21. LA TORRE CRAGMIRE

No habían pasado más de dos horas cuando el inspector Weymouth y un grupo de New Scotland Yard llegaron para registrar la casa de Museum Street. Encontraron las existencias de J. Salaman prácticamente intactas y, en aquellas habitaciones tan curiosas, todas las pruebas de lo que había sido una huida precipitada.

En cuanto a los instrumentos, las drogas y el resto de objetos de laboratorio, no quedaba absolutamente nada. Habría dado el sueldo de un año por quedarme tan sólo con los libros. No cabía la menor duda de que contenían fórmulas concebidas con el propósito de revolucionar la ciencia médica.

Exhausto, tanto física como espiritualmente, y con la cabeza hecha un mar de dudas (ni que decir tiene respecto a quién), me acosté al fin, agradecido. Ya me habían curado la herida leve de la pierna aplicándome un vendaje.

Tenía la sensación de que apenas había cerrado los ojos cuando Nayland Smith me despertó con un zarandeo.

—Debe de estar agotado —dijo—, pero su loca excursión de ayer por la noche no le da derecho a exigir compasión. Lea esto. Dentro de una hora sale un tren. Reservaremos un compartimento y podrá reanudar la siesta en alguno de los asientos.

Mientras me incorporaba con dificultad en la cama, sin dejar de frotarme los ojos, Smith me tendió el Daily Telegraph señalando la siguiente noticia en la página de literatura:

Los señores M… anuncian que publicarán en breve el tan esperado libro de Kegan van Roon, el famoso viajero americano, orientalista y parapsicólogo, respecto a sus recientes investigaciones en China. Sin duda recordarán que el señor Van Roon emprendió un viaje en automóvil desde Cantón hasta Siberia el invierno pasado, pero encontró dificultades imprevistas en la provincia de Ho-Nan. Cayó en manos de un grupo integrista y tuvo suerte de escapar con vida. El libro se centrará en las experiencias de Ho-Nan, y el autor promete hacer sensacionales revelaciones respecto al despertar de un pueblo sumamente misterioso: el chino. Por razones personales, ha decidido quedarse en Inglaterra hasta que el libro esté terminado (será publicado simultáneamente en Nueva York y Londres) y ha alquilado la torre Cragmire, en Somersetshire, romántica e histórica residencia donde cotejará sus notas y preparará un libro que promete ser un clásico incluso antes de su publicación.

Alcé la vista del periódico y encontré los ojos de Smith fijos en mí con expresión inquisitiva.

—Por lo que he podido averiguar, si tenemos suerte llegaremos a Saúl antes del anochecer —dijo.

Mientras se daba la vuelta y abandonaba la habitación sin más comentarios, comprendí, de repente, el significado de aquella expedición; la ominosa tranquilidad de mi amigo indicaba una tensión reprimida.

La suerte estaba de nuestra parte (o eso parecía), y aunque no esperábamos llegar a Saúl antes del anochecer, la tarde otoñal estaba en su mejor momento cuando dejamos atrás la pequeña aldea y el vetusto albergue, y nos pusimos en camino en dirección este, con el canal de Bristol a la izquierda y la suave pendiente de las tierras altas a la derecha. La tortuosa calle mayor constituía la práctica totalidad de la aldea de Saúl, y la posada Los Carreteros era la última casa de la calle. Ahora, mientras recorríamos el sendero a través del páramo hacia la cima de la pendiente, nos detuvimos y miramos el camino que habíamos dejado atrás. Ya llevábamos andado más de un kilómetro, pero aún vislumbrábamos los rayos del sol iluminando de vez en cuando el letrero dorado de la posada, que se balanceaba con la brisa. El día había sido sofocante pero esa misma brisa marina, que contenía un leve efluvio del inmenso Atlántico, había atenuado el bochorno. El sendero, pues, descendía a nuestras espaldas hacia Saúl, vacío ahora de cualquier ser viviente; al este y al nordeste la monotonía del páramo apuntaba hacia el brumoso horizonte, donde empezaba el cielo y el mar se agazapaba a lo lejos; al oeste, el terreno descendía en suave declive desde lo alto de la cuesta que acabábamos de remontar y en el lugar donde nos hallábamos, hasta donde alcanzaba la vista, el aspecto del terreno recordaba a un enorme lago seco. Las extrañas manchas que salpicaban el terreno reforzaban esta impresión, pues a veces el páramo se extendía durante más de medio kilómetro y de repente se producía un brusco cambio (o lo que parecería un brusco cambio a vista de pájaro). Un verdor encendido marcaba aquellas variaciones, después se fundía en una mancha de color pardo y de nuevo en un verde brillante; más adelante empezaba otra vez el páramo.

—Aquello debe de ser el pico de Glastonbury, supongo —dijo Smith, que se había acercado los prismáticos a los ojos para mirar en dirección este—; o mucho me equivoco o allá a lo lejos está la torre Cragmire.

Usando la mano de visera, miré a mi vez hacia delante y vi el lugar al que nos dirigíamos: una de aquellas torres redondas, más frecuentes en Irlanda, que algunos expertos consideran de origen fenicio. Alrededor de la misma se arracimaba un conjunto de edificios destartalados y una especie de lengua del mismo verde violento que salpicaba las tierras bajas se extendía inesperadamente hacia delante hasta casi alcanzar la base de la torre. Aparte de algunos morones, colinas bajas y pilas de cantos rodados que salpicaban la zona, el terreno era tan llano como la palma de mi mano en varias millas a la redonda. En la distancia brumosa se veían montes y tierras altas que formaban una especie de bahía interior; sin duda debió de estar cubierta por el mar en alguna época remota. Incluso a la luz brillante del sol, constituía un escenario melancólico, como un gran estanque seco en cuyo interior los hijos de los gigantes hubieran arrojado piedras al azar.

