No tenía modo de calcular cuánto tiempo llevaba allí tendido. Estaba dando vueltas a muchas cosas, sobre todo al destino que me aguardaba en un futuro inmediato. Había quedado demostrado que el doctor Fu-Manchú sentía un singular respeto por mí. Se había formado la idea equivocada de que yo era un brillante científico que le podía resultar útil en sus experimentos, y yo estaba al tanto de que acariciaba el proyecto de enviarme al lugar de China donde se encontraba su laboratorio principal. Respecto a los medios que se proponía emplear, no podía olvidar que aquel hombre, capaz de adentrarse en los entresijos de la ciencia más de lo que parecía humanamente posible, era, sin duda, un experto en la técnica de provocar catalepsia por medios artificiales. Estaba destinado, pues, a que me metieran en un baúl (para entonces estaría muerto a todos los efectos) y me enviaran a China.
Qué necio había sido… Pensar que no había aprendido nada de los métodos de Fu-Manchú tras mi dilatada y terrible experiencia; pensar que había venido a buscarle solo; que, sin dejar ninguna pista, había entrado de forma deliberada en su guarida secreta…
Ya he dicho que tenía las muñecas esposadas por detrás de la espalda y que las esposas estaban unidas a una argolla sujeta al muro. Me las ingenié, con gran dificultad, para cambiar la posición de las manos; esto es, salté hacia atrás por el arco que formaban mis brazos, de modo que en lugar de estar esposado por detrás, ahora lo estaba por delante.
A continuación examiné los grilletes y comprobé que, tal como había supuesto, estaban cerrados con llave. Me senté y volví a inspeccionar las esposas de acero a la luz de la lámpara que pendía sobre mi cabeza; estaba claro que la contorsión no había servido de mucho.
Un débil ruido metálico interrumpió aquellas desagradables reflexiones. ¡Era nada más y nada menos que el tintineo de unas llaves!
Por un instante, me pregunté si había oído bien. Tal vez el sonido anunciase la llegada del sirviente encargado de cerrar el establecimiento. El tintineo se repitió con tal estrépito que no pude considerarlo casual. Alguien agitaba deliberadamente un pequeño manojo de llaves en la habitación contigua.
El corazón se me aceleró… y después se encogió en mi pecho.
Con un silbido atemperado, una pequeña figura gris entró disparada desde el umbral que Fu-Manchú había franqueado al marcharse y, como un ovillo de pelusa llevado por el viento, rodó hasta la mesa donde estaban los misteriosos artilugios del chino. La criatura gris había aparecido acompañada de un nuevo tintineo de llaves.
El miedo desapareció y una gran emoción ocupó su lugar. El animal, que ahora parloteaba acurrucado bajo la mesa, era el tití de Fu-Manchú. Cuando interrumpía las muecas y el parloteo, mordisqueaba con actitud reflexiva las llaves que sostenía en las manos. Las mordía una detrás de otra y daba muestras de un creciente disgusto al comprobar que no podía romperlas.
¡Tal vez una de esas llaves abriera los grilletes!
No creo que el suplicio de Tántalo fuera mayor que el mío en aquel momento. Ni en mis más disparatadas fantasías, se me había ocurrido un rescate tan extraño, tan improbable como aquel. Me embargó una especie de temor de Dios, pues si la llave que podía liberarme había llegado a mis manos por esos medios, ¿cómo podría volver a dudar de la existencia de una divina providencia?
Sin embargo, aún no estaban en mis manos; lo que es más, tal vez la llave de los grilletes no formara parte del manojo.
¿Había algún modo de hacer que el tití se acercara a mí?
Mientras me devanaba los sesos tratando de idear algún plan, el animal me arrebató el asunto de las manos. Lanzó la anilla a un metro aproximadamente de donde yo estaba y se lanzó en su busca, la recogió y la hizo girar sobre su cabeza. Lanzó las llaves en alto y dio una voltereta en el aire. Volvió a cogerlas, se las acercó a la oreja y las hizo tintinear. Por fin, con un salto asombroso, se subió a la cadena de la lámpara y mientras la extravagante pantalla se balanceaba y giraba con violencia, se quedó allí colgado, mirándome, como un acróbata desde lo alto del trapecio. La minúscula cara azulada enmarcada por graciosos bigotes aumentaba la ilusión de que podía tratarse de un comediante acróbata. En ningún momento dejó de apretar el manojo de llaves.
