22. EL MULATO

La sala en la que nos recibió Van Roon recordaba, en la forma, a una antigua cerradura; a un extremo estaba la base de la torre, a partir de la cual se había construido el resto. Era una habitación extraña en muchos aspectos, aunque la característica que más me sorprendió fue que no tenía ventanas.

En la habitación que se formaba en la base de la torre, tras una mesa atestada, estaba sentado Van Roon. Sobre la mesa había un quinqué de estilo victoriano con la pantalla verde, que constituía la única iluminación del aposento. Adiviné que había librerías alineadas en la zona cuadrangular de aquel extraño despacho, aunque el fondo del mismo se veía tan oscuro como una catacumba. Los muros estaban forrados de madera y las vigas del techo eran de roble. Al lado de la mesa había estanterías pequeñas y también un armario desvencijado. El famoso escritor y viajero americano descansaba en una tumbona de mimbre. Usaba lentes ahumadas; exhibía una tez cetrina bien afeitada y tenía el pelo espeso y de un color negro azabache. Iba ataviado con una desastrada bata de color rojo y una densa humareda de tabaco ensuciaba el ambiente. No se levantó para recibirnos, se limitó a tender la mano derecha con la tarjeta de Smith entre dos dedos.

—Ruego disculpen la obligada descortesía a la que me veo impelido a causa de mi discapacidad, caballeros —dijo—; pero estoy pagando las consecuencias de una temeridad perpetrada en China que no debí cometer.

Hizo un gesto impreciso con la mano y advertí que, junto a la mesa, había dos sillas rústicas de madera de pino. Smith y yo nos sentamos. Mi amigo apoyó el codo en la mesa y se quedó mirando el rostro del hombre al que habíamos venido a visitar. Aunque relativamente desconocido entre el público inglés, el nombre de Van Roon era muy famoso en los círculos literarios americanos; en Estados Unidos gozaba de una reputación comparable a la que se había ganado nuestro mutuo amigo, sir Lionel Barton, nombre con el que los ingleses se hallan muy familiarizados. Fue Van Roon quien, siguiendo los pasos de madame Blavatsky, había buscado los escondrijos de los legendarios mahatmas en el Himalaya y también quien había explorado las tórridas ciénagas del Yucatán en busca del secreto de la desaparecida Atlántida; últimamente, había sido Van Roon quien, con un vehículo terrestre especialmente construido para él por una famosa empresa americana, había emprendido el viaje por China.

Estudié aquel rostro cetrino con curiosidad. Las lentes ahumadas acentuaban la impasibilidad natural de los rasgos hasta tal punto que igual podría haber escrutado el rostro de una talla de Buda; el examen fue inútil. El mulato se había retirado, y en un ambiente tenebroso y cargado, Smith y yo nos quedamos mirando, quizá con algo de descortesía, al objeto de nuestro viaje a la zona de Cornualles, al sudoeste del país.

—Señor Van Roon, sin duda habrá leído esta noticia —dijo mi amigo de repente—. Ha salido esta mañana en el Daily Telegraph.

Se levantó, sacó el recorte de la agenda y lo colocó sobre la mesa.

—La he leído, sí —dijo Van Roon y esbozó una leve sonrisa, dejando a la vista una hilera de dientes blancos y uniformes—. ¿Debo el placer de su presencia en mi casa a esta noticia?

—La información ha aparecido en la edición matutina —contestó Smith—. Una hora después de leerla, mi amigo, el doctor Petrie, y yo hemos tomado el tren hacia Bridgwater.

—Estoy encantado con su presencia, caballeros, y sería una descortesía preguntarles los motivos que les traen a mi casa, pero, la verdad, no acierto a comprender por qué me honran con su visita. Dios sabe que soy un mal anfitrión, pues a causa de tener los miembros amputados o paralizados, obsequio de los diablos chinos cuyos secretos descubrí, y debido también a la ceguera parcial que padezco, fruto de lo mismo, soy una triste compañía.

Nayland Smith levantó la mano derecha para mostrar su desacuerdo. Van Roon nos ofreció una caja de cigarros y dio unas palmadas. Instantes después entró el mulato.

—Deduzco que tiene algo que contarme, señor Smith —dijo—; sugiero que tomemos un whisky con soda… o tal vez prefieran un té, dado que casi es la hora.

