—¿Dice que tiene un par de noticias para mí? —dijo Nayland Smith mirando al inspector Weymouth que, sentado al otro lado de la mesa, tomaba una taza de café.
—Hay un par de cosas, sí —contestó el hombre de Scotland Yard. Smith se quedó inmóvil, con la cucharilla en la mano, y miró con perspicacia a su interlocutor—. La primera es la siguiente: el cuartel general de la banda ya no está en el East End.
—¿Cómo lo sabe?
—Por dos cosas. En primer lugar, la zona se ha vuelto demasiado peligrosa para Fu-Manchú; en segundo lugar, acabamos de inspeccionar el barrio, casa por casa, y apenas hemos dejado ratonera o ratón sin registrar. Ese lugar donde dice que Fu-Manchú recibió a un mandarín chino; donde usted, señor Smith, y usted —dirigió la mirada hacia donde yo estaba—, doctor Petrie, pasaron unas horas prisioneros…
—¿Sí? —preguntó Smith al tiempo que atacaba el huevo del desayuno.
—Bueno —continuó el inspector—, ahora está desierto. No cabe la menor duda de que el chino ha huido a alguna otra residencia. Estoy seguro. La segunda noticia le interesará mucho, sin duda. Cierto ex agente de la policía de Nueva York, un tal Burke, le condujo al local del chino Shen Yan…
—¡Dios mío! —exclamó Smith a la vez que alzaba la vista sobresaltado—. ¡Pensaba que lo habían capturado!
—Yo también —contestó Weymouth en actitud solemne—, ¡pero no es así! Se escabulló aprovechando la confusión de la redada y desde entonces está escondido en casa de un primo suyo… Un horticultor de la zona de Upminster…
—¿Escondido? —se extrañó Smith.
—Exacto… No se atreve a moverse y apenas ha asomado la nariz por la puerta. Dice que lo vigilan día y noche.
—¿Y entonces cómo…?
—Comprendió que debía hacer algo y esta mañana ha decidido dar un vuelco a su situación —prosiguió el inspector—. Está tan convencido de que lo vigilan constantemente que ha salido en secreto, escondido bajo las cajas de un camión que iba al mercado. Ha bajado en Covent Garden de madrugada y se ha dirigido a Scotland Yard.
—¿De qué tiene miedo exactamente?
El inspector Weymouth dejó la taza de café y se inclinó hacia delante.
—Sabe algo —dijo en voz baja—, y ellos están al tanto de que lo sabe.
—¿Y qué sabe?
Nayland Smith observaba al detective con impaciencia.
—Todo hombre tiene su precio —contestó Weymouth con una sonrisa—, y, por lo visto, Burke le considera mejor postor que las autoridades.
—Ya veo —gruñó Smith—. ¿Quiere verme?
—Quiere que usted vaya a verle —fue la respuesta—. Al parecer, supone que usted podrá atrapar a la persona o personas que lo espían.
—¿Le ha dado más detalles?
—Muchos. Habla de una especie de gitana con la cual, un día, mantuvo una breve conversación por encima de la verja que divide el vivero de su primo y el camino contiguo.
—¡Una gitana! —susurré a la vez que lanzaba una rápida mirada a Smith.
—Creo que tiene razón, doctor —dijo Weymouth con su indolente sonrisa—; era Karamaneh. Le preguntó por dónde se iba a no sé dónde y le pidió que se lo escribiese en una hoja de papel para no olvidarlo.
—¿Oye eso, Petrie? —exclamó Smith.
—Lo oigo —contesté—, pero no me parece demasiado significativo.
—¡A mí sí! —espetó Smith—. ¡No me he pasado la mayor parte de la noche estrujándome mis sesos fatigados en balde! Hoy iré al Museo Británico para confirmar cierta sospecha. —Se volvió hacia Weymouth—. ¿Ha vuelto Burke a casa de su primo? —preguntó con un exabrupto.
—Ha regresado escondido bajo las cajas vacías —fue la respuesta—. ¡Oh! ¡En la vida he visto un hombre tan asustado!
—Tal vez tenga buenas razones —dije yo.
—¡Tiene buenas razones! —afirmó Nayland Smith—; si ese hombre posee información perjudicial para la seguridad de Fu-Manchú, sólo escapará a su sino mediante un milagro similar al que, hasta ahora, nos ha protegido a usted y a mí.
