Al revisar las notas referentes a la segunda fase de las actividades del doctor Fu-Manchú en Inglaterra, descubro que uno de los peores momentos de mi vida guarda relación con la singular y en principio intrascendente aventura de la mano ardiente. Me ocuparé de ella en este punto del relato, no sin antes suplicarles que tengan paciencia si tienen la sensación de que divago.
El inspector Weymouth nos visitó una mañana, poco después del incidente con Van Roon, y se dispuso a relatarnos su visita a una casa de Hampstead que gozaba de la reputación siniestra de ser inhabitable.
—¿Y de qué modo está relacionada la casa con su ámbito de trabajo? —preguntó Nayland Smith a la vez que golpeaba la pipa contra la parrilla del hogar con aire distraído.
Hacía poco que habíamos desayunado, pero Smith había empezado a fumar a primera hora, eterno ritual que sólo la comida había interrumpido.
—Bien —respondió el inspector, que estaba sentado en un gran sillón junto a la ventana—. Supongo que me enviaron a echar un vistazo porque no tenía nada mejor que hacer en aquel momento.
—¡Ah! —exclamó Smith al tiempo que miraba por encima del hombro.
La interjección tenía un segundo sentido. Nuestro invitado había dado por concluida la búsqueda de Fu-Manchú sólo porque aquel genio pérfido y su banda parecían haberse esfumado tras la destrucción de la torre Cragmire.
—La casa se llama Los Aguilones —prosiguió el hombre de Scotland Yard—, y desde el principio supe que la investigación no conduciría a ninguna parte.
—¿Por qué? —preguntó Smith.
—Porque estuve allí hará unos seis meses, justo antes de su regreso a Inglaterra… y sabía lo que me iba a encontrar.
Smith alzó la vista y por primera vez aprecié un cierto interés en su actitud.
—No estaba enterado de que la limpieza de casas encantadas fuera competencia de New Scotland Yard —dijo con una leve sonrisa—. Acabo de aprender algo.
—Por lo general, no —respondió aquel hombre corpulento con buen humor—. Pero una muerte repentina siempre despierta sospechas y…
—¿Una muerte repentina? —dije alzando la vista—. ¡No nos había dicho que el fantasma hubiera matado a nadie!
—Me temo que no soy un buen narrador, doctor —respondió Weymouth a la vez que volvía los ojos azules y chispeantes hacia mí—. Dos personas han muerto en Los Aguilones en los últimos seis meses.
—Esto empieza a interesarme —declaró Smith y cuando, tras encender la pipa, arrojó la cerilla apagada al hogar, la expresión de su rostro recobró algo de la vehemencia que lo caracterizaba.
—A mí también me apetecía un poco de emoción —confesó el inspector—. El caso de Fu-Manchú, sin pistas respecto al paradero del diablo amarillo, se halla en un punto muerto y me estaba empezando a poner nervioso…
Nayland Smith gruñó para indicar que comprendía a qué se refería.
—Aunque el doctor Fu-Manchú ya lleva unos cuantos meses en Inglaterra —continuó Weymouth—, nunca lo he visto. La casa que registramos en Museum Street estaba vacía; en una palabra, sentía que estaba perdiendo el tiempo. Así que me ofrecí a ir a Hampstead e investigar el asunto de Los Aguilones, para distraerme, más que nada. Es una historia extraña, pero quizá le incumbe más a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas que a mí, me temo. Aun así, si el doctor Fu-Manchú no existiese, tal vez le interesase el caso (y a usted también, doctor Petrie) porque demuestra el hecho de que es posible asesinar a cierto tipo de personas sin emplear ningún sistema complicado… como los que emplean nuestros amigos chinos.
—Cada vez me atrae más este asunto —declaró Smith a la vez que se repantigaba en la butaca blanca de mimbre.
—Dos hombres, ambos totalmente sanos, excepto el primero, que padecía de asma, han muerto en Los Aguilones sin que nadie les pusiera un dedo encima. ¡Oh! ¡Sin trucos! No los envenenaron ni los picó un insecto ni se ahogaron ni nada por el estilo. Murieron de miedo, tal como suena.
Con los codos apoyados en la mesa y la barbilla entre las manos, escuchaba con interés. Nayland Smith, con un cojín inmenso detrás de la cabeza, miraba a su interlocutor con una expresión reflexiva y perspicaz en sus ojos acerados.
—¿Insinúa que el doctor Fu-Manchú podría aprender unas cuantas cosas en Los Aguilones? —le espetó.
Weymouth asintió imperturbable.