Smith y yo aceptamos la primera sugerencia y cuando el silencioso mestizo desapareció para cumplir el encargo, mi amigo, inclinado sobre la atestada mesa y con expresión solemne, le resumió a Van Roon la historia de Fu-Manchú, aquel ser poderoso y malvado cuya actual misión en Inglaterra no era otra que la de impedir que se propagara el tipo de informaciones que nuestro anfitrión se disponía a divulgar.

—Existe una conspiración a gran escala, señor Van Roon —dijo—, y el origen del movimiento parece situarse justo en la provincia de Ho-Nan, de donde tuvo la suerte de escapar con vida; tenga el alcance que tenga y sean cuales sean sus limitaciones, se ha consolidado una gran sociedad secreta entre las razas amarillas. Eso significa que China, nación que ha permanecido aletargada durante muchas generaciones, acaba de despertar de un largo sueño. No hace falta que le diga lo que eso significa, las cosas están al rojo vivo…

—En una palabra —interrumpió Van Roon a la vez que empujaba el vaso de Smith por encima de la mesa—, usted piensa que…

—¡Que no vale la pena arriesgar la vida! —replicó Smith haciendo chasquear los dedos en las narices del otro.

Se hizo un silencio inquietante. Observé a Van Roon con curiosidad: aquella figura apoltronada entre cojines, la palidez cadavérica de su rostro sereno a la luz verdosa de la lámpara. Tenía el cabo del cigarro entre los dientes pero hacía rato que se le había apagado, al parecer sin que se diese cuenta. Smith lo contemplaba también desde la penumbra. A continuación, el americano dijo:

—Sus palabras son muy inquietantes. No puedo poner en duda la información, pues, para mi desgracia, conozco la existencia del grupo que usted menciona. Sin embargo, jamás hubiera imaginado que tuvieran un agente en Inglaterra. Sin pretenderlo, al retirarme a esta residencia solitaria, les he facilitado las cosas… ¡Mi querido señor Smith, soy la negligencia personificada! Creo que lo más natural es que pasen la noche aquí y confío en que se queden algunos días…

Smith me dirigió una rápida mirada y se volvió de nuevo hacia nuestro anfitrión.

—No quisiéramos causarle molestias —dijo—, pero por su propio interés creo que será mejor aceptar su amable oferta. No creo que el enemigo esté al tanto de nuestra llegada, o eso espero. De momento, lo mejor será que nos dejemos ver lo menos posible, al menos hasta que hayamos trazado un plan.

—Hagar irá a la estación a buscar su equipaje —dijo el americano sin dudar un instante. Dio una palmada, la señal habitual para llamar al mulato.

Mientras le daba instrucciones, advertí que Nayland Smith observaba con atención al criado; cuando hubo partido, interrogó al americano:

—¿Cuánto tiempo lleva ese hombre a su servicio?

Van Roon pareció forzar sus ojos ciegos para escudriñar a mi amigo.

—Unos cuantos años —contestó—; me acompañó a la India… y también a China.

—¿Dónde lo contrató?

—En realidad, en Saint Kitts.

—Hummm… —rumió Smith y, con un gesto automático, sacó la pipa y se dispuso a cargarla.

—No puedo brindarles mi compañía, caballeros —prosiguió Van Roon—, pero a menos que interfiera en sus planes, tal vez les interese echar un vistazo a los alrededores hasta la hora de la cena. Por cierto, creo que puedo prometerles un buen ágape; Hagar es un cocinero ejemplar.

—Nos encantaría dar un paseo, pero podría ser peligroso —dijo Smith.

—¡Ah! Quizá tenga razón. Deduzco que teme que se produzca un atentado contra mi persona.

—¡En cualquier momento!

—¡Una perspectiva inquietante para un inválido como yo! Sea como fuere, me pongo en sus manos sin reservas. Sin embargo, no deben marcharse de esta zona de renombrado interés sin visitar algunos de sus monumentos. Para mí, empapado como estoy de lo que podríamos denominar conocimientos ocultos, es un auténtico país de las maravillas, casi tan interesante, en otro estilo, como las cuevas y las selvas de Indostán descritas por madame Blavatsky.

Aquella voz aguda, cuya pesada cadencia no era tan americana como su acento, se hizo aún más aflautada; hablaba con un ardor entusiasta.

