Desde la esquina de la habitación en la cual me hallaba, sumido en la más profunda oscuridad, veía, por la ventana entreabierta (pues estaba trabada, como la nuestra), filas de invernaderos que brillaban a la luz de la luna y, más allá, hileras ordenadas de macizos en flor que se extendían hacia el horizonte como un manto azul. Debido a la posición de la luna, la habitación estaba apenas iluminada, pero, a fuerza de mirar, mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra y veía a Burke con toda claridad tendido en la cama situada entre la ventana y la esquina donde yo estaba. Me parecía estar viviendo de nuevo aquellos azarosos días en los que Nayland Smith y yo luchábamos a brazo partido contra los sirvientes del doctor Fu-Manchú. Se me hace difícil imaginar un escenario más apacible que aquel paraje florido de Essex; sin embargo, ya fuera porque sabía que aquella paz era ficticia o por la vaga sensación de peligro que, de veras o en mi imaginación, precedía la llegada de los agentes del chino, notaba cómo palpitaba la tensión en el silencio y advertía que la noche estaba repleta de presagios silenciosos.
Me costaba permanecer mucho tiempo en la misma postura; tenía todo el cuerpo entumecido a causa del viaje en camión. ¿Qué información nos quería vender Burke? Por alguna razón había rehusado discutir el asunto aquella noche, y ahora, interpretando el papel que Nayland Smith le había asignado, fingía dormir como un tronco, aunque de vez en cuando me susurraba sus dudas y sus miedos.
Todas las circunstancias eran favorables para nosotros aquella noche; no me cabía duda de que el doctor Fu-Manchú andaba tras el ex agente de policía y también sabía que los agentes del chino desconocían nuestra presencia en la granja. Según Burke, habían intentado repetidas veces lograr el propósito del chino y sólo el insomnio de Burke había frustrado aquellas tentativas. Todas las probabilidades apuntaban a que aquella noche se llevaría a cabo un nuevo intento.
Todo aquel que, forzado por las circunstancias, haya pasado una velada semejante estará familiarizado con los cambios acusados (correspondientes a las fases del movimiento de la Tierra) que se producen en el ambiente, a las dos de la madrugada y de nuevo a las cuatro. Durante esas cuatro horas, la vida se reduce al mínimo y cualquier médico sabe que hay grandes probabilidades de que un paciente muera entre la medianoche y las cuatro de la madrugada, más que en cualquier otro momento del día.
Aquella madrugada advertí más que nunca el declive de la vitalidad. En el momento más oscuro de la noche, ese que precede al alba, un terror indescriptible, semejante al que me había asaltado en otras ocasiones al enfrentarme al doctor Fu-Manchú, se apoderó de mí cuando menos preparado estaba para combatirlo. El silencio era absoluto. En aquel momento, Burke susurró desde la cama:
—¡Ahí está!
Al oír aquel murmullo, el frío que me atenazaba los huesos, que sólo era el fresco de la naturaleza circundante, se hizo más intenso, casi diría glacial.
Me levanté sin hacer ruido de la silla y, amparado por las sombras, observé con atención el rectángulo iluminado de la ventana…
En silencio absoluto, una silueta negra asomó al otro lado del cristal… La silueta de una cabeza pequeña, deforme, semejante a la de un perro, hundida en unos hombros cuadrados. Unos ojos malignos escudriñaron el interior. La criatura cambió de posición y vi la cabeza algo más arriba, contra la ventana. Después pareció agazaparse sobre la repisa y se inclinó hacia la abertura inferior. La cabeza se hizo más borrosa y oí una débil inhalación.
A juzgar por el tremendo horror que me embargaba a mí, dudaba que Burke fuera capaz de representar el papel que le habían asignado. Por debajo de la ventana entreabierta apareció una mano, visible a pesar de la oscuridad. Daba la sensación de que la silueta negra la proyectase, como si la impulsara hacia delante, cada vez más adelante… aquella mano pequeña con los dedos extendidos.
