19. EL LABORATORIO DEL DOCTOR FU-MANCHÚ

Me parece inconcebible que un mortal normal y corriente logre algún tipo de intimidad con el doctor Fu-Manchú; no puedo creer que hombre alguno sea capaz de acostumbrarse a su presencia, de no sentir verdadero pánico ante él. Calculo que había visto al doctor Fu-Manchú unas seis o siete veces antes de aquel día. Lucía el atuendo que siempre he asociado con él, probablemente porque la primera vez que lo vi iba ataviado de ese mismo modo. Consistía en una sencilla túnica amarilla. Apoyaba la barbilla puntiaguda sobre el pecho y me observaba, destacándose así su frente formidable y el escaso cabello de color indefinido.

Jamás en la vida he visto unos ojos capaces de irradiar la energía que proyectaban los de aquel ser misterioso. Su singular afección (si es que lo era), aquella fina membrana que a veces empañaba los ojos rasgados, saltaba a la vista en el momento en que crucé el umbral, pero después, cuando miré de frente al doctor Fu-Manchú, desapareció y todo el verdor esmeralda de sus ojos quedó al descubierto.

La idea de atacar a aquel fantástico personaje me parecía infantil, impropia. Sin embargo, tras el primer instante de estupefacción, me obligué a avanzar hacia él.

Noté un golpe seco y contundente en la nuca y perdí de vista cuanto me rodeaba.

Cuando volví en mí sentí un terrible dolor de cabeza y deduje, por experiencia, que alguien, seguramente el estático vendedor, me había golpeado con un calcetín lleno de arena. Sin embargo, no estaba confuso respecto a los acontecimientos anteriores, como suele suceder cuando uno se recupera de una súbita inconsciencia; incluso antes de abrir los ojos, antes de haber recuperado por completo los sentidos, supe que tenía las muñecas esposadas a la espalda y que yacía en una habitación con la única compañía del doctor Fu-Manchú. La absoluta certeza de que el chino estaba presente no me la proporcionaron mis sentidos, sino una especie de voz interior, aquella que siempre me alertaba cuando Fu-Manchú o alguno de sus misteriosos sirvientes andaban cerca.

Un suave perfume impregnaba el ambiente; no me refiero a una esencia o a algún tipo de incienso, sino más bien al olor que despiden los muebles y las ropas orientales: el indescriptible y, aun así, inconfundible aroma de Oriente.

En realidad, Londres tiene un olor característico, y también París, mientras que la diferencia entre la fragancia de Marsella y la de Suez es aún más acusada. Ahora me envolvía una atmósfera oriental, pero no la del Oriente que yo conocía; me recordaba más a la del Lejano Oriente. Tal vez no me esté explicando con claridad, pero para mí aquel ambiente perfumado tenía una misteriosa trascendencia. Abrí los ojos.

Me hallaba tendido sobre un diván en una habitación bastante grande. Tal como había pensado, estaba amueblada al más puro estilo oriental. Gruesos cortinajes ocultaban las dos ventanas; vistas desde dentro, no conservaban parecido alguno con las ventanas europeas. Toda la habitación estaba decorada de acuerdo con el mismo estilo y pensé que el lugar había sido acondicionado para recibir a Fu-Manchú algún tiempo antes de su llegada. No cabe duda de que ni en Oriente ni en Occidente ha existido nunca nada comparable a aquel curioso apartamento.

La parte donde yo estaba, como ya he dicho, era típica de una casa oriental y un fanal grande y muy adornado pendía del techo casi sobre mi cabeza. En el otro extremo de la habitación había altas estanterías; algunas contenían libros pero la mayoría estaban llenas de instrumentos científicos: filas de frascos y botes, soportes de probetas, retortas, balanzas y otros objetos de laboratorio. El doctor estaba sentado tras una mesa grande y tallada con un gusto exquisito. Un libro amarillento y ajado reposaba abierto ante él. Sostenía una probeta sobre la llama de un mechero Bunsen, dentro de la cual burbujeaba un líquido de color rojo oscuro, parecido a sangre.

La uña larguísima de su índice derecho descansaba sobre la página abierta del libro. Repartía su atención entre el volumen, que consultaba con empeño, el contenido de la probeta y el desarrollo de un segundo experimento —aunque tal vez fuera parte del mismo— que estaba llevando a cabo en otra esquina de la mesa atestada.

Una retorta enorme de vidrio (sobrepasaba los cincuenta centímetros de diámetro en su parte más ancha), encajada en un condensador Liebig, se apoyaba en una estructura metálica y en el interior de la misma, flotando en una sustancia viscosa, había un hongo de unos quince centímetros de alto, con forma de paraguas y de un brillante y venenoso color naranja. Completaban el conjunto tres fluorescentes planos dispuestos de tal modo que lanzaban sus rayos violetas hacia arriba, a la retorta, y el recipiente, donde se condensaba el resultado de aquel extraño experimento, contenía algunas gotas de un líquido rojo que parecía idéntico al que hervía en la probeta.

Advertí todo aquello a simple vista; enseguida, los ojos velados del doctor Fu-Manchú se alzaron del libro y, en cuanto se volvieron hacia mí, todo lo demás quedó olvidado.

—Lamento que haya sido necesario recurrir a medidas ingratas, pero un instante de vacilación habría resultado fatal —dijo aquella voz sibilante—. Confío, doctor Petrie, en que no sufra molestias.

No había respuesta adecuada a su comentario y me abstuve de responder.

