26. LA MANO ARDIENTE

Smith subió las escaleras delante de mí. Había encendido la luz del vestíbulo. Se dio la vuelta y gritó:

—Me temo que ningún criado querrá vivir aquí.

De nuevo advertí que, en realidad, se estaba dirigiendo a un público oculto y la idea me pareció inquietante. Ahora el silencio era sepulcral; el tintineo había cesado por completo. En el pasillo del piso superior, mi compañero, que parecía conocer a la perfección la ubicación de los interruptores, encendió de nuevo todas las luces y, como parte de aquella comedia tan singular para la cual parecía estar bien capacitado, siguió dirigiéndose a mí en aquel tono histriónico y antinatural que había adoptado como parte del disfraz.

Inspeccionamos unas cuantas habitaciones, en su mayoría acogedoras y bien amuebladas. Sin embargo, en todas parecía reinar una atmósfera fría y desagradable, aunque tal vez la imaginación me estuviese jugando malas pasadas. Pensé que la idea de dormir en cualquiera de ellas era completamente absurda, que el lugar era inhabitable a todos los efectos y que una presencia demoníaca e innombrable controlaba la casa.

Lo cierto es que mi mente obtusa no alcanzaba a vislumbrar ni un destello de la verdad. De nuevo en el pasillo amplio e iluminado, nos quedamos un instante aguardando, como si supiésemos que iba a pasar algo. Fue curioso… nos detuvimos al mismo tiempo y nos miramos, y aunque reaccionamos como si hubiésemos oído algo, no había sido así. Pocos segundos después, sucedió de veras. En las escaleras sonó un grave lamento, y la dulzura del timbre, pues era una voz femenina, hacía el sonido aún más terrorífico. Me aferré al brazo de Smith con ademán crispado mientras aquel misterioso grito subía y bajaba, subía y bajaba… y se extinguía.

Permanecimos inmóviles unos instantes. Me devané los sesos tratando de localizar el recuerdo que el lamento había despertado en mi mente. El corazón aún me latía a toda velocidad cuando el lamento empezó otra vez, subiendo, bajando y apagándose con una cadencia regular. En aquel instante lo reconocí.

Durante la época que Smith y yo habíamos estado en Egipto buscando a Karamaneh, haría de aquello unos dos años, visitamos en cierta ocasión un lugar próximo a un cementerio nativo, no muy lejos de Bedrasheen. Ahora, la escena que entonces presencié se plasmó ante mis ojos con toda nitidez y me pareció ver un pequeño grupo de mujeres vestidas de negro apiñadas en torno a una tumba; el lamento que ahora volvía a extinguirse en Los Aguilones era el mismo, o casi el mismo, que el de las plañideras egipcias.

De nuevo se hizo el silencio. Tenía la frente empapada en sudor y cada vez estaba más convencido de que mis nervios no podrían resistir aquella misteriosa aventura. Hasta aquel momento, no había concedido mucho crédito a las historias paranormales, pero al encontrarme cara a cara con unas manifestaciones como aquellas, me di cuenta de que habría preferido enfrentarme a un grupo de dacoits armados o incluso al propio doctor Fu-Manchú antes que permanecer una hora más en aquella casa maldita. Mi compañero debió de leer todo aquello en mi rostro, pero cuando por fin habló, siguió representando la extraña y, en mi opinión, disparatada comedia.

—Creo que, al fin y al cabo, lo más sensato sería pasar la noche en un hotel —dijo.

Bajó las escaleras a toda velocidad, se dirigió a la biblioteca y se dispuso a cerrar la maleta.

—Sin embargo, tiene que haber una explicación natural a lo que hemos oído —dijo—; no olvidemos que, en realidad, no hemos visto nada. Incluso, al cabo de un tiempo, podría acostumbrarme al repique de campanas y a los lamentos. ¡La verdad, no estoy seguro de que deba anular el contrato!

Mientras yo lo contemplaba sorprendido, él se quedó allí, indeciso, como si no supiese qué hacer. A continuación, dijo en voz bastante alta:

—¡Vamos, Pearce! Ya veo que no comparte mi opinión; en cuanto a mí, volveré mañana y estudiaré algo más a fondo el fenómeno.