Nada inspira mayor terror que lo desconocido, y como yo era incapaz de imaginar qué clase de ser había extendido aquellos brazos increíblemente largos con la intención de aferrar la garganta del hombre que yacía en la cama, experimenté el tipo de terror que, por lo general, sólo nos abruma en sueños.
—¡Rápido, señor…, rápido! —gritó Burke mientras se incorporaba.
¡Las manos ya le habían atenazado la garganta!
Sin ceder al terror que me inspiraba tocar esa cosa que había metido el brazo por la ventana para matar al hombre que dormía, me abalancé hacia la cama y agarré unos antebrazos rígidos y peludos.
¡Cielos! ¡Jamás he palpado unos músculos semejantes, unos tendones como los que cubrían esa piel hirsuta! Parecían hechos de acero. Con una súbita y aterradora sensación de impotencia, comprendí que era incapaz de enfrentarme a esa presión mortal. Burke emitía unos ruidos espantosos y era evidente que lo estaban estrangulando ante mis propios ojos.
—¡Smith! —grité—. ¡Smith! ¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, auxilio!
A pesar de mi estado mental confuso, reparaba en los sonidos del exterior y del interior. El ser de la ventana tosió en dos ocasiones; se oían ininterrumpidos crujidos, como el restallar de un látigo, después alguien gritó unas palabras que fui incapaz de descifrar y por fin sonó el disparo seco de una pistola.
La criatura de brazos peludos gruñó como un animal salvaje y después volvió a toser, pero no aflojó la presión ni un ápice. Comprendí dos cosas: la primera, que, aterrado por lo inesperado del ataque, había olvidado actuar como habíamos acordado; la segunda, que había subestimado la fuerza del visitante, mientras que Smith, en cambio, la había previsto.
Renuncié al empeño inane de oponer mis fuerzas a las de aquel ser innominado y corrí al otro lado de la habitación para buscar el arma que me había sido confiada a primera hora de la noche pero que no creí llegar a necesitar. Se trataba del hacha, pesada y afilada, que Nayland Smith llevaba consigo cuando se había reunido con nosotros en Covent Garden, con la consiguiente sorpresa de Weymouth y mía.
Cuando me precipité a la ventana y alcé aquel arma primitiva, sonó un segundo disparo procedente del patio y llegaron a mis oídos más gruñidos, toses y ruidos guturales.
Levanté la pesada hoja y, con todas mis fuerzas, la dejé caer sobre la parte del alféizar donde estaban apoyados aquellos brazos peludos; seccioné músculos, tendones y hueso con tanta facilidad como si fueran de mantequilla…
Resonó un chillido que no era ni animal ni humano sino una horripilante mezcla de ambos… y se fundió en una tos ahogada. El otro brazo desapareció como una exhalación y un cuerpo apenas entrevisto bajó bamboleándose por la pendiente de tejas rojas y se precipitó al suelo.
Al tiempo que un grito penetrante, más que el lanzado por Burke hacía unos instantes, hendía la noche desde abajo, me volví desesperado hacia el hombre que yacía en la cama y que ahora guardaba un revelador silencio. En una mesa, muy cerca de mí, había una vela y cerillas; con dedos temblorosos, traté de encenderla. Cuando lo conseguí, dejé la vela sobre la pequeña cómoda y regresé junto a Burke.
—¡Dios bendito! —exclamé.
De todas las escenas que guardo en la memoria, algunas bastante sombrías, no recuerdo ninguna tan horrible como la que apareció ante mí a la débil luz de la vela. Burke yacía atravesado en la cama, la cabeza hacia atrás, laxa; tenía una mano rígida en el aire y con la otra agarraba el peludo antebrazo que yo había cortado con el hacha, pues los inertes dedos seguían aferrados a la garganta ejerciendo una presión mortal.
