Museum Street no parecía el lugar más apropiado para que se estableciese el doctor Fu-Manchú. Sin embargo, a menos que mi imaginación me hubiera jugado una mala pasada, los maravillosos ojos de Karamaneh, tan parecidos a la noche aterciopelada de Oriente, me habían mirado desde el interior de aquel antiguo establecimiento, regentado por un comerciante que respondía al nombre de J. Salaman.
Mientras recorría despacio la calle hacia aquel escaparate iluminado, creí que el corazón me iba a estallar y maldije la locura que, a pesar de todo, rehusaba abandonarme y se empeñaba en seguir envenenando mi vida. En Museum Street reinaba una calma relativa. No era una calle ruidosa y, aparte de otra tienda abierta en la zona del museo, la actividad comercial había concluido por aquel día. Por la puerta de un edificio de apartamentos que quedaba justo enfrente de la tienda adonde me dirigía se colaba un rayo de luz que iluminaba la calzada. No vi a más de dos o tres personas en toda la calle.
Giré el pomo de la puerta y entré en la tienda.
El mismo individuo siniestro y estático que viera la otra vez y cuya nacionalidad desafiaba cualquier conjetura salió de la entrada oculta tras la cortina para recibirme.
—Buenas noches, señor —dijo en tono monótono con una leve inclinación de cabeza—. ¿Está buscando algo en especial?
—Sólo quiero echar un vistazo —contesté—. No traigo una idea concreta.
El vendedor volvió a inclinar la cabeza, hizo un gesto que abarcaba toda la tienda con su mano amarillenta y se sentó en una silla detrás del mostrador.
Encendí un cigarrillo con aire tan indiferente como pude aparentar dadas las circunstancias y, como quien no quiere la cosa, me puse a examinar la variedad abigarrada de antigüedades que atestaba los anaqueles y las mesas del establecimiento. Debo confesar que no guardo un recuerdo preciso de aquel escrutinio. Manoseé jarrones, estatuillas, escarabeos egipcios, collares de cuentas, misales ilustrados, carpetas con viejas estampas, adornos de jade, objetos de bronce, trozos de curiosos encajes, libros de edición temprana, tablillas asirias, dagas, anillos romanos y cientos de curiosidades más, con calma premeditada y supongo que con aparente interés, aunque en realidad ninguno de ellos dejó la más mínima huella en mí.
Calculo que pasé media hora aproximada vagando por la tienda. Tenía las manos ocupadas con los objetos pero mi mente seguía unos derroteros muy distintos. A hurtadillas, escrutaba al vendedor, que parecía un ídolo chino de carne y hueso. Escuchaba y observaba; prestaba atención, sobre todo, a la entrada encortinada del fondo de la tienda.
—Solemos cerrar a esta hora, señor —me interrumpió el hombre con aquella voz inexpresiva y monótona en la que ya me había fijado.
Coloqué sobre el mostrador de cristal un pequeño barco Sekhet tallado en madera y profusamente coloreado y alcé la vista nervioso. La verdad es que me estaba comportando como un aficionado; no había averiguado nada y a ese paso no llegaría a ninguna parte. Me pregunté qué sistema habría seguido Nayland Smith de haber estado en mi lugar y me devané los sesos buscando algún modo de entrar en la trastienda. En realidad, llevaba media hora tratando de idear un plan pero, por lo visto, mi mente era incapaz de discurrir nada.
No acierto a imaginar por qué no admití la derrota; el caso es que, en lugar de eso, me exprimí el cerebro de nuevo buscando la manera de ganar tiempo. Mientras miraba a mi alrededor, el vendedor aguardaba con paciencia mi partida. Vi un armario abierto detrás del mostrador. Los tres estantes inferiores estaban vacíos, pero en el cuarto había un Buda de plata acuclillado.
—Me gustaría echarle un vistazo a esa figura de plata —dije—. ¿Cuánto pide por ella?
—No está en venta, señor —contestó el hombre con más vitalidad de la que había demostrado hasta el momento.
—¿No está en venta? —dije a la vez que miraba el umbral encortinado—. ¿Cómo es eso?
—Ya está vendida.
—Bueno, aun así, no le importará que la examine, ¿verdad?
—No está en venta, señor.
Semejante desaire por parte de un comerciante habría bastado para que le contestase de mala manera si el momento hubiera sido otro, pero ahora no hizo sino despertar en mí nuevas sospechas. La calle estaba casi desierta y, movido por un impulso que no me detuve a analizar, reaccioné de forma poco ortodoxa; sin duda contaba con que las prerrogativas especiales de Nayland Smith me eximirían en caso de error.
Simulé que me disponía a salir a la calle pero me volví de inmediato, esquivé al vendedor, me precipité hacia la parte trasera del mostrador ¡y agarré el Buda de plata!
Me daba igual que me arrestasen por intento de robo; la idea de que Karamaneh estaba oculta en algún lugar del establecimiento hacía que todo lo demás careciese de importancia y se me había ocurrido una teoría respecto a la figura de plata.
No sé qué me estaría pasando por la cabeza en aquel momento, pero lo que ocurrió en realidad superó con creces cualquier suposición.
En cuanto agarré la figura, advertí que estaba sujeta a la madera; de inmediato me di cuenta de que era un pomo y mientras tiraba de él comprendí que era el pomo de una puerta…, pues la puerta se abrió ante mí y descubrí que estaba al pie de unas escaleras alfombradas.
Deseoso como estaba, hacía un momento, de seguir adelante, ahora habría dado cualquier cosa por largarme de allí. En el último peldaño de las escaleras, justo delante de mí, ¡estaba el doctor Fu-Manchú!