La ansiedad empezaba a ser insoportable. No me atrevía a moverme por si asustaba al tití y volvía a marcharse. De modo que me limité a mirar cómo la pequeña criatura se balanceaba en lo alto. En aquel momento, aconteció el segundo prodigio de la noche.
Una voz que no podía olvidar, por mucho que me esforzase, una voz que se colaba en mis sueños por la noche y que de día siempre ansiaba escuchar, gritó desde la habitación contigua:
—¡Ta’ala hina! ¡Ta’ala hina, Peko!
¡Era Karamaneh!
Produjo una reacción instantánea en el tití. El manojo rebotó en un costado de la pantalla y estuvo a punto de caerme sobre la cabeza. El mono saltó por el otro lado, cruzó la sala con dos saltos y desapareció tras el umbral encortinado.
Si alguna vez he precisado sangre fría fue en aquel momento; el más mínimo error habría sido fatal. Las llaves se habían deslizado por el asiento del diván y ahora yacían justo fuera del alcance de mis dedos. Rápidamente cambié de posición e intenté moverlas con el pie sin hacer más ruido del imprescindible.
Por fin, conseguí atraerlas hacia el diván. Justo entonces, sin ruido de pasos que la anunciase, Karamaneh cruzó el umbral con el tití en brazos. Llevaba un vestido de delicada muselina y por la orilla del mismo asomaban unos pies enfundados en seda y calzados con zapatos rojos de tacón alto.
Me observó un instante con una especie de serenidad afectada; después su mirada se desplazó hacia el manojo de llaves. Despacio, sin apartar los ojos de mi rostro, atravesó la sala, se inclinó y recogió la anilla.
Fue uno de los momentos más patéticos de mi vida, pues con aquel simple acto se esfumaron todas mis esperanzas.
Cualquier atisbo de duda que pudiera conservar desapareció en aquel instante. Si Karamaneh hubiera albergado en su corazón la menor chispa de apego hacia mí, sin duda se habría desentendido de las llaves… Las llaves que representaban mi única esperanza de escapar de las garras del malvado chino.
Hay silencios que valen por mil palabras. Durante más de medio minuto, Karamaneh se quedó allí plantada, mirándome, y yo alcé la vista hacia ella con una expresión en la que sin duda se leía una mezcla de rabia y reproche.
¡Qué ojos tenía!… Eran esos ojos de un negro brillante que casi siempre se asocian a la oscura tez de los musulmanes. Sin embargo, Karamaneh tenía piel de melocotón o más bien una piel exquisita y delicada, tan suave como un pétalo de rosa… Tal vez alguien me acuse de fantasear sobre la belleza de la muchacha, pero sólo podrá hacerlo aquel que nunca la haya visto; su encanto era de veras abrumador.
Por fin bajó los ojos y las largas pestañas casi rozaron las mejillas. Se dio la vuelta y caminó despacio hacia la silla donde Fu-Manchú se había sentado. Tras dejar las llaves sobre la mesa, entre el material de laboratorio, apoyó el codo en una de las páginas amarillentas del libro y, con la barbilla en la palma de la mano, volvió a clavar sus ojos enigmáticos en mí.
No me atrevía a evocar el pasado, un pasado en el que había tomado parte aquella joven hermosa y traicionera; sin embargo, mirándola, ni siquiera ahora podía creer que fuera una hipócrita. Me hallaba de veras en un estado penoso; podría haber gritado de desesperación. Con los grandes ojos entornados, continuó con los ojos fijos en mí un rato. Después habló y su voz sonaba como una música burlona, cada inflexión de aquel acento inaprensible abría, como una lanza, viejas heridas.
—¿Por qué me mira así? —dijo casi en susurros—. ¿Qué derecho tiene a hacerme reproches? ¿Acaso me ha brindado su amistad alguna vez, para exigir ahora la mía? Cuando acudió a donde yo estaba, a la casa junto al río, para salvar a alguien de… —titubeó como de costumbre al enfrentarse al nombre de Fu-Manchú— de… él, me trató como a una enemiga, aunque… yo le habría brindado mi amistad…
Aquella voz tan dulce contenía una súplica, pero me eché a reír con sorna y volví a sentarme en el diván. Karamaneh tendió las manos hacia mí y nunca olvidaré la fugaz expresión que cruzó aquellos ojos maravillosos. Sin embargo, al ver que sus palabras no hacían mella en mí, se echó hacia atrás y volvió la cabeza a un lado. Incluso en aquel momento de angustia, furia e impotencia, en el fondo no podía hacer oídos sordos a su patética hipocresía; contemplaba su exquisito perfil tan admirado como en los viejos tiempos, y la misma falsedad de Karamaneh era un bálsamo para mi alma… pues si yo no le hubiera importado, no habría tratado de convencerme.