—A estas alturas, ya nada me sorprende —prosiguió el último—; cualquier caso me parece aburrido y trillado comparado con «el caso». Con todo, debo confesar que cuando Los Aguilones llegó a los archivos del Yard por segunda vez, sentí curiosidad. Pensé que debía de haber alguna pista tangible, algún nexo entre las dos víctimas; quizás un robo o una venganza, algún motivo. En resumen, esperaba encontrar pruebas de que había intervenido la mano del hombre pero, como en la ocasión anterior, me quedé con un palmo de narices.
—¿Entonces cree que se trata de un caso auténtico de casa encantada? —dijo Smith.
—Sí; de vez en cuando aparece alguna; son lugares inhabitables donde hay «algo», una presencia maligna y dañina para los inquilinos; y no la puedes arrestar ni tampoco llevarla a juicio.
—Ah —respondió Smith con parsimonia—; supongo que tiene razón. Hay ejemplos históricos, por supuesto: el castillo Glamys y la torre Spedlins de Escocia, el castillo Peel, de la isla de Man, con su Maudhe Dhug, la dama gris de Rainham Hall, los caballos sin cabeza de Caistor, el fantasma Wesley de Epworth Rectory y otros. Sin embargo, nunca me he encontrado con ninguno de esos casos y, si se diera el caso resultaría muy vergonzoso verme obligado a confesar que no había intervenido ningún factor objetivo capaz de producir la muerte, y contra el que fuera imposible tomar represalias físicas.
Weymouth volvió a asentir.
—Tal vez a mí también me molestara un poco —contestó— si no fuera porque, a estas alturas, ya no me queda mucho orgullo, considerando el despliegue de represalias físicas que he tomado contra el doctor Fu-Manchú.
—¡Jaque mate, Weymouth! —respondió Nayland Smith con una de sus carcajadas infantiles y poco habituales—. Para ese doctor chino, para ese extraño producto de un pueblo misterioso cuya maldad es tan antigua como el misterio de las pirámides, somos una panda de críos, inspector. ¿Pero qué decía de Los Aguilones?
—Bueno, es un lugar misterioso. Hace un momento ha mencionado el castillo Glamys. Es comprensible que una fortaleza antigua como aquella esté encantada, pero Los Aguilones fue construido alrededor de 1870; es una casa bastante moderna. La construyó una pudiente familia cuáquera y vivieron allí, sin ninguna interrupción y al parecer sin que sucediese nada anormal, durante cuarenta años. Después fue vendida a un tal señor Madison… y el señor Madison murió hace seis meses.
—¿Madison? —lo cortó Smith a la vez que clavaba los ojos en él—. ¿A qué se dedicaba? ¿De dónde procedía?
—Era el dueño de una plantación de té en Colombia. Ahora estaba retirado —contestó el inspector.
—¿Colombia?
—Tenía alguna relación con Oriente, en efecto, si es eso lo que está pensando; la verdad, fue eso lo que me llamó la atención en aquel momento, y lo que me ha llevado a dedicar muchos días y noches al caso. Pero no había ninguna conexión siniestra entre aquel individuo bilioso y las intrigas del doctor Fu-Manchú.
—¿Y cómo murió? —pregunté interesado.
—Murió en su butaca una tarde, en la sala que usaba de biblioteca. Solía sentarse allí a leer cada noche, cuando no tenía visitas, hasta las doce o más tarde. Era soltero y el servicio lo constituían una cocinera, un ama de llaves y un hombre que llevaba treinta años con él, según tengo entendido. En el momento de la muerte, el señor Madison había perdido a dos miembros del servicio. La cocinera y el ama de llaves dimitieron una mañana, alegando que la casa estaba encantada.
—¿A qué se referían?
—Interrogué a esas dos mujeres tan peculiares en su momento, y me explicaron cuentos absurdos de figuras oscuras que vagaban por el pasillo y les decían cosas al oído cuando estaban acostadas; pero el problema principal era el continuo repique de campanas que se oía por toda la casa.
—¿Campanas?
—Dijeron que se había hecho insoportable. Noche y día, las campanas repicaban. En cualquier caso, se fueron, y durante tres o cuatro días sólo el señor Madison y su criado habitaron la casa. También interrogué a este último y resultó un testigo de toda confianza: un hombre decente y sensato cuya historia me causó gran impresión en aquel momento.
—¿Confirmó la historia de las campanas?
—Juró que era verdad; que se producía una especie de tintineo, a veces en lo alto, cerca del techo, y en ocasiones bajo el suelo, como si agitaran campanillas de plata.
Nayland Smith se levantó de repente y empezó a pasear por la sala, dejando tras de sí una estela de humo grisáceo.
—Su relato es lo bastante interesante incluso para distraer mi atención del eterno problema que constituye Fu-Manchú, inspector. Se diría que es un claro caso de «campana astral», como las que a veces se oyen en la India.
—Fue Stevens quien encontró al señor Madison —prosiguió Weymouth—. Había salido (Stevens) a solucionar unos asuntos concernientes al servicio y volvió alrededor de las once. Entró con su llave y vio una luz en la biblioteca. Llamó a la puerta de la estancia y, al no obtener respuesta, entró. Encontró a su patrón sentado en una silla, erguido, aferrando los brazos de esta con dedos rígidos y mirando al vacío con tal expresión de horror en el rostro que Stevens abandonó la habitación como alma que lleva el diablo y salió a la calle. El señor Maddison estaba muerto. Cuando un médico que vivía allí cerca acudió a examinar el cadáver, no halló signo alguno de violencia; a juzgar por la expresión del rostro, había muerto de miedo.
—¿Algo más?
—Sólo una cosa: me enteré, por otra fuente, de que el último miembro de la familia cuáquera que había ocupado la casa había presenciado una aparición. Por lo visto, aquello fue la causa de que dejara la casa. La historia me la contó la esposa de un hombre que había trabajado de jardinero en aquella época. La aparición (que, si no recuerdo mal, tuvo lugar en el pasillo) era una especie de mano encendida que empuñaba un largo cuchillo curvado.
—¡Oh, cielos! —exclamó Smith y lanzó una breve carcajada—. ¡Como debe ser!
—El caballero no le contó a nadie lo sucedido hasta que se marchó de la casa, sin duda para evitar que el lugar gozase de mala reputación. La mayoría del mobiliario original se quedó allí y el señor Madison compró la casa amueblada. No creo que haya duda de que murió de miedo al ver esa misma…
—¿Mano ardiente? —apuntó Smith.
—Exacto. En fin, registré Los Aguilones a fondo y, con otro hombre de Scotland Yard, pasé una noche en la casa vacía. No vimos nada, pero, en una ocasión, oímos un tintineo débil de campanas.
Smith se precipitó hacia Weymouth sin refrenarse.
—¿Podría jurarlo? —le espetó.
—Podría jurarlo —declaró el otro impasible—. Parecía sonar encima de nuestras cabezas. Estábamos sentados en el comedor. Enseguida cesó, y no oímos nada más aparte de los ruidos habituales. Tras la muerte del señor Madison, Los Aguilones permaneció vacía hasta hace un mes, cuando un caballero francés, llamado Lejay, la alquiló…
—¿Amueblada?
—Sí; no se ha tocado nada…
—¿Quién se ocupaba de las tareas domésticas?
—Una pareja que vive en el vecindario se comprometió a hacerlo. El hombre cuidaba el césped y todo eso y la mujer iba una vez a la semana, creo, a hacer la limpieza.
—¿Y Lejay?
—Llegó la semana pasada. Había alquilado la casa por seis meses y su familia tenía que reunirse con él dentro de un par de días. Él, con la ayuda de la pareja que acabo de mencionar y de un criado francés que se trajo consigo, estaba poniendo a punto la casa. El viernes por la noche, alrededor de las doce, el criado entró corriendo en una casa vecina. Gritaba: «¡La mano ardiente!» Cuando al fin llegó un guardia y un grupo acobardado remontó la avenida de entrada a Los Aguilones, encontraron al señor Lejay muerto en la misma, ante los peldaños de entrada, justo al otro lado de la puerta principal. Tenía la misma expresión de horror que…
—¡Vaya historia para la prensa! —exclamó Smith.
—Hasta el momento, el dueño se las ha arreglado para ocultarla, pero esta vez creo que se filtrará a los periódicos, sí.
Se produjo un breve silencio; a continuación, Smith preguntó:
—¿Y ha vuelto a pasar por Los Aguilones?
—Estuve allí el sábado, pero no hay la menor pista. Está claro que el hombre murió de miedo, del mismo modo que Madison. Deberían echar la casa abajo; es atroz.
—Atroz es la palabra —dije—. Jamás había oído nada parecido. ¿Y ese señor Lejay no tenía enemigos? ¿No podría haber algún móvil?
—Ninguno en absoluto. Era un hombre de negocios de Marsella y, por motivos profesionales, tenía que residir en Londres, o en los alrededores, durante algún tiempo. Por eso decidió establecerse aquí durante una temporada, y con esa intención alquiló Los Aguilones.
Nayland Smith recorría la habitación cada vez más rápido mientras se estiraba el lóbulo de la oreja izquierda. La pipa hacía rato que se había apagado.