—Cuando me enteré de que la torre Cragmire estaba en alquiler —prosiguió—, pensé que «quien no corre, vuela», agarré la oportunidad al vuelo (disculpen la expresión, viniendo de un lisiado). Es el sueño de un cazafantasmas. La misma torre es de origen desconocido, aunque se suele considerar fenicia, y cuentan que la casa albergó al doctor Macleod, el nigromante, después de que lograra escapar de Jaime de Escocia. Además, para mayor interés, colinda con Sedgemor, el emplazamiento de la sangrienta batalla que tuvo lugar durante la rebelión Monmouth, en el transcurso de la cual perdió la vida un millar de hombres. Cuenta la leyenda que, las noches de tormenta, puede verse al infortunado duque y a sus soldados, con antorchas en alto, recorriendo el sendero que rodea el marjal que da nombre a este edificio.

—Supongo que sólo son fuegos fatuos —dijo Smith mordiendo la pipa con fuerza.

—Su mente práctica busca una explicación lógica, como es natural —dijo Van Roon sonriendo—, pero yo tengo otra teoría. Aparte de todos los encantos de Sedgemor (la marisma embrujada, por ejemplo), cuando hace buen día, se ven desde aquí las ruinas de la abadía de Glastonbury. Esa abadía, como sabrán, es muy famosa en la historia de la alquimia. Fue en las ruinas de la abadía de Glastonbury donde el hábil Kelly, compañero del doctor Dee, descubrió, durante el reinado de Isabel, los famosos cofres de Saint Dustan, que contenían los tintes…

Y siguió hablando, enumerando los extraños encantos de su morada, maravillas que, al menos para mí, no tenían ningún aliciente. Por fin, Nayland Smith dijo:

—No queremos abusar más de su amabilidad. —Se levantó—. Sin duda podremos entretenernos solos por los alrededores hasta que regrese su criado.

—¡Considérense en la torre Cragmire como en su casa, caballeros! —exclamó Van Roon—. La mayoría de las habitaciones no tiene muebles y el jardín es un yermo, pero la estructura de la torre tal vez les interese desde un punto de vista arqueológico y las vistas del páramo son tan estupendas como todas las de por aquí.

Así, con una sonrisa luminosa y un gesto de aquella mano delgada y amarillenta, el viajero inválido nos invitó a explorar su singular morada. Mientras salía de la habitación, pegado a los talones de Smith, miré hacia atrás, no sabría decir por qué. Van Roon, en su verdoso y umbrío santuario, ya se había inclinado sobre sus papeles y la luz reflejada en las gafas ahumadas producía la extraña ilusión de que miraba por encima de las lentes y no hacia la mesa como sugería su actitud. No obstante, quizá debiera haberse atribuido al singular claroscuro de la escena. Sea como fuere, otorgaba a la figura sentada una apariencia maligna. En completa oscuridad, atravesé la sala contigua hacia la puerta principal. Cuando Smith la abrió, me sorprendió descubrir que había caído la noche, que se imponía la oscuridad allí donde yo hubiera querido encontrar luz.

Los jirones plateados que surcaban el horizonte en el momento de nuestra llegada se habían convertido en densos nubarrones. El ocaso borrascoso arañaba rayos escarlatas en el firmamento, donde una gran cadena de nubes, semejante al humo grasiento de una ciudad en llamas, se amontonaba, cúmulo sobre cúmulo, iluminado por aquel rojo violento. Mientras bajábamos los peldaños y nos acercábamos a la puerta, me volví y miré los páramos que quedaban a nuestras espaldas. Un reflejo de aquel resplandor distante bañaba de escarlata todo el paisaje. La bahía interior resplandecía con fuerza, como encendida por fuegos internos y no por un reflejo de luz; una escena agresiva y majestuosa a un tiempo.

Nayland Smith, pensativo, contemplaba la punta cónica de la torre con curiosidad. Absorto durante la conversación mantenida con nuestro anfitrión, había olvidado el terror irracional que había sentido en el momento de nuestra llegada, pero ahora, contemplando la luz roja que incendiaba Sedgemor, reminiscencia de la sangre derramada en el lugar, y la torre de origen desconocido que se erguía ante mí, volví a sentirme muy incómodo; para nada envidiaba a Van Roon su extraña vivienda. Por la noche, la proximidad de cualquier tipo de torre me impresiona de un modo inexplicable, y en aquella ocasión influían también otros factores.

—¿Qué es eso? —exclamó Smith de repente a la vez que se agarraba a mi brazo.

Miraba en dirección sur, hacia el lejano caserío y, sobresaltado por las palabras y el súbito gesto, observé a mi vez.

—Nos han seguido, Petrie —dijo casi en susurros—. No he conseguido ver al perseguidor, pero juraría que nos han seguido. ¡Mire! ¡Algo se mueve por allí!

Ambos nos quedamos mirando hacia poniente; de súbito, Smith lanzó una de sus carcajadas poco habituales y me dio una palmada en el hombro.