—Hace tiempo que usted sabe lo mucho que me satisfacen sus logros —prosiguió el chino. Su voz, de vez en cuando, rozaba unos tonos profundos y guturales—. Supongo que sabrá el placer que me proporciona su visita. Me arrodillo a los pies del Buda de plata. Cuento con usted para que, una vez superados sus prejuicios (fruto de la ignorancia), me ayude a consolidar un control intelectual que está destinado a convertirse en la nueva «potencia mundial». No le guardo rencor por su antigua enemistad, e incluso ahora —movió una mano amarilla hacia la retorta—, estoy llevando a cabo un experimento que aclarará los malentendidos y modificará su perspectiva.

Había hablado con absoluta impasibilidad. A continuación devolvió la atención al libro, a la probeta y a la retorta con toda la entereza que se pueda imaginar. Creo que un arrebato de cólera o las amenazas más pérfidas no me habrían horrorizado tanto como aquellas palabras frías y cuidadosamente escogidas, pronunciadas con ese tono de voz impasible. En la entonación, en la mirada de los ojos verdes, incluso en la pose espigada del cuerpo, había poder, fuerza.

Comprendí que estaba perdido y, en vista de lo que había dicho el doctor, presté atención al desarrollo del experimento con más miedo que interés real. Sin embargo, me bastaron unos instantes para comprender que, pese a todos mis estudios, sabía tan poco de química —esto es, de la química tal y como la entendía aquel cerebro privilegiado— como un aprendiz de cirugía sabe de trepanación. El experimento que se traía entre manos constituía un completo misterio para mí; no comprendía ni el método ni el objetivo.

Así, en el silencio opresivo de la sala, quebrado únicamente por el burbujeo regular del líquido de la probeta, desvié la atención de la mesa y me fijé en el resto de objetos de la habitación; detuve la mirada en uno de aquellos objetos y, horrorizado, ya no pude apartarla de allí.

Era una urna de cristal de un metro sesenta aproximadamente, llena de un líquido viscoso de color ambarino. En el interior vi una espantosa cabeza con cara de perro, burda, con las orejas en punta y un hocico casi tan chato como el de un cerdo. El rictus de la cara dejaba a la vista los relucientes colmillos, y el cuerpo, alargado y de un tono pardusco, se apoyaba, o parecía apoyarse, en unas piernas cortas y deformes, mientras que un largo brazo, el derecho, flotaba laxo en el conservante. Tenía el brazo izquierdo seccionado por encima del codo.

Fu-Manchú, considerando que su experimento iba por buen camino, alzó la vista hacia mí de nuevo.

—¿Le llama la atención mi pobre Cynocephalyte? —dijo. Se le velaron los ojos como si padeciera cataratas—. Era un sirviente muy leal, doctor Petrie, pero en ocasiones las taras de su genealogía se hacían evidentes. Entonces se desmandaba. Al final fue tan desagradecido con aquellos que lo habían adiestrado que, en una de sus crisis, atacó y mató a un birmano de toda confianza, uno de mis más antiguos seguidores.

Fu-Manchú volvió a concentrarse en su experimento.

Hasta el momento, no había demostrado la menor emoción; hablaba conmigo como cualquier científico hablaría con un amigo que, casualmente, hubiera pasado por su laboratorio. A pesar de todo, la espantosa situación me estaba crispando los nervios. Allí estaba yo, esposado, en la misma habitación que ese hombre cuya existencia constituía una amenaza para toda la raza blanca, mientras él, tan tranquilo, se dedicaba a hacer un experimento que, si creemos en sus palabras, había ideado con la intención de separarme de mi especie, de provocar un cambio en mí, no sabía si psicológico o fisiológico; de rebajarme, tal vez, al nivel de las bestias, como aquella que ahora estaba en suspensión dentro de la urna de cristal.

Algo sabía de la historia de aquel espantoso espécimen, aquel ser que no era ni hombre ni simio; pues, ¿no había sido ese mismo el que había atentado contra la vida de Nayland Smith? ¿Y no había sido yo quien, con un hacha, le había cortado un brazo en el instante de su último asesinato?

Fu-Manchú estaba al tanto de todo aquello, lo que hacía su tranquilo discurso el doble, el triple de pavoroso, a mi juicio. Intenté mover los brazos con cautela pero enseguida descubrí que, tal como había imaginado, las esposas estaban sujetas a una argolla de la pared. Las moradas de Fu-Manchú siempre contaban con un buen surtido de artilugios de ese tipo.

Estallé en una carcajada breve y áspera. Fu-Manchú se levantó despacio de la mesa y, tras colocar la probeta en un soporte, depositó este último en el estante que había a su lado.

—Me alegra encontrarlo de tan buen humor —dijo con delicadeza—. Tengo otros asuntos pendientes; en mi ausencia, sus grandes conocimientos de química, que tuve oportunidad de comprobar en el pasado, le permitirán apreciar la acción de esos rayos ultravioleta en un magnífico espécimen de Amanita muscaria tibetana. Algún día, tal vez cuando sea mi invitado en China (estoy haciendo los arreglos oportunos para que visite el país en breve), comentaré con usted algunas propiedades poco conocidas de esta especie. Debo informarle de que uno de sus primeros trabajos cuando entre a mi servicio como ayudante en el laboratorio de Kiangsu será el de llevar a cabo una serie de doce experimentos, que ya tengo pensados a grandes rasgos, sobre las diversas posibilidades de este hongo único.

Con ese andar felino y desgarbado al mismo tiempo, se dirigió con parsimonia hacia el umbral, levantó el cortinaje y, tras hacer una pequeña reverencia de despedida, salió de la habitación.