—Burke insiste en que alguien acude casi todas las noches después del ocaso y merodea alrededor de la casa; creo que es una antigua granja —dijo Weymouth—. En un par o tres de ocasiones, lo ha despertado algo parecido a una tos procedente del otro lado de la ventana (por fortuna tiene el sueño ligero). El hombre duerme con una pistola debajo de la almohada. En varias ocasiones, al precipitarse hacia la ventana, ha descubierto a un animal saltando desde el tejado a los macizos de flores que bordean la casa; por lo visto, su ventana da al tejado…
—¡Un animal! —dijo Smith, que ahora echaba chispas por los ojos grises—. ¿Ha dicho un animal?
—He empleado esa palabra a propósito —contestó Weymouth—, porque a Burke le pareció que avanzaba a cuatro patas.
Hubo un breve silencio, bastante tenso. A continuación, sugerí:
—Para descender por un tejado inclinado, una persona utilizaría tanto las manos como los pies.
—Es verdad —convino el inspector—. Me limito a transmitirles las impresiones de Burke.
—¿No oyó ningún otro sonido, como un crujido de ramas secas, por ejemplo? —preguntó Smith.
—No lo ha mencionado —contestó Weymouth sorprendido.
—¿Y cuál es el plan?
—Han dejado una de las camionetas de su primo detrás de Covent Garden —dijo Weymouth con una leve sonrisa—. Regresará a última hora de la tarde. Propongo que usted y yo, señor Smith, imitemos a Burke y viajemos a Upminster escondidos en las cajas vacías.
Nayland Smith dejó el desayuno a medias y empezó a pasearse por la habitación estirándose la oreja. A continuación se puso a hurgar en el bolsillo de la bata hasta que por fin extrajo la famosa pipa, la deteriorada petaca y una caja de cerillas y procedió a cargar aquel objeto chamuscado que le incitaba a la reflexión.
—Deduzco que Burke está demasiado asustado para dar la cara; incluso a la luz del día —comentó de repente.
—Hasta hoy, no había abandonado el vivero de su primo para nada —respondió Weymouth—. Por lo visto, cree que si se comunicara abiertamente con las autoridades o con usted, sellaría su sentencia de muerte.
—Tiene razón —espetó Smith.
—Por eso ha venido y se ha ido en secreto —prosiguió el inspector—. Si queremos obtener resultados, es evidente que debemos adoptar las mismas precauciones. El camión, cargado de tal forma que habrá espacio suficiente para nosotros en el interior del remolque, estará aparcado en el exterior de las oficinas de los señores Pike & Pike, en Covent Garden, hasta las cinco de la tarde más o menos. Propongo que, digamos a las cuatro y media, nos encontremos allí y nos preparemos para el viaje.
Me miró con expresión inquisitiva.
—Inclúyame en el plan —dije—. ¿Habrá sitio en el camión?
—Claro —me respondió—; es muy amplio, aunque no puedo garantizar la comodidad.
Nayland Smith se paseaba sin descanso por la habitación. Finalmente, decidió abandonarla. El inspector y yo sólo habíamos tenido tiempo de intercambiar una mirada de sorpresa cuando mi amigo regresó con el cenicero de latón en la mano. Lo colocó ante Weymouth, en una esquina de la mesa del desayuno.
—¿Alguna vez había visto algo parecido? —preguntó.
El inspector examinó la espantosa reliquia con notoria curiosidad; le dio la vuelta con la punta del dedo meñique y exhibió muestras evidentes de que el contacto le producía verdadera repugnancia. Smith y yo lo observábamos en silencio. Por fin, tras volver a dejar el cenicero en la mesa, alzó la vista con expresión perpleja.
—Parece la piel de una rata de agua —dijo.
Smith no apartaba la vista de él.
—¿Una rata de agua? Ahora que lo menciona, advierto cierto parecido… sí. Sin embargo —llevaba un pañuelo de seda alrededor del cuello y en aquel momento se lo quitó—, ¿alguna vez ha visto una rata de agua capaz de dejar marcas como estas?
Weymouth se puso en pie sobresaltado y profirió una exclamación ahogada.
—¿Qué es eso? —exclamó—. ¿Cuándo y cómo sucedió?
Nayland Smith relató los sucesos de la noche sin extenderse en los detalles. Al final de la narración, Weymouth susurró:
—¡Cielos! Esa cosa del tejado, el ser que vio Burke, que tosía y andaba a cuatro patas…
—¡Está pensando exactamente lo mismo que yo! —exclamó Smith.
—Fu-Manchú ha traído un nuevo y terrible animal de Birmania… —dije excitado.
—No, Petrie —me espetó Smith al tiempo que se volvía hacia mí—. De Birmania no, de Abisinia.