Se levantó de repente con las llaves en la mano y se acercó a mí.
—Jamás, en una sola de sus palabras, en una sola de sus miradas, me ha pedido mi amistad —dijo pausadamente—. Sin embargo, no soporto que piense esas cosas de mí, así que le demostraré que no soy la mentirosa que usted cree. Usted no confía en mí, pero yo confiaré en usted.
La miré a los ojos y, al ver que se turbaba ante mi penetrante mirada, me embargó el júbilo. Se arrodilló a mi lado y el suave y exquisito perfume que siempre relacionaba con ella llegó hasta mí, embriagador como antaño. La cerradura chasqueó. De nuevo era libre.
Karamaneh se puso en pie despacio mientras yo me incorporaba y estiraba los brazos entumecidos. Durante un instante arrebatador, aquel rostro hechicero se acercó demasiado al mío y estuve a punto de perder la cabeza; no obstante, apreté los dientes y me volví a un lado con brusquedad. No me atreví a pronunciar palabra.
Con el tití de Fu-Manchú retozando ante nosotros, franqueamos la entrada encortinada que conducía a la sala contigua. Estaba a oscuras, pero pude distinguir que la esclava, una tenue silueta, se dirigía a una ventana y, tras descorrer la persiana al modo de una puerta plegable, subió la hoja de la ventana.
—¡Mire! —susurró.
Caminé de puntillas hasta ella y me puse a su lado. ¡Me hallaba en un primer piso, y debajo estaba Museum Street! A la izquierda, en New Oxford Street, aún se veía algo de tráfico pero por la derecha no pasaba ni un alma, al menos hasta donde me alcanzaba la vista, casi hasta las barandillas del museo. Justo al otro lado, en uno de los pisos en los que había reparado aquella misma tarde, había otra ventana abierta. Me volví y vi que Karamaneh tenía una cuerda en la mano. Nuestras miradas se encontraron en la penumbra.
Empezó a atraer la cuerda hacia la ventana y, al mirar hacia arriba, advertí que estaba anudada de algún modo a los cables telegráficos que cruzaban la calle en aquel punto. Era una cuerda delgada y parecía como si la hubieran pasado por una bisagra que quedaba casi en el centro exacto de la calzada. Mientras la muchacha tiraba de ella, una segunda cuerda, más fuerte que la otra y prendida a la primera, pasó por encima de los cables y llegó hasta la ventana. Karamaneh retorció un cabo alrededor de una abrazadera sujeta a la pared y me puso en la mano un travesaño de madera bastante ligero.
—Asegúrese de que no haya nadie en la calle —dijo a la vez que se asomaba y miraba a derecha e izquierda—, y después salte dándose impulso. La longitud de la cuerda es justo la suficiente para que se pueda columpiar hasta la ventana del otro lado. Dentro de aquel cuarto hay un colchón. Asegúrese de soltar la barra de inmediato, o será impulsado hacia atrás. La puerta de la habitación en la que aterrizará no está cerrada. Sólo tiene que bajar las escaleras y salir a la calle.
Observé el travesaño que tenía en la mano, después miré fijamente a la muchacha. Echaba de menos su antiguo ardor; la encontraba muy apagada aquella noche.
—Gracias, Karamaneh —dije con suavidad.
Ahogó una pequeña exclamación cuando pronuncié su nombre y retrocedió hacia las sombras.
—Creo que es usted mi amiga —dije—, pero no lo comprendo. ¿Por qué no me ayuda a entenderlo?
Tomé aquella mano sumisa y la atraje hacia mí. El contacto con aquel cuerpo liviano hizo que se estremeciera hasta la última fibra de mi ser…
Estaba temblando con violentas convulsiones e intentaba hablar, pero aunque sus labios articulaban las palabras no conseguía emitir ningún sonido. De repente, lo comprendí. Miré a la calle, hasta entonces desierta… ¡y vi a Fu-Manchú mirando hacia arriba!
Con un abrigo de pieles y el horrible semblante oculto bajo la sombra de una gran gorra de tweed, permanecía inmóvil, observándome. No cabía duda de que me había visto pero ¿había visto a mi acompañante?
