Apenas tengo un recuerdo difuso de lo sucedido entre aquellos instantes y el momento en que la muerte nos llamó en mitad de la noche. El mulato sirvió una cena excelente en el comedor siniestro y desolado, y el mismo enfermero hercúleo transportó al escritor lisiado hasta la cabecera de la mesa con tanta facilidad como si su peso fuera el de un niño.
Van Roon no dejaba de hablar y demostró un gran conocimiento de toda clase de asuntos misteriosos; Nayland Smith intervenía de vez en cuando, hablando con una rapidez exaltada. Comentaron las precauciones a adoptar en un futuro pero no recuerdo ni una palabra.
No conseguía ahuyentar la sensación de extrañeza que me producía el mulato y cada vez que lo tenía detrás me costaba mucho reprimir un estremecimiento. Así fue transcurriendo aquella velada tan extraña hasta que, por fin, con un trueno distante de fondo, los invitados nos retiramos a nuestros aposentos de la torre Cragmire. Yo ya sabía lo que debía hacer, pues Smith me había susurrado las instrucciones poco antes, y, a los cinco minutos de entrar en mi dormitorio, apagué las velas y deslicé por debajo de la puerta la cuña que Smith me había dado, salí por la ventana a la cornisa y me reuní con mi amigo en su habitación. Él también había apagado las velas y el cuarto estaba a oscuras.
Cuando entré, me agarró de la muñeca en silencio y me obligó a volverme hacia la ventana de nuevo.
—¡Escuche! —dijo.
Miré y me encontré ante un escenario digno de la escena de las brujas de Macbeth. Una especie de fisura hendía los nubarrones que se cernían sobre el páramo, una grieta de luz sobrenatural que se abría paso entre las tinieblas, como una avenida entre murallas de oscuridad. Se oyó un rumor distante, como el rumor del mar cuando enloquece, un coro apagado y remoto quebrado, de vez en cuando, por los tambores del cielo. Al oeste parpadeó un relámpago, aunque con poca intensidad.
Y entonces oímos el grito.
Resonó en la oscuridad del páramo, frenético y distante:
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Smith! —susurré—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué…?
—Señor Smith… —dijo el grito agonizante—. ¡Nayland Smith, socorro! Por el amor de Dios…
—¡Rápido, Smith! —exclamé—. ¡Rápido, amigo! Es Van Roon… se lo llevan… lo van a asesinar…
En silencio, inmóvil, Nayland Smith me aferró para detenerme.
La llamada de socorro sonó más alta, más angustiada, y yo ya no tenía ninguna duda de que era el pobre Van Roon quien estaba gritando.
—¡Señor Smith! ¡Doctor Petrie! Por el amor de Dios, vengan o será demasiado tarde…
—¡Smith! —dije a la vez que me volvía furioso hacia mi amigo—. Si usted piensa quedarse aquí mientras se comete un asesinato, yo no.
La sangre me hervía, estaba furioso. Era increíble, inhumano, que nos quedáramos allí tan tranquilos mientras un hombre estaba asesinando a otro hombre en mitad de la noche; y ese otro hombre, para colmo, era nuestro anfitrión. Me debatí con todas mis fuerzas, pero aunque mi forcejeo hiciera mella en él, como su pesada respiración indicaba, Smith siguió sujetándome con tenacidad. Estaba tan enfadado que, de haber tenido las manos libres, le habría golpeado, pues no cabía duda de que los gritos eran cada vez más lastimosos, aunque ahora algo más débiles. Por fin, Smith habló con furia, jadeando entre palabra y palabra, escueto.
—¡Estése quieto, necio! —me espetó—. Me parece un insulto que me crea capaz de no prestar ayuda a alguien que realmente la necesita.
Sus palabras fueron para mí como una ducha de agua fría; en ese mismo instante, comprendí que había sido un estúpido.