Prometía ser una jornada repleta de sucesos, un día que ninguno de los implicados en los acontecimientos que voy a relatar olvidaría jamás. A primera hora de la mañana, Nayland Smith se dirigió al Museo Británico para efectuar sus misteriosas investigaciones. Yo, tras llevar a cabo mi breve ronda de visitas profesionales (pues, como Nayland Smith había comentado en una ocasión, en aquel maldito barrio la gente tenía una salud de hierro), descubrí que, concluidos los preparativos para la noche y con tres horas libres por delante, no tenía nada que hacer hasta la cita en el mercado de Covent Garden. Después de dar por concluido mi almuerzo solitario, la inquietud se apoderó de mí y me sentí incapaz de permanecer más tiempo en casa. Presa del desasosiego, escogí el atuendo que creí apropiado para la aventura nocturna, sin olvidarme de guardar una pistola en el bolsillo y, tras dirigirme a la estación de metro más cercana, saqué un billete para Charing Cross. Poco después estaba vagando por las calles atestadas. Guiado por un desconocido resorte de mi memoria, me interné en New Oxford Street, alcé la vista sobresaltado y advertí que me hallaba ante la librería de libros antiguos y de segunda mano donde hacía dos años había conocido a Karamaneh.
Los pensamientos que acudieron a mi mente en aquel momento fueron quizá demasiado amargos para soportarlos; de modo que, tras echar un breve vistazo a los libros expuestos, crucé la callé, me interné en Museum Street y, más para distraerme que en pos de un objetivo concreto, empecé a examinar la cerámica oriental, las estatuillas egipcias, las armas indias y otros objetos expuestos en el escaparate de un anticuario.
Sin embargo, por mucho que me esforzase, no podía concentrarme en las antigüedades. Los recuerdos me obsesionaban, me ofuscaban hasta el punto de eclipsar la realidad. El gentío que atestaba la calle, el tráfico de New Oxford Street, pasaban junto a mí inadvertidos; mis ojos no veían vasijas ni estatuillas, tan sólo buscaban, en un brumoso mundo imaginario, la mirada de otros ojos: los hermosos ojos negros de Karamaneh. En el exquisito tinte de un jarrón chino apenas visible al fondo de la tienda, atisbé las mejillas arreboladas de Karamaneh; su rostro, como un fantasma burlón, surgió de la oscuridad, entre un horrible ídolo chino dorado y un biombo indio de madera de sándalo.
Me esforcé por disipar aquella idea obsesiva y me concentré con determinación en el gran jarrón etrusco que había en una esquina del escaparate, junto a la puerta de la tienda. ¿Realmente estaba viendo visiones? Por un instante, dudé de mi cordura, pues por mucho que me empeñase en alejar el espejismo, seguía allí, mirándome por encima de las piezas de cerámica, ¡allí estaba el rostro hechicero de la esclava!
Es muy probable que mi expresión fuera la de un loco, y que atrajese sin quererlo la atención de los transeúntes, pero de esto último no estoy seguro, pues toda mi energía estaba concentrada en aquel rostro fantasmal de cabello vaporoso, labios algo entreabiertos y ojos oscuros y brillantes que observaban los míos desde las penumbras de la tienda. Era desconcertante, misterioso; ilusión o realidad, el hechizo no se disipó. Haciendo de tripas corazón, me acerqué a la puerta, giré la manilla y entré en el establecimiento con toda la serenidad que fui capaz de aparentar.
La cortina que cubría la pequeña entrada situada tras el mostrador ondeó como empujada por la brisa, con un ligero movimiento. Clavé los ojos en aquella cortina oscilante casi con ira… En aquel momento, un impasible mestizo, que parecía una extraña mezcla de greco-hebreo y japonés, entró. Sin delatar ninguna emoción, se plantó ante mí e hizo una pequeña reverencia.
La aparición fue tan inesperada que di un respingo.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó el recién llegado con otra leve inclinación de cabeza.
Lo miré un instante en silencio. Después dije:
—Me ha parecido ver a alguien conocido aquí dentro, hace un momento. Puede ser que se trate de una equivocación…
—Así es, señor —replicó el tendero al tiempo que elevaba casi imperceptiblemente las cejas negras—; quizá su confusión se haya debido a un reflejo en el escaparate. ¿Desea echar un vistazo a la tienda, ya que ha entrado?
—Gracias —respondí sin apartar los ojos de su rostro—; en otro momento.
Di media vuelta y salí de la tienda a toda prisa. O me había vuelto loco o Karamaneh estaba oculta en algún lugar del interior.
Sin embargo, al comprender que no podía hacer nada al respecto, me contenté con tomar nota mental del nombre que aparecía en el letrero del establecimiento: J. Salaman. Seguí andando con la cabeza hecha un lío y el corazón a punto de estallar.