Con un susurro ahogado, Karamaneh respondió a la silenciosa pregunta:
—¡No me ha visto! He hecho mucho por usted, haga a cambio algo por mí. ¡Sálveme la vida!
Tiró de mí para alejarme de la ventana y corrió por la habitación hacia el extraño laboratorio donde me habían apresado. Se arrojó en el diván, tendió las muñecas y lanzó una significativa mirada a las esposas.
—¡Póngamelas! —dijo al instante—. ¡Rápido! ¡Rápido!
Pese a la gran confusión mental que sentía, comprendí la estratagema y la consciencia del peligro no me hizo perder la sangre fría. Coloqué en las muñecas de Karamaneh las esposas que hacía sólo unos instantes habían rodeado las mías. En la planta baja sonó un rumor sordo y confuso, doblemente siniestro porque nada revelaba su origen.
—¡Amordáceme con algo! —me apremió Karamaneh nerviosa. Al ver que miraba a mi alrededor, dijo—: Arranque una tira del vestido. No vacile. ¡Rápido! ¡Rápido!
Levanté la diáfana muselina y arranqué medio metro aproximadamente de la orilla de la falda. Llegó hasta nosotros la voz de Fu-Manchú. Hablaba con rapidez, en un tono sibilante, y era obvio que se estaba acercando… En cuestión de segundos lo tendríamos encima. Ajusté la tira de tela a la boca de la muchacha y la até por detrás. Cuando mis manos rozaron la exuberancia espumosa de su cabello, sentí un dolor súbito en el cuerpo, en parte debido al placer, en parte a la aprensión.
El doctor Fu-Manchú estaba entrando en la habitación contigua.
Agarré el manojo de llaves, me di la vuelta y corrí, pues si perdía un solo instante me cortarían la retirada. Cuando irrumpí de nuevo en la oscura habitación, advertí que la puerta situada al otro extremo estaba abierta. Enmarcada por el umbral, se erguía la imponente figura del chino, aún envuelta en el abrigo de pieles y con la grotesca gorra en la cabeza. Al tiempo que yo lo veía se percató él también de mi presencia. Cuando me precipité hacia la ventana, él avanzó.
Me volví desesperado y, con todas mis fuerzas, arrojé el manojo de llaves al rostro envuelto en penumbras…
Ya fuera porque poseían propiedades felinas o por el reflejo de la luz que entraba por la ventana, los ojos verdes relucieron en la oscuridad con la misma intensidad que los de un gato gigantesco. Una lacónica exclamación gutural constituyó el premio a mi buena puntería; un instante después, tenía el travesaño en la mano.
Pasé una pierna por encima del alféizar y, a pesar de que me hallaba en una situación desesperada, dudé un instante antes de lanzarme al vacío…
Una especie de garra semejante a unas tenazas me sujetó por el tobillo izquierdo.
En medio de la confusión advertí que la oscura habitación se estaba llenando de individuos. La banda amarilla al completo estaba a mi alrededor, un grupo compuesto de asesinos reclutados en los lugares más siniestros de Oriente.
Nunca me he considerado un hombre de recursos y siempre le he envidiado a Nayland Smith tal cualidad, desarrollada en él de forma extraordinaria. No obstante, los dioses se apiadaron de mí en aquella ocasión y recurrí a la única estratagema que podía salvarme. Sin soltar el travesaño, me agarré al alféizar con los dedos de ambas manos y, con todas mis fuerzas, di una patada hacia atrás con la pierna izquierda, que ya estaba encima del alféizar. Mi talón chocó —un repugnante contacto— con una cabeza humana; sin duda había roto el cráneo del hombre que me tenía agarrado.
De inmediato se aflojó la presión de mi tobillo. Cargando todo el peso en la cuerda, me abalancé hacia delante, por encima de la amplia repisa, y al momento estaba surcando la noche como un ser alado…
La longitud de la cuerda, como me había asegurado Karamaneh, estaba bien calculada. Me desplacé hasta quedar a unos dos metros de la calle y después fui impulsado hacia arriba, cada vez más rápido, hacia el impreciso rectángulo de la ventana abierta.
Espero haber sido capaz, en cierta medida, de describir las distintas emociones que fui experimentando aquella noche. Bien pudiera parecer que nada más intenso me aguardaba; sin embargo, el destino lo quiso de otro modo, pues mientras me columpiaba hacia el punto de llegada, describiendo un arco inevitable, vi que un individuo me estaba esperando.