—¿No recuerda lo que pasó hace dos años, la Llamada de Siva y lo que les sucedía a quienes acudían a ella? —dijo al tiempo que me empujaba con irritación.
—¿Por qué no me ha dicho…?
—¡Decírselo! ¡Habría salido por la ventana antes de que hubiese pronunciado dos palabras!
Comprendí que tenía razón y que su enfado estaba justificado.
—Perdóneme, amigo —dije cabizbajo—, pero admitirá que he tenido una reacción lógica. Debe recordar que me han enseñado a actuar de inmediato cuando alguien pide ayuda.
—¡Cállese, Petrie! —gruñó—. Y olvídelo.
Los gritos habían cesado del todo y el retumbe de un trueno, más fuerte que cualquiera de los anteriores, resonó sobre el lejano Sedgemor. El rayo de luz que hendía los cielos se apagó y la noche recuperó su negrura.
—¡No hable! —me espetó Smith—; ¡actúe! ¿Ha trabado la puerta?
—Sí.
—Bien. Métase en ese armario, prepare la Browning y deje la puerta ajustada.
Aquel estado de ánimo exaltado que yo ya conocía y que siempre lograba contagiarme se había apoderado de él. No dije nada más; me metí en el armario indicado y entorné la puerta. El interior del mueble tenía la suficiente amplitud para albergarme y por el resquicio que se formaba entre las dos puertas cerradas podía atisbar la cama, la ventana abierta y parte de la pared de enfrente. Smith se dirigió al otro lado de la habitación al mismo tiempo que un trueno ensordecedor retumbaba sobre la casa. El resplandor de un relámpago parpadeó en la penumbra.
La luz me permitió avistar la cama con toda claridad y me pareció intuir la silueta de Smith tumbada sobre la misma, con las sábanas por encima de la cabeza. La luz se extinguió y oí goterones de lluvia que tamborileaban en el canalón de plomo.
Estaba de un humor inusitado, diría que poco apasionado, y era presa de la incertidumbre. No dudaba que Van Roon yacía muerto en el páramo y, aunque reconocía que un cadáver era más que suficiente, no acertaba a adivinar por qué no habíamos acudido en su ayuda. Habría sido lamentable no poder salvarle sabiendo que estaba en peligro, pero negarnos a prestarle auxilio me parecía vergonzoso. Mejor hubiera sido compartir su destino, aun así…
El chaparrón era cada vez más fuerte y ahora resonaba en el canalón con un tabaleo regular. El parpadeo de un nuevo relámpago rasgó el cuadrado de impenetrable oscuridad que el marco de la ventana delimitaba. La cama volvió a iluminarse y de nuevo tuve la impresión de que Smith estaba acurrucado bajo las sábanas. La luz cegadora se extinguió para dar paso al trueno, violento y sobrecogedor, más cerca de la torre que nunca. El edificio pareció tambalearse.
El horror y la cólera de los cielos habían irrumpido al mismo tiempo, negros e iracundos tras la claridad del día. No cabe duda de que aquellos sucesos y el escenario que los albergaba habrían aterrorizado al más valiente; sin embargo, por alguna razón, yo los contemplaba con frialdad y me mantenía al margen de la espiral de acontecimientos, como un mero espectador. Incluso cuando una luz amarilla indefinida atravesó la habitación procedente de la puerta y parpadeó insegura sobre la cama, permanecí, hasta cierto punto, impasible, aunque era consciente de la trascendencia del incidente. Comprendí que estaba a punto de presenciar el último acto, pero ya fuese porque estaba emocionalmente agotado o por algún otro motivo, la inminencia del desenlace no consiguió alterarme.
