Sobresaltado, me incorporé en la cama.
Desde que, casi de milagro, habíamos escapado de la guarida de Fu-Manchú, a menudo me costaba dormir; ahora, allí acurrucado, con los nervios de punta, escuchando, escuchando… no estaba seguro de si el lóbrego temor que se había apoderado de mí se debía a una pesadilla o a otra cosa.
Estaba convencido de haber oído una llamada de socorro, un grito ahogado; sin embargo, ahora, mientras contenía la respiración presa de la tensión nerviosa que nos invade cuando despertamos de repente en mitad de la noche, el silencio parecía completo. Quizás hubiese sido un sueño…
—¡Socorro! ¡Petrie! ¡Socorro…!
Era Nayland Smith, que gritaba en la habitación del piso superior.
Las dudas se despejaron; mi imaginación sobreexcitada no me había jugado una mala pasada. Algún terrible peligro amenazaba a mi amigo. Sin molestarme siquiera en abrocharme la bata, descalzo, me dirigí hacia la habitación de Smith, abrí la puerta y me precipité hacia el interior.
Aquellos gritos habían sido los de alguien que sufre una agresión y pensé que los había proferido mientras se debatía entre la vida y la muerte: lo habían estrangulado…
Un rayo de luna se colaba en la habitación sin llegar a iluminar la cama donde yacía mi amigo. En cuanto entré, antes de encender la luz, dirigí la mirada de modo inconsciente al pálido rayo de luna que, desde la ventana, iluminaba una esquina de la piel de cordero extendida junto a la cama.
En aquel momento, oí una tos débil y ahogada.
Teniendo en cuenta el ofuscamiento propio del despertar y el miedo que me atenazaba, no podría afirmar a ciencia cierta que la imagen que vi fuese real; una especie de veta grisácea atravesó el rayo de luna; fue como si alguien situado al otro lado de la ventana hubiera estirado de aquel cordón semejante a una serpiente. En el exterior de la casa, abajo, volvió a sonar la tos seguida de un chasquido seco, como el restallido de un látigo.
Apreté el interruptor y la luz inundó el dormitorio. Mientras me abalanzaba hacia la cama, la imagen de lo que acababa de ver tomó forma en mi mente y descubrí que estaba pensando en una gran boa gris de plumas.
—¡Smith! —exclamé (mi voz adoptó, sin yo pretenderlo, un tono agudo)—. ¡Smith, amigo!
No respondió, y un súbito y angustioso temor se apoderó de mí. Estaba tendido de espaldas, con la mitad del cuerpo fuera de la cama, la cabeza en un ángulo horrible respecto al cuerpo. Cuando me incliné sobre él y lo cogí por los hombros, vi que tenía los ojos en blanco. Los brazos le colgaban laxos y sus dedos rozaban la alfombra.
—¡Dios mío! —susurré—. ¿Qué ha pasado?
Volví a colocarle la cabeza sobre la almohada y observé su rostro con inquietud. La energía arrolladora de aquel hombre había consumido la carne de sus facciones dejando a la vista los pómulos afilados. De rostro enjuto por lo general, en aquel momento ofrecía un aspecto cadavérico. Tenía la piel demasiado morena como para que el tono cambiase sustancialmente; nada habría podido borrar el bronceado. Sin embargo, aquella noche, un espantoso tono grisáceo se mezclaba con el moreno, tenía los labios cárdenos y presentaba signos evidentes en el cuello de que habían querido estrangularle: huellas de dedos que se iban oscureciendo.
Entre estertores, empezó a respirar con convulsiones. Cada inhalación iba acompañada de un significativo gorgoteo. A pesar de hallarme ante una situación que requería atención profesional, recuperé la calma.
Me puse manos a la obra con energía. Traté de normalizar la respiración dificultosa de mi amigo por los medios habituales. Por fin se agarró la garganta, que aquella presión letal había estado a punto de obstruir para siempre.
Alguien andaba merodeando por la casa. Al parecer, no era el único que había despertado al oír aquellos gritos roncos.