Asomado a la ventana, con medio cuerpo fuera, había un dacoit birmano, un tipo bizco y con expresión maliciosa al que recordaba perfectamente de los lances acaecidos en el pasado en pos del doctor Fu-Manchú. Tenía el brazo fibroso colocado ante el pecho y formando un ángulo recto, empuñaba una daga curvada y aguardaba… ¡aguardaba al momento crítico en que mi garganta estuviese a su merced!
Ya he dicho que una extraña serenidad había acudido en mi ayuda; ni siquiera en aquel momento me abandonó. Los mecanismos cerebrales son tan rápidos que incluso tuve tiempo de felicitarme por una hazaña que el mismo Smith no habría mejorado; todo aquello ocurrió en el breve intervalo comprendido entre el principio del ascenso y la llegada al nivel de la ventana.
Eché el cuerpo hacia atrás e impulsé los pies hacia delante. Cuando las piernas atravesaron la abertura, un fuerte dolor en la pantorrilla me indicó que no había escapado ileso de la aventura de aquella noche. No obstante, el dacoit salió rodando por la oscuridad de la habitación, tan indefenso ante aquel ataque como un niño de pecho…
Aún colgado del trapecio, me columpié hacia atrás, una visión que habría llevado a cualquier transeúnte casual a cuestionarse su cordura. Con todas mis fuerzas, intenté detener el balanceo del péndulo, pues si alcanzaba la ventana de partida no dudaba que otros cuchillos me estarían aguardando. No fue difícil y conseguí detener el vuelo. Allí, columpiándome sobre Museum Street, tenía las ideas tan claras que incluso fui capaz de apreciar lo ridículo de la situación.
Me dejé caer. La pierna herida estuvo a punto de fallarme. Bastante aturdido pero sin mayores daños, me levanté de la calle polvorienta y vi cómo el travesaño desaparecía en la oscuridad. Parecía una ironía del destino que el enigma planteado por Nayland Smith aquella misma tarde se hubiese resuelto de ese modo: pues ahora sabía de cierto que mediante una rama de árbol o algún otro objeto apropiado situado frente a la casa de Smith, Karamaneh había escapado aquella noche en Rangún como yo lo hiciera hoy.
Sabía que la daga del dacoit me había hecho un profundo corte; aparte del agudo dolor en la pantorrilla, notaba que un líquido cálido me goteaba por la pierna. Como un borracho cualquiera, me quedé en mitad de la calle mirando, alternativamente, la ventana donde me había aguardado el dacoit y la ventana situada sobre la tienda de J. Salaman, perteneciente a la guarida de Fu-Manchú. Por alguna razón, habían cerrado esta última, o la habían entornado, y mientras seguía allí plantado comprendí el motivo.
Oí unos pasos rápidos que se acercaban desde New Oxford Street. Me volví… y vi a dos policías que corrían hacia mí.
Era el momento de pensar y de actuar con rapidez. Sopesé las circunstancias y tomé la última decisión trascendente de la noche: me di la vuelta y corrí hacia el Museo Británico como si la peor de las criaturas de Fu-Manchú y no unos aliados me pisaran los talones.
No había nadie más a la vista pero cuando giré por la plaza atisbé el piloto rojo de un taxi que daba marcha atrás lentamente, a unos cien metros a la izquierda. La pierna me dolía cada vez más, pero la gravedad de la herida no me impedía avanzar; seguí corriendo como alma que lleva el diablo y cuando la policía alcanzó el final de Museum Street yo tenía la mano en la portezuela del taxi; dado que el destino se sentía generoso conmigo, el vehículo estaba libre.
—¡Al doctor Cleeve, Harley Street! —le grité al hombre—. ¡Conduzca como alma que lleva el diablo! ¡Es una urgencia!
Me metí en el taxi.
Sólo habían transcurrido cinco segundos desde que cerrara la puerta y me recostara en el asiento entre jadeos, cuando salimos a toda velocidad en dirección oeste, hacia el domicilio del famoso patólogo, con lo que la policía perdió irremediablemente mi pista.
Llegó a mis oídos el lejano toque de un silbato. Al parecer, el taxista no oyó el significativo sonido y la divina providencia decidió cerrar el telón: por aquella noche, mi papel en el drama amarillo había concluido.