Apagó la luz y salió al pasillo con la maleta en la mano. Yo le seguía de cerca. Juntos, nos dirigimos hacia la puerta y Smith sugirió:

—Apague la luz, Pearce; el interruptor está a su izquierda. Encontraremos la puerta sin problemas.

Para cumplir las instrucciones, tenía que quedarme a la fuerza unos pasos por detrás de mi amigo, y creo que jamás me había acometido un terror como el que hizo presa en mí en el momento de apagar la luz. Smith aún no había abierto la puerta y la negrura absoluta de Los Aguilones producía un terror difícil de expresar con palabras. Sin duda, la oscuridad es el arma más poderosa de lo desconocido. Sé que, en cuanto aparté la mano izquierda del interruptor, me abalancé hacia la puerta como si todos los moradores del infierno me pisaran los talones. Choqué con Smith. Obviamente, estaba de cara a mí y en el momento del encontronazo me agarró del hombro con actitud frenética.

—¡Dios mío, Petrie! ¡Mire detrás de usted! —susurró.

El hecho de que me llamara por mi nombre, olvidando recurrir a su extraño subterfugio, me hizo comprender el alcance y la autenticidad de su espanto. Me volví tan rápido como pude. Nunca olvidaré lo que vi. Conservo en la memoria gran cantidad de recuerdos terribles y extraños; recuerdos mucho más espantosos que los de la mayoría de los hombres, pero la aparición que en ese instante se desplazaba despacio hacia nosotros por las tinieblas impenetrables de aquel lugar encantado era (si entienden lo que quiero decir) aún más espantosa por su incongruencia. Constituía una leyenda medieval hecha realidad en el Londres moderno; como si alguna quimera misteriosa de un pasado oscuro y remoto hubiera cobrado vida en el presente.

Una mano luminosa, una mano por cuyas venas corría fuego, dejando entrever la forma de los huesos; en suma, una mano ardiente, resplandeciente, con una pequeña daga que relucía con idéntico fulgor infernal, avanzaba hacia nosotros… ¡Estaba a menos de tres pasos!

No recuerdo lo que hice o cómo llegué a hacerlo. Jamás en la vida he sentido nada comparable al pánico absoluto que se apoderó de mí en aquel momento. Sé que proferí un grito de terror, sé que intenté desasirme de Smith, el cual me aferraba con fuerza.

—¡No lo toque! ¡Aléjese, por lo que más quiera! He oído…

Apenas recuerdo sus palabras y, al comprender que la aparición se acercaba cada vez más, arremetí con los puños, hacia delante, como un loco, y golpeé algo tangible…

Desconozco el resultado de mi ataque. A partir de aquel momento, los recuerdos se entremezclan. Algo o alguien (Smith, como descubriría más tarde) me arrastraba por la fuerza a través de la oscuridad. Bastante más lejos, caí en la grava; me lastimé la palma de las manos y me hice cortes en las rodillas. Poco después, corría, corría… respirando con sollozos histéricos. El frío nocturno acariciaba mi frente y alguien volaba a mi lado… Conservo recuerdos concretos de lo sucedido a partir de ese momento, porque quien corría conmigo huyendo de Los Aguilones se abalanzó sobre mí para cambiar el rumbo de la carrera.

—¡Por ahí no! ¡Por ahí no! —dijo jadeando—. No vaya hacia el brezal. No debemos alejarnos de la carretera…

Era Nayland Smith. El descubrimiento de esta realidad sobrecogedora me dejó más tranquilo, me embargó una alegría que soy incapaz de expresar en palabras. Seguimos corriendo.

—Veo una linterna de policía —resolló mi amigo—. ¡Ya no nos atacarán!

Bebí de un trago un coñac con soda muy cargado y miré hacia donde estaba Smith, repantigado en la tumbona de mimbre.

—Quizás ahora quiera explicarme por qué me ha hecho pasar este infierno —dije—. Si pretendía hacerme admitir la existencia de fenómenos sobrenaturales, lo ha conseguido.

—Sí —dijo mi amigo con aire distraído—. Son listos como demonios, pero eso ya lo sabíamos.

Le miré con la boca abierta.