En el páramo no nos cruzamos con nadie. Nos separarían unos trescientos metros de la torre Cragmire cuando Smith volvió a detenerse, alzó los prismáticos y recorrió todo el terreno que teníamos a la vista.

—Ni rastro, Petrie —dijo con suavidad—; aun así…

Tras devolver los prismáticos al estuche, mi compañero empezó a estirarse la oreja izquierda.

—¿No nos habremos confiado demasiado? —dijo con los ojos entrecerrados en un ademán meditabundo—. Al menos tres veces he tenido la sensación de que alguien, o algo, se agazapaba en el momento en que yo lo enfocaba…

—¿A qué se refiere, Smith?

—¿Nos están… —miró a su alrededor como si el lugar estuviera atestado de chinos a la escucha— siguiendo?

En silencio, nos miramos a los ojos, buscando en la mirada del otro un temor que ninguno de los dos había expresado. A continuación, Smith me agarró del brazo y dijo:

—¡Vamos, Petrie!

Al instante, reanudamos la marcha.

La torre Cragmire se erguía sobre una loma de poca altura y lo que desde las cuestas del páramo nos había parecido una lengua verde era en realidad un riachuelo, flanqueado por espesa vegetación, que en aquel lugar había descubierto un camino hacia el mar. La casa que íbamos a visitar era una construcción de dos pisos, unida a la torre antigua por el este, con dos dependencias accesorias más pequeñas. Vimos un huerto minúsculo y algunos árboles frutales raquíticos en la esquina noroeste; un muro de piedra gris rodeaba el conjunto.

La sombra de la torre se proyectaba amenazadora sobre el sendero, que llegaba casi hasta el pie de la misma. Ambos estábamos muertos de calor a causa de la rápida caminata en aquella tarde calurosa y deberíamos haber agradecido la sombra. En fin, no pude explicarme el desagradable escalofrío que sentí en cuanto llegué al pie del desvencijado monumento. Sé que nos detuvimos de repente y nos miramos como si algo nos hubiese inquietado al mismo tiempo.

Sin embargo, aparte del murmullo lejano, ningún sonido quebró el silencio hasta que una gaviota solitaria se elevó en el aire y planeó justo encima de la torre, lanzando un grito triste y disonante. Al instante, acudieron a mi mente los versos de un poema:

Lejos de la hermandad de los hombres,

en el misterio del pantano,

aguardo junto a las criaturas de Dios,

entre los pájaros que amo;

donde los vientos susurran, donde el himno del mar

me trae, desde el océano, un mensaje de paz.

No se veía ni un alma en la propiedad; no había signo alguno de actividad humana, ni siquiera el ladrido de un perro. Nayland Smith exhaló un profundo suspiró, echó un vistazo al camino por el que habíamos venido y reanudamos la marcha rodeando el muro hasta llegar a la entrada. La puerta no estaba cerrada y remontamos el camino de piedras entre una maraña de malas hierbas. Desde donde estábamos, se veían cuatro ventanas, dos en la planta baja de la casa y dos arriba. Los postigos de las ventanas de abajo estaban cerrados, pero en las de arriba, aunque tenían cristal, no se veían contraventanas ni cortinas. La torre Cragmire parecía deshabitada.

Subimos tres peldaños y llegamos ante una impresionante puerta de roble. Un aldabón de hierro, antiguo y oxidado, pendía a la derecha de la puerta y Smith, mirándome con expresión inquieta, agarró la anilla y tiró de ella.

En el interior de la vivienda sonó un lúgubre estrépito, un cencerreo cascado y hueco que, después de resonar por las estancias vacías, salió, al parecer, por una de las aspilleras de la torre redonda, pues el sonido parecía proceder de muy arriba.

El misterioso tañido, un repique tan tétrico que me estremecí hasta la médula de los huesos aunque el sol brillaba con fuerza en el firmamento, se extinguió; no hubo respuesta, aparte del grito estridente y lúgubre de la gaviota que planeaba en lo alto. Se hizo el silencio. Nos miramos, y ambos estábamos a punto de expresar la misma duda cuando, sin que se oyese ruido de cerrojos ni de barras, la puerta se abrió y vimos a un enorme mulato vestido de blanco plantado antes nosotros, mirándonos.

Di un respingo, pues la aparición había sido del todo inesperada, pero Nayland Smith, impávido, le entregó una tarjeta al hombre.

—Llévele mi tarjeta al señor Van Roon y dígale que me gustaría verle para un asunto importante —ordenó en tono autoritario.

El mulato inclinó la cabeza y se retiró. La oscuridad del interior pareció engullir aquella figura tan blanca, pues más allá del suelo desnudo iluminado por los rayos del sol, se atisbaba un lugar semejante a un granero sumido en sombras. Iba a decir algo pero Smith me hizo callar con un gesto del brazo. En aquel preciso instante, el mulato volvió a surgir de la penumbra. Se puso a la derecha de la puerta y volvió a inclinarse.

—Sean tan amables de pasar —dijo con acento áspero—. El señor Van Roon les recibirá.

La luz del sol ya no me servía de consuelo. Cuando entré junto a Smith en la torre Cragmire, noté un escalofrío por todo el cuerpo y un mal presentimiento embargó mi ánimo.