—¡Es Hagar, el mulato! —exclamó—. ¡Viene con el equipaje! Ese curioso americano, con sus historias de luces fantasmales y abadías encantadas, nos ha puesto los nervios de punta. —Miró hacia la torre—. ¡Vaya lugar para vivir! La verdad, no creo que pudiera soportarlo.

Juntos aguardamos cerca de la puerta hasta que el mestizo apareció por un recodo del sendero con una maleta en cada mano. Era un tipo grande y musculoso, de rostro imperturbable. Para la visita a Saúl, se había quitado la ropa blanca y se había puesto para la ocasión una especie de librea y una gorra con visera.

Smith lo miró mientras entraba en la casa. Después rumió:

—Me pregunto dónde consigue Van Roon las provisiones y todo eso. Es extraño que no supieran nada del nuevo inquilino de la torre Cragmire en Los Carreteros.

Entonces adoptó un súbito ademán expectante que me siento incapaz de describir. Volvió a mirar hacia el interior y se quedó en esa postura, estirándose la oreja izquierda y chascando la lengua. Me miró, y sus ojos brillaban a la luz del atardecer, iluminados por un resplandor rojizo. No pronunció palabra, se limitó a tomarme del brazo y me llevó a dar una vuelta por los alrededores de la casa. Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que llegamos de nuevo a la puerta de la torre Cragmire; entonces, Smith musitó:

—Juraría que alguien nos ha seguido hoy.

La luz de una lámpara sujeta a un soporte de hierro iluminaba la estancia elevada que quedaba al otro lado del umbral: un vestíbulo rectangular apenas amueblado. La puerta del despacho, situada frente a la entrada, estaba cerrada. El mulato nos condujo por la escalera que quedaba a la izquierda. Llegamos al piso superior y vimos un pasillo que recorría la casa de punta a punta. El mulato le señaló a Smith la primera puerta a la izquierda. Era una habitación de tamaño mediano, amueblada con sencillez. Contaba con un armario ropero y la bolsa de Smith estaba junto a la cama lacada en blanco. Miré a mi alrededor y me dispuse a acompañar al hombre, que aguardaba en el umbral.

El criado aún llevaba puesta la librea azul. Mientras seguía por el pasillo a aquella figura grácil aunque musculosa, me sorprendí observando con reparo la anchura de los hombros y el extraordinario grosor del cuello.

He hablado en repetidas ocasiones de una especie de presentimiento, de un inaprensible resquemor en las entrañas que me asaltaba cuando Fu-Manchú o alguno de sus sirvientes andaban cerca. Sin motivo aparente, al asomarme al aseado dormitorio que me estaba destinado, situado al mismo lado del pasillo que el de Smith pero en el extremo opuesto, volvió a invadirme aquella sensación. Una voz interior me dijo que diese media vuelta; se me encogió el corazón presa de un pánico infantil, sentí terror a entrar en la habitación, a permitir que el mulato penetrase detrás de mí.

Sin duda, no fue más que una reacción inconsciente al desasosiego que había sentido al reparar en la complexión del criado pero, fuera cual fuese el origen de la corazonada, me sentí incapaz de desoírla. De modo que asentí, di media vuelta y regresé al dormitorio de Smith.

Cerré la puerta y me volví hacia mi amigo, que me observaba atónito.

—¡Smith, ese hombre me produce escalofríos! —dije.

Sin desviar la mirada, mi amigo asintió.

—Posee usted una extraña sensibilidad para esas cosas —respondió despacio—. Ya había reparado en esa capacidad suya de incalculable utilidad. A mí tampoco me gusta la expresión de ese tipo. El hecho de que lleve algunos años al servicio de Van Roon no significa nada. Ninguno de nosotros podrá olvidar a Kui, el criado chino de sir Lionel Barton, y es muy posible que Fu-Manchú haya corrompido a este hombre como corrompió al otro. Es muy posible…

Su voz se extinguió en el silencio, y se quedó mirando al vacío, en ademán de profunda reflexión. La noche había caído del todo y, al otro lado de la ventana desnuda, abierta a la regular extensión de Sedgemor, podría verse el marjal embrujado. En la cómoda brillaban dos velas; las habían encendido hacía muy poco y el silencio era tan completo que percibí con toda claridad el chasquido de una mecha húmeda. De repente, sin avisarme de lo que se proponía, Smith dio dos pasos adelante, extendió sus dos largos brazos y apagó ambas velas.