—Todo va bien, amigo —dije al tiempo que me inclinaba sobre él—. ¡Anímese!
Abrió los ojos —los tenía llenos de legañas e inyectados en sangre— y me lanzó una rápida mirada de agradecimiento.
—¡Todo va bien, Smith! —dije—. ¡No! No se incorpore; quédese tumbado un momento.
Corrí hacia la cómoda, donde había visto un botellín y preparé un estimulante suave que le llevé a la cama.
En el momento en que me inclinaba de nuevo sobre él, apareció el ama de llaves en el umbral, pálida y con los ojos como platos.
—No hay motivo de alarma —dije por encima del hombro—. El señor Smith tiene los nervios delicados y una pesadilla lo ha despertado. Puede volver a la cama, señora Newsome.
Nayland Smith parecía experimentar muchas dificultades para tragar el contenido del vaso que yo sostenía contra sus labios. Por el modo en que se palpaba los ganglios inflamados, comprendí que, pese a mis vigorosos masajes, le dolía mucho la garganta. Pero ya el peligro había pasado y la mirada vidriosa estaba desapareciendo de sus ojos, que ya no sobresalían de un modo tan antinatural.
—¡Dios, Petrie! —susurró—. ¡Me he librado de milagro! ¡Me siento débil como un gatito!
—La debilidad se le pasará enseguida —contesté—. Lo importante es que ya no sufrirá un colapso. Le vendrá bien un poco de aire fresco…
Me incorporé y miré las ventanas, después otra vez a Smith, que se esforzó por esbozar una sonrisa en respuesta a mi mirada.
—Es imposible, Petrie —dijo al instante.
Se refería a las ventanas. Aquella noche hacía un calor asfixiante; sin embargo, sólo estaban entreabiertas unos centímetros por la parte de arriba y otros tantos por abajo, pues unas escuadras de hierro atornilladas al marco impedían subir o bajar más las hojas. Era imposible abrirlas más.
Mi larga experiencia con los sirvientes de Fu-Manchú me había llevado a adoptar aquella precaución.
Ahora, mientras paseaba la mirada desde el hombre medio asfixiado hasta las ventanas, comprendí que aquella precaución era inútil. Pensé en aquel ser que había relacionado con una boa de plumas y miré los cardenales inflamados que unos dedos férreos habían hecho en la garganta de Nayland Smith.
La cama estaba a más de un metro de la ventana más cercana.
Supongo que el dilema se reflejó en mi rostro, pues, cuando me volví de nuevo hacia Smith, quien, tras incorporarse con dificultad, se palpaba otra vez el cuello dañado, me comentó:
—¡Sólo Dios lo sabe, Petrie! Es imposible que ningún brazo humano haya podido alcanzarme…
La noche había concluido para nosotros en lo que se refería al sueño y al descanso. Ataviado con la bata, Smith estaba sentado en la butaca blanca de mimbre de mi despacho. Junto a él había un vaso de coñac con agua y (a pesar de mi prohibición) tenía entre los dientes la agrietada pipa que había humeado en numerosos lugares de Oriente, oscuros y misteriosos, y que, aun así, había resistido lo bastante como para perfumar aquellas prosaicas habitaciones de las afueras de Londres. Yo estaba plantado delante del hogar, con los codos apoyados en la repisa, mirándole.
—¡Dios mío, Petrie! —dijo una vez más mientras se palpaba el cuello con suavidad—. ¡Me he salvado de milagro! ¡Me he salvado de auténtico milagro!
—Un milagro tal vez mayor de lo que cree, amigo —contesté—. Cuando le he encontrado, su piel tenía un tono azul nada prometedor…
—He conseguido desasir los dedos de mi garganta un instante y pedir ayuda —dijo Smith en tono tranquilo—. Sin embargo, ha sido sólo un momento. ¡Petrie, eran unos dedos de acero… de acero!
—La cama… —empecé a decir.
—Ya lo sé —me interrumpió Smith—. No debería haber dormido ahí, me podían atacar desde la ventana. Pero sé