—¿Alguna vez me ha visto perder el tiempo cuando hay trabajo pendiente? —prosiguió—. ¿De verdad cree que le he llevado a cazar fantasmas por diversión? Si quiere que le sea sincero, Petrie, aunque es usted muy amable al sugerirme que necesito unas vacaciones, creo que los tiros van por otro lado.

Del bolsillo de la bata se sacó un fleco, al parecer arrancado de una pañoleta, hizo una bola con él y me la lanzó.

—¡Huélalo! —ordenó.

Obedecí, y di un respingo. La seda despedía un perfume delicado pero yo reaccioné como si alguien hubiera exclamado a voz en grito: ¡Karamaneh!

Sin duda, el trozo de seda pertenecía a la hermosa sirviente de Fu-Manchú, a la seductora esclava de los ojos negros. Nayland Smith me observaba con atención.

—Lo reconoce, ¿verdad?

Dejé el trozo de seda en la mesa y me encogí ligeramente de hombros.

—Ya constituía prueba suficiente por sí mismo —prosiguió mi amigo—, pero creí que sería mejor acabar de confirmar mis sospechas y el modo más seguro era hacerse pasar por el nuevo inquilino de Los Aguilones…

—Pero Smith… —empecé a decir.

—Deje que le explique, Petrie. La historia de Los Aguilones sólo admitía una explicación; en suma, saltaba a la vista que el propósito de todos aquellos fenómenos era mantener el lugar vacío. Aquella idea me llevó a otra y, con ambas en mente, me dispuse a hacer ciertas averiguaciones, no sin antes tomar la precaución de adoptar una identidad falsa. Para ello, Weymouth puso a mi disposición el guardarropa de disfraces de Scotland Yard. No puse en antecedentes al agente de la inmobiliaria, sino que fingí ser un forastero interesado en una vivienda amueblada que había oído hablar de la casa. Pretendía averiguar una cosa en particular, pero no lo logré en su momento. Tenía ciertas teorías, como ya he dicho, y cuando pagué el depósito y me hice con las llaves, al fin estuve en condiciones de visitar el lugar a solas. Tuve la suerte de conseguir pruebas que me demostraban que la imaginación no me había jugado una mala pasada.

»La otra mañana, recuerdo que se extrañó cuando le pedí un berbiquí grande. Me proponía hacer una serie de agujeros en el entablado de varias habitaciones de Los Aguilones, Petrie, en lugares poco visibles, por supuesto…

—¡Pero mi querido Smith! —exclamé—. ¡Cada vez estoy más confundido!

Se levantó y empezó a recorrer la habitación con aire inquieto.

—Había interrogado a Weymouth respecto al fenómeno de las campanas, y mediante un examen exhaustivo del edificio descubrí que estaba en tan buenas condiciones que, desde la planta baja hasta el desván, no había ni una sola grieta lo bastante grande siquiera para que pasara un ratón.

Supongo que debía de estar mirando a Smith con la boca abierta de par en par, pues prorrumpió en carcajadas.

—¡He dicho un ratón, Petrie! —exclamó—. Con el berbiquí, solucioné este punto. Hice los agujeros que le he mencionado y delante de cada uno coloqué una trampa cuyo cebo era delicioso queso tostado. ¡Abra la maleta!

Empezaba a hacerse la luz en las tinieblas de mi mente. Cogí la maleta, que estaba sobre una silla junto a la ventana, y la abrí. Un olor hediondo a queso fundido se coló en mis fosas nasales.

—¡Cuidado con los dedos! —exclamó Smith—. Algunas aún deben de estar abiertas.

¡Empecé a sacar de la maleta trampas de ratón! Dos o tres todavía tenían el resorte sujeto, pero la mayoría había cedido. Saqué nueve y las dejé en la mesa, y todas estaban vacías. En la décima, acurrucado, resollando, con el suave pelaje empapado en sudor, ¡había un ratoncito blanco!

—¡Sólo hay una presa! —exclamó mi compañero—. Eso demuestra lo bien alimentados que estaban los bichos. ¡Examine la cola!

No obstante, yo ya había advertido a qué se refería mi amigo y el misterio de las «campanillas astrales» quedó resuelto. Al principio de la cola del pequeño animal, sujetas con un alambre muy fino, como el que se usa para los ramos de flores, había tres minúsculas campanillas de plata. Mudo de la sorpresa, miré a mi amigo.