El rostro del hombre estaba casi negro y los ojos se le salían de las órbitas de un modo espantoso. Venciendo la repugnancia, levanté el inmundo brazo y traté de separarlo. Todos mis esfuerzos fueron inútiles; muerto era tan implacable como lo había sido en vida. Me saqué una navaja del bolsillo y, tendón a tendón, fui cortando aquella misteriosa garra hasta desprenderla de la garganta de Burke…
Pero todo había sido en vano. ¡Burke ya estaba muerto!
Creo que tardé algún tiempo en comprenderlo. Tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo; estaba bañado en sudor. Sin dejar de temblar, me apoyé en el marco de la ventana evitando la sangre que manchaba el alféizar y miré por encima de los tejados. En los viveros más alejados sonaban voces nerviosas. Recordé entonces el grito que había oído instantes antes. Ofuscado como estaba, no le había prestado atención; ¿quién lo había lanzado?
A mi alrededor se había levantado un gran revuelo.
—¡Smith! —grité desde la ventana—. Smith, por el amor de Dios, ¿dónde está?
Alguien subía las escaleras a toda prisa. La puerta se abrió de golpe y Nayland Smith se abalanzó a la habitación.
—¡Dios! —dijo; y retrocedió al umbral.
—¿Lo ha cogido, Smith? —pregunté con voz ronca—. En nombre de la cordura, ¿qué es… qué es?
—Vamos abajo —respondió Smith sin alterarse—, y véalo usted mismo.
Volvió la cabeza para no ver la cama.
Con paso inseguro, le seguí al piso inferior y atravesamos el laberíntico caserón hasta llegar al patio empedrado. Vi figuras que se movían al final del paso que cruzaba los invernaderos. Uno de aquellos hombres se inclinó sobre algo que había en el suelo y lo alumbró con la linterna.
—¡El que lleva la linterna es el primo de Burke! —me susurró Smith al oído—. No le diga nada aún.
Asentí y caminamos hacia el grupo a paso vivo. Poco después estábamos ante uno de aquellos rechonchos birmanos que siempre he asociado con las intrigas de Fu-Manchú. Yacía de bruces y su nuca era un amasijo sanguinolento.
Junto a él había una repugnante vara con pelos y sangre prendidos en el extremo. Retrocedí horrorizado y Smith me cogió del brazo.
—¡Se ha rebelado contra su domador! —me susurró al oído—. Lo he herido dos veces desde abajo y usted le ha cortado un brazo; debido a su furia, a su agresividad irracional, ha vuelto… y ahí yace su segunda víctima.
—Entonces…
—¡Se ha ido, Petrie! Aun ahora, tiene la fuerza de cuatro hombres. ¡Mire!
Se inclinó, sacó un trozo de papel de la mano cerrada del birmano muerto y lo desplegó.
—Sujete la linterna un momento —dijo.
A la luz amarillenta, echó un vistazo a la hoja de papel.
—Como suponía… una hoja de la agenda de Burke; se guiaba por el olfato. —Se volvió hacia mí con una extraña expresión en sus ojos grises—. Me pregunto qué objeto de mi propiedad habrá hurtado Fu-Manchú para que pudiera rastrear mi pista.
La mirada de mi amigo topó con la del hombre que llevaba la linterna.
—Sería mejor que volviera a la casa —dijo mirándolo directamente a los ojos.
El otro palideció.
—No querrá decir, señor… no querrá decir que…
—¡Anímese! —dijo Smith a la vez que le apoyaba la mano en el hombro—. Recuerde, fue él quien quiso jugar con fuego.
El hombre miró a Smith con furia y después se volvió hacia mí. A continuación se alejó hacia la granja a grandes zancadas.
—Smith… —empecé a decir.
Me interrumpió con un gesto de impaciencia.
—Weymouth se dirige hacia Upminster —me informó—; habrán registrado toda la zona esta misma mañana. Es probable que vinieran en coche, pero los disparos habrán servido de excusa a quienquiera que condujese el vehículo para escapar. El animal debe de estar agotado por la pérdida de sangre. Su captura es sólo cuestión de tiempo, Petrie.