno de una víbora de pantano o de un reptil similar, que provocaba un estado de amnesia o la completa pérdida de memoria. Noté que toda la sangre del cuerpo se me iba a los pies.

—¡Smith…! —empecé a decir.

—¡Deje que hable él! —me reprendió mi amigo.

—Intentaron capturarnos a ambos —prosiguió Aziz en aquel tono armónico y suave pero, al mismo tiempo, lleno de solemnidad—. Yo escapé, yo, que tengo pies rápidos, con la esperanza de traer ayuda, ¿pero quién, aparte del Todopoderoso, es tan poderoso como el hakim Fu-Manchú? Me escondí, caballeros, miré y esperé una, dos, tres semanas. Por fin volví a verla, a mi hermana Karamaneh, pero ¡ay!, ella no me conocía, no me conocía a mí, Aziz, su hermano. Iba en arabeeyeh y pasó ante mí sin detenerse por el Sharia en Nahhasin. Corrí y corrí, gritando su nombre, pero aunque se volvió, no me conoció… ¡no me conoció! Pensé que me moría y al fin me rendí… en los peldaños de la mezquita de Abu.

Dejó caer las expresivas manos a los costados y hundió la barbilla en el pecho.

—¿Y entonces? —pregunté de inmediato, pues mi corazón daba brincos como un pájaro cautivo.

—Por desgracia, desde aquel día no he vuelto a verla, caballeros. No sólo viajo a Egipto sino cerca y lejos y, aun así, no la veo hasta que, en Rangún, oigo algo que me trae de vuelta a Inglaterra —mostró las palmas con ademán ingenuo—, y aquí estoy, paisa Smith.

Smith se puso en pie y se volvió hacia mí.

—O me estoy volviendo demasiado crédulo o Aziz dice la verdad —afirmó—. Sin embargo… —levantó la mano— ya me contará todo eso en otra ocasión, Petrie, no debemos arriesgarnos. El sargento Carter está abajo con el coche; dígale que suba. Aziz y él pueden aguardarnos aquí hasta que volvamos.