—Es casi como un juego de niños, ¿verdad? —dijo—. Sin embargo, mediante este truco tan sencillo, han conseguido ahuyentar a un inquilino tras otro de Los Aguilones. Era prácticamente imposible que se descubriese el truco, pues, como ya le he dicho, del techo al sótano no había ni un solo agujero por el que los ratones pudieran colarse en las habitaciones.

—Y…

—Los introducían en las cavidades de la pared y del techo desde algún sótano, Petrie. Tras una breve escapada por los suelos y los techos, regresaban a buscar la comida que se habían acostumbrado a recibir. Por ello, aunque hubiera sido posible (y no lo era), no habrían salido a buscar comida fuera.

Me levanté de un tirón, pues me estaba poniendo cada vez más nervioso, y me abalancé sobre el trozo de seda que estaba aún encima de la mesa.

—¿Dónde lo encontró? —pregunté con los ojos fijos en el sagaz rostro de Smith.

—En una especie de bodega, Petrie —contestó—, debajo de la escalera. En Los Aguilones no hay un sótano al uso; al menos, no aparece en los planos.

—Pero…

—Pero tiene que haber uno, ¡sí! Debía de formar parte del edificio que ocupaba el lugar antes de que se construyera Los Aguilones. Sólo podemos suponer que existe, aunque la suposición es bastante segura, y la entrada a ese subterráneo está situada, sin duda, en la bodega. Hay dos cosas que lo demuestran: el trozo de seda que encontré allí y el hecho de que, al menos en una ocasión (según averigüé), la luz de la biblioteca se apagó sin motivo aparente. Aquello sólo se pudo hacer de un modo: manipulando el interruptor principal, que también debe de estar en la bodega.

—¡Pero, Smith…! —exclamé—. ¿Quiere decir que Fu-Manchú…?

Nayland Smith interrumpió su deambular y me miró a los ojos.

—¡Quiero decir que Fu-Manchú ha utilizado el sótano de Los Aguilones como escondrijo durante un período que aún no puedo determinar! —contestó—. Siempre he sospechado que un hombre de su inteligencia tendría un segundo refugio listo por si se descubría el primero. ¡Oh, no tengo ninguna duda! Es probable que el lugar sea grande y estoy casi seguro (aunque este detalle está sin confirmar) de que se puede entrar desde el taller que hay más adelante. Ahora sabemos por qué la reciente batida en East End no nos llevó a ninguna parte y también por qué la casa de Museum Street estaba desierta. ¡Fu-Manchú se escondía en su madriguera de Hampstead!

—Pero aquella mano, Smith, aquella mano luminosa…

Nayland Smith lanzó una carcajada.

—Sus temores supersticiosos le ofuscaron hasta tal punto, Petrie (y no me extraña, pues la imagen era espantosa), que probablemente no recuerde lo que sucedió cuando golpeó esa mano espectral…

—Me pareció tocar algo.

—En realidad, echamos a correr por eso. Pero creo que la carrera parecía la fuga de dos hombres asustados, tal como yo pretendía. Perdone que haya jugado con sus temores, amigo, pero habría sido incapaz de simular terror con la mitad de verosimilitud. Y si hubieran sospechado que habíamos descubierto el ardid, no habríamos salido de Los Aguilones con vida. Por un instante, nuestras vidas estuvieron pendientes de un hilo.

—Pero…

—Apague la luz —me ordenó mi compañero.

Muy extrañado, hice lo que me pedía. Apagué la luz, y en la oscuridad del despacho vi un puño ardiente blandido en mi dirección. Se distinguían los huesos con toda claridad y la luminosidad de la carne era terrorífica.

—¡Vuelva a encender la luz! —exclamó Smith.

Perplejo, lo hice, y mi amigo dejó caer una pequeña linterna de bolsillo en el escritorio.

—Se limitaban a encajar una pequeña lámpara eléctrica en el mango de una daga de cristal —dijo con cierto desprecio—. Muy logrado, pero una linterna eléctrica cualquiera puede reproducir el fenómeno.

—¿Están vigilando Los Aguilones?

—Por fin, Petrie, creo que hemos cazado a Fu Manchó, ¡y en su propia trampa!