Me puse en pie de un salto cuando un hombre alto y con barba abrió la puerta de golpe y se abalanzó a la habitación. Llevaba un sombrero de seda que le sentaba muy mal y una levita que no le pegaba en absoluto.
—¡Todo va bien, Petrie! —exclamó el recién llegado—; he alquilado Los Aguilones.
¡Era Nayland Smith! Lo contemplé mudo de la sorpresa.
—Es la primera vez que uso disfraz desde el famoso incidente de la coleta falsa. —Arrojó una pequeña bolsa de piel marrón al suelo—. He traído estas cosas por si le interesa visitar la casa, Petrie. ¡El arriendo empieza esta noche!
Habían transcurrido dos días y yo había olvidado por completo las historias de Los Aguilones que el inspector Weymouth nos había relatado; era obvio que a mi amigo no le había sucedido lo mismo y, renunciando por completo a cualquier explicación de su extraño comportamiento, me incliné como un autómata y abrí la maleta. Contenía un surtido abigarrado de prendas y, entre otras cosas, varias pelucas grises y unas gafas con montura de oro.
Allí arrodillado, con aquellos curiosos trastos a mi alrededor, alcé la vista. Nayland Smith, con el sombrero de seda en la coronilla, recorría la habitación con paso nervioso mientras la pipa humeante asomaba por la maraña de su barba postiza.
—¿Sabe, Petrie? —siguió hablando sin detenerse—, no acabo de confiar en el agente inmobiliario. He alquilado la casa a nombre de un tal profesor Maxton…
—Pero Smith —exclamé—, ¿qué motivo hay para disfrazarse?
—Todos —me espetó.
—¿Por qué le interesa Los Aguilones?
—¿No se le ocurre ninguna explicación?
—Ninguna en absoluto; para mí, toda esa historia huele a chaladura.
—Así pues, ¿no me acompañará?
—Nunca me he negado a participar en nada, Smith, por muy degradante que fuera, si pensaba que mi presencia podía serle de mínima utilidad.
Cuando me puse en pie, Smith se plantó frente a mí. Sus ojos grises lanzaron extraños destellos acerados desde un rostro que parecía desfigurado. Me palmeó ambos hombros.
—Le aseguro que su presencia es necesaria para mi seguridad —dijo— si me falla tendré que buscar otro acompañante… ¿Vendrá?
La intuición me dijo que se estaba guardando una carta en la manga y me sentí algo molesto. De todos modos, estaba claro cuál era la respuesta. Aquella noche, con la apariencia de un anciano desaliñado, abandoné la casa sin que nadie se diera cuenta y subí al coche en el que me aguardaba Smith.
Los Aguilones era una vivienda espaciosa y laberíntica que se erguía a bastante distancia de la calle. Un paseo semicircular conducía a la puerta y el terreno era tan frondoso que los árboles cubrían la mayor parte del camino de entrada, formando una especie de túnel verde. Un muro de ladrillo de cierta altura ocultaba el edificio de la mirada de los transeúntes, pero ambos extremos de aquella avenida arqueada iban a parar a una pesada puerta de hierro forjado.
Smith despidió al taxi en la esquina de la carretera angosta y sinuosa que conducía a Los Aguilones. Estaba cercada por ambos lados: a la izquierda había un muro interrumpido por las entradas de servicio de las casas que daban a otra calle y a la derecha se extendían los jardines de Los Aguilones. Cuando llegamos a la puerta del jardín, Smith señaló la carretera a oscuras y dijo:
—No hay nada, salvo un par de talleres, hasta que se llega al brezal.
Metió la llave en la cerradura y la verja se abrió con un quejido. Escudriñé el arco oscuro de la avenida, pensé en la casa encantada que se erguía más allá, en las tinieblas que la embargaban, y en aquellos que habían muerto allí… sobre todo en el que había muerto bajo los árboles. La idea de pasar la noche en ese lugar me producía una perturbación profunda.
—¡Vamos! —dijo Nayland Smith en tono enérgico mientras sujetaba la verja para cederme el paso—. Si la asistenta ha seguido mis instrucciones, el fuego estará encendido en la biblioteca y habrá bebidas.
Oí que se cerraba la puerta con un golpe. No había luna, y aunque hubiera brillado dudo que más de un rayo de luz o dos se hubiesen colado entre las hojas de los árboles. La oscuridad era impenetrable, y creo que Smith debió de encontrar el camino gracias a un sexto sentido. En cualquier caso, no vi la casa hasta que estuve a unos cinco pasos de los peldaños que conducían al porche. En el recibidor brillaba una luz tétrica; apenas pude entrever la fachada.
Cuando entramos en el vestíbulo y cerramos la puerta de la calle, empecé a preguntarme de nuevo por qué mi amigo se había empeñado en pasar la noche en aquella casa encantada. Había luz en la biblioteca, cuya puerta de acceso estaba entornada. En el interior, habían dispuesto sobre la mesa algunas botellas, un sifón, varios tipos de galletas y también bocadillos. Reparé en la gran maleta que estaba en el suelo. Por alguna razón, aunque para mí constituía un misterio, Smith había decidido que usáramos nombres falsos mientras permaneciéramos bajo el techo de Los Aguilones, y dijo:
—Bueno, Pearce, ¿un whisky con soda antes de echar un vistazo?