La habitación quedó sumida en una oscuridad impenetrable.

—¡Ni una palabra, Petrie! —susurró mi compañero.

Caminé despacio para reunirme con él pero, mientras lo hacía, advertí que él también avanzaba; por segunda vez desde que habíamos llegado a la torre Cragmire, mis pensamientos volaron hacia El hombre de la marisma.

Lejos de la hermandad de los hombres,

en el misterio del pantano,

aguardo junto a las criaturas de Dios,

entre los pájaros que amo;

donde los vientos susurran, donde el himno del mar

me trae, desde el océano, un mensaje de paz.

Una luz bailoteaba en el páramo, una luz embrujada que iba y venía a su antojo, arriba y abajo, adentro y afuera, claramente visible durante unos instantes, envuelta en oscuridad después.

—¡Cierre la puerta! —me espetó mi compañero—. Debe de haber una llave.

Recorrí el dormitorio de puntillas y palpé el pomo un instante.

—No hay llave —le informé.

—Entonces encaje una silla bajo el pomo y no deje entrar a nadie hasta que vuelva —dijo para mi sorpresa.

Tras eso, abrió la ventana de par en par, pasó una pierna por encima del alféizar y avanzó de puntillas por la ancha cornisa, junto al canalón de plomo, en dirección a la torre de la derecha.

Haciendo caso omiso de sus instrucciones respecto a la silla, me asomé a la ventana para observar su avance y me pregunté qué mosca le había picado. La verdad, no daba crédito a mis sentidos, no sabía si lo que estaba viendo y oyendo era real. Sin embargo, allí, envuelto en la oscuridad del páramo, se movía el fuego fatuo, y mi amigo caminaba por la cornisa, a diez metros de la ventana, como un gato grande y delgado. Sin que yo lo supiese, debía de haber previsto la ruta a la luz del día pues, de repente, comprendí adonde se dirigía. La cornisa acababa en el muro de la torre y para un escalador ágil sería sencillo pasar de la misma al borde de la ventana que quedaba un metro más abajo aproximadamente, trepar desde allí a la muralla y saltar al sendero por el que habíamos llegado de Saúl.

Nayland Smith llevó a cabo aquel difícil ejercicio y para mi sorpresa infinita corrió como loco hacia la luz danzarina. La noche lo engulló. Presa de la sorpresa y el miedo, las manos me temblaban con tanta violencia que apenas pude seguir donde estaba, es decir: apoyado con todo mi peso en el alféizar de la ventana.

Me parecía estar atravesando las fases febriles de una pesadilla. El silencio era absoluto en la torre Cragmire, tanto a mi alrededor como en el piso de abajo, pero me llegó un olor suave a comida. En el exterior, se oía el susurro tenue del mar en la lejanía, pero no había luna o estrellas que mitigasen la impenetrable oscuridad. Sólo aquella luz misteriosa en la marisma que seguía moviéndose y bailoteando.

Pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco minutos. La luz se extinguió y no volvió a aparecer. Transcurrieron otros cinco minutos de silencio sepulcral. Yo escudriñaba la oscuridad de la noche y aguardaba, tenso, el regreso de Nayland Smith. Pensé que dos minutos más de incertidumbre me hundirían en un abismo de desesperación.

Entonces, una forma fantasmagórica emergió de las tinieblas; instantes después, oí la pesada respiración de un hombre agotado y vi a mi amigo trepar hacia la negra aspillera de la torre. Entre jadeos, oí la precipitada voz de mi amigo:

—¡Salga y écheme una mano, Petrie! No puedo más.

Me deslicé al otro lado de la ventana y, haciendo de tripas corazón, intenté serenar mis nervios crispados. Avancé de puntillas hasta el final de la cornisa a tiempo para alcanzar la mano que Smith me tendía y tiré de él para ayudarlo a subir. Temblaba del esfuerzo y, sin mi ayuda, tal vez se hubiera caído. De nuevo en la habitación, respirando a trompicones, dijo:

—¡Rápido, encienda las velas! ¿Ha venido alguien?

—Nadie… nada.

Tras varios intentos, pues los dedos no me respondían, conseguí al fin encender las velas.

—¡Vuelva a su dormitorio! —ordenó Smith—. De momento, sus temores parecen infundados, pero será mejor que deje las dos puertas abiertas de par en par.

Le miré el rostro; parecía fatigado y preocupado. El sudor le corría por la frente, pero sus ojos tenían un brillo exaltado y supe que aquella noche era la víspera de extraños acontecimientos.