De puntillas, descalzo, Kegan van Roon entró en mi campo de visión. Iba en mangas de camisa. Llevaba una vela encendida en una mano, mientras que con la otra protegía la llama de la brisa de la ventana. Ya no era paralítico y las lentes ahumadas no se veían por ninguna parte; en el momento de su aparición, la vela iluminaba de lleno el rostro delgado y cetrino. En cuanto pude contemplar sus ojos, la mayor parte del misterio de la torre Cragmire se resolvió por sí solo; tenía los ojos rasgados, muy poco, pero rasgados sin lugar a dudas. Pese a ser un hombre erudito y, muy probablemente, un ciudadano americano, ¡Van Roon era chino!
No me extenderé en la descripción de su rostro tal como lo vi entonces. No provocaba el terror sobrenatural que infundía el semblante inolvidable de Fu-Manchú, pero poseía una especie de perfidia animal de la que el otro carecía… Se quedó a un metro aproximado de la cama, sin apartar la vista de ella. A continuación, con una actitud indecisa y cautelosa que decía mucho de la reputación de Nayland Smith, se detuvo e hizo señas a alguien que aguardaba en el umbral. Pude apreciar que las perneras de sus pantalones estaban manchadas de limo verdoso casi hasta las rodillas.
El enorme mulato, sin hacer ruido, atravesó el dormitorio de cinco zancadas. Iba desnudo de cintura para arriba y, exceptuando el de algunos atletas profesionales, jamás había visto un torso comparable a aquel que, oscuro y reluciente, ahora se inclinaba sobre Nayland Smith. La masa muscular era impresionante; el cuello del hombre parecía una columna, y los tendones de la espalda y los hombros semejaban tentáculos de hiedra aferrados al retorcido tronco de un roble.
Mientras Van Roon, con la mirada maléfica fija en la cama, sostenía la vela en alto, el mulato, tras un curioso movimiento ondulante de los hombros robustos, acercó los dedos extendidos a las sábanas…
Abrí la puerta del armario y lo apunté con la Browning. Al instante sucedió algo sorprendente. Una figura alta y cenceña se abalanzó de repente hacia delante desde detrás de la cama. ¡Era Nayland Smith!
Blandía un bastón en alto. Yo sabía que la empuñadura era de plomo y el silbido acerado que se oyó cuando el objeto cortó el aire me permitió calcular la fuerza con que lo había descargado. El bastón cayó sobre el cráneo del mulato produciendo un crujido repugnante y aquel cuerpo grande y oscuro se desplomó inerte sobre la cama… donde no descansaba Smith, sino su maleta. No se oyó una palabra, ni un grito.
—¡Dispare, Petrie! ¡Dispare al diablo! ¡Dispare!
Van Roon dejó caer la vela, que resplandeció iluminándole el blanco de los ojos, se dio la vuelta y salió del dormitorio con la agilidad de un gato montés. Un rayo quebró la oscuridad que nos envolvía. Nayland Smith esquivó la parte inferior de la cama y se dirigió hacia la puerta como una exhalación.
Llegamos al umbral casi al mismo tiempo. Smith había soltado el bastón y ahora empuñaba una pistola. Disparamos al mismo tiempo al vacío del pasillo y, a la luz del fogonazo, advertimos que Van Roon se abalanzaba escaleras abajo. Sus pies descalzos no hicieron ningún ruido; el fragor de un trueno ahogó el repiqueteo de los nuestros.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Tres veces nuestras pistolas escupieron con saña a la figura que huía… Poco después cruzamos el recibidor y salimos a la noche entre la lluvia que caía a chorro sobre nosotros. Entreví la camisa blanca del fugitivo junto a la esquina de la muralla. Titubeó un momento y poco después salió disparado tierra adentro, no hacia Saúl sino hacia la marisma y hacia la hondonada de la bahía seca.
—¡Calma, Petrie, calma! —gritó Nayland Smith. Corría jadeando a mi lado—. Es el camino a la marisma. —Respiraciones sibilantes se entremezclaban con sus palabras—. Era ahí adonde querían llevarnos… con ese grito de socorro.