Acepté la oferta con gusto, pues me sentía algo deprimido y, a decir verdad, bastante ridículo con aquel disfraz.
Sin duda tenía los nervios a flor de piel y el sentido del oído aguzado de un modo asombroso. Me sorprendí a mí mismo aguardando a que algo misterioso sucediera de un momento a otro. No tuve que esperar mucho. Apenas me llevé el vaso a los labios y miré a mi amigo, que estaba sentado al otro lado de la mesa, oí un leve tintineo, anuncio de las campanadas.
No parecía proceder del interior de la biblioteca sino de alguna sala distante, de arriba, quizá. Pese a ser un sonido bastante armónico, el modo en que quebraba el silencio era escalofriante. Se ensortijaba en una tenue y dulce cascada, como un tintineo de campanillas de plata. Dejé el vaso en la mesa y, mientras me levantaba despacio de la silla, clavé los ojos en mi compañero, que me miraba con idéntica intensidad. Comprobé que no sufría alucinaciones; Nayland Smith también había oído el campaneo.
—¡Los fantasmas no pierden tiempo! —dijo sin alterarse—. No me sorprende, ayer por la noche pasé una hora en la casa y oí el mismo sonido…
Miré a mi alrededor a toda prisa. La estancia estaba amueblada como habitualmente lo está una biblioteca y contenía una buena cantidad de libros, sobre todo novelas. Fui incapaz de apreciar las vistas, pues unas pesadas cortinas de color morado las ocultaban. Una lámpara con pantalla de seda pendía del centro del techo, justo encima de la mesa a la que estábamos sentados. Las sombras nos envolvían. Miré temeroso a mi alrededor, sobre todo hacia la puerta abierta.
Aguardamos un rato en silencio, a la espera de un nuevo sonido.
—¡Otra vez! —susurró Smith nervioso.
El tintineo se repitió; mucho más cerca de donde nos encontrábamos; de hecho, parecía proceder de arriba, del mismo techo de la biblioteca. Alzamos la vista al mismo tiempo y Smith profirió una carcajada escueta.
—Supongo que es instintivo —dijo—, pero ¿qué esperábamos ver en el vacío?
Aquel sonido armonioso aumentó de volumen; nuevos tañidos vencieron la timidez del primero, y luego sonaron más, hasta que todo el lugar pareció atestado de campanillas invisibles.
Encontraba todo aquello tan inexplicable que me sentí transportado a los abismos de lo desconocido. No dudaba de que nuestra presencia en la sala había atraído a aquellos campaneros intangibles y era consciente de que estaba palideciendo. En aquella habitación había muerto de miedo uno de los desafortunados ocupantes de Los Aguilones. Supe que si aquella especie de obertura me ponía nervioso hasta tal punto, no podía aspirar a sobrevivir el infierno de aquella noche; el esfuerzo requerido sería descomunal. Vacié el vaso de un trago y miré a Nayland Smith con cierto desafío. Estaba muy erguido, estático, pero movía los ojos a derecha e izquierda, escudriñando todos los rincones visibles de la habitación.
—¡Bien! —dijo en voz muy baja—. El poder terrorífico de lo desconocido es ilimitado, pero no debemos caer en las garras del pánico o no duraremos en la casa más de diez minutos.
Asentí en silencio. A continuación, para mi sorpresa, Smith se puso a hablar en un tono mucho más alto que el empleado hacía un instante.
—Mi querido Pearce —gritó—, ¿oye el repique de campanas?
Era evidente que había pronunciado aquellas últimas palabras con la intención de que las oyera el intelecto oculto que se suponía controlaba aquellas manifestaciones, y aunque el ardid me pareció del todo inútil, seguí el ejemplo de mi amigo y contesté en voz tan alta como la suya:
—¡Con toda claridad, profesor!
A continuación, guardamos silencio y permanecimos ojo avizor y a la escucha. Entonces, muy débilmente, me pareció notar que el argentino tintineo retrocedía hacia alguna habitación distante. Por fin, se extinguió, y en la quietud de Los Aguilones, distinguí con toda claridad la respiración de mi amigo. Seguimos en la misma actitud durante diez minutos, aguardando a que, en cualquier momento, se repitiera el campaneo o se produjera una nueva manifestación, aún más siniestra. Sin embargo, no oímos nada ni tampoco vimos nada.
—Páseme la maleta y no se mueva hasta que yo vuelva —me susurró Smith al oído.
Dio media vuelta y salió de la biblioteca. Sus botas emitían unos fuertes chirridos en el silencio imponente.
De pie junto a la mesa, me quedé observando la puerta abierta mientras aguardaba su regreso. Al mismo tiempo, trataba de paliar el temor que sentía ante la posibilidad de que se produjera un nuevo fenómeno, distinto al anterior.
Le oí moverse de habitación en habitación. Me mantuve atento al menor ruido, en tensión. Por fin volvió a entrar y dejó la maleta sobre la mesa. Tenía en los ojos un brillo exaltado.
—¡La casa está encantada, Pearce —exclamó—, pero los fantasmas no me dan miedo! Vamos, le enseñaré su habitación.