El resplandor de un nuevo relámpago iluminó el paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Delante de nosotros corría una figura de cabello lacio y brillante a causa de la lluvia. Seguía el pequeño sendero que rodeaba la lengua verde del cenagal que habíamos divisado desde las tierras altas.
Era Kegan van Roon. Echó un vistazo por encima del hombro y atisbamos su rostro amarillo y aterrorizado. Lo estábamos alcanzando. Cayó la oscuridad de nuevo y el trueno crepitó y estalló como si el mismo páramo se quebrara a nuestro alrededor.
—Cincuenta metros más —dijo Nayland Smith jadeando—. Después entraremos en terreno desconocido.
Seguimos corriendo a través de la lluvia y la oscuridad; de repente, Smith exclamó:
—¡Más despacio, más despacio! ¡El suelo es blando!
Justo a tiempo, pues yo ya había dado un paso en falso y las voraces arenas movedizas me habían aferrado el pie hasta casi hacerme perder el equilibrio.
—¡Nos hemos salido del camino!
Nos detuvimos en seco. La lluvia formaba una muralla a nuestro alrededor. No me atrevía a moverme, pues sabía que la marisma, la marisma insaciable, se desparramaba, ávida, a sólo un paso. Mientras aguardábamos el siguiente relámpago, oímos un grito en la oscuridad, una llamada de auxilio que, aún ahora, resuena de vez en cuando en mis oídos. Sin embargo, era el mismo grito angustiado que había sonado un rato antes.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Rápido! Me hundo…
Nayland Smith me cogió del brazo con fuerza.
—¡Será mejor que no nos movamos, Petrie…, será mejor! —jadeó—. ¡Por una vez, Dios hace justicia!
Entonces llegó el relámpago e, ignorando el chasquido que retumbaba sobre nuestras cabezas, ambos miramos hacia delante, a la marisma.
Justo al borde de la siniestra mancha verde, a menos de treinta metros de nosotros, vi la cabeza, los hombros y los brazos extendidos de Van Roon. Aún no había cesado el parpadeo del relámpago cuando Van Roon desapareció ante nuestros ojos; con un último grito prolongado, tan lúgubre como el lamento de la gaviota, se hundió en el lodo.
La fantasmagórica luz se extinguió y, justo antes de que retumbase el trueno, nos volvimos a tiempo de ver cómo la torre Cragmire, una sombra negra contra la oscuridad de la noche, se desmoronaba. Sobre el edificio, distinguimos un resplandor rojo, el trueno retumbó en las cavernas del espacio. Nayland Smith inclinó su rostro húmedo hacia el mío y me gritó al oído.
—Kegan van Roon no volvió de China. Era una trampa. Ambos eran criaturas del doctor Fu-Manchú…
El trueno remitió, hueco, y reverberó en el mar distante…
—¿Y la luz de la marisma?
—No le han enseñado el alfabeto Morse, Petrie. Era una señal que decía: SMITH SOS.
—¿Y?
—Probé suerte, como ya sabe. ¡Y era Karamaneh! Sabía que iban a intentar empujarnos hacia las arenas movedizas. Nos ha seguido desde Londres, pero no podía hacer nada hasta el anochecer. Dios me perdone si he sido injusto con ella… después de esta noche le debemos la vida.
Las llamas envolvían el edificio construido junto a las ruinas de una antigua torre que había desafiado incontables tormentas sólo para sucumbir al fin. El rayo, literalmente, la había partido en dos.
—¿Y el mulato…?
Resplandeció un nuevo relámpago e iluminó el sendero que nos disponíamos a desandar. Nayland Smith se volvió hacia mí; su rostro aparecía sombrío bajo aquella luz sobrenatural y los ojos le brillaban como acero.
—Lo he matado, Petrie… tal como pretendía.
Desde lo alto de Sedgemor, entre chasquidos, retumbos y estallidos, cada vez más alta, hasta alcanzar un imponente clímax, llegó a nuestros oídos la terrible carcajada de Júpiter, el destructor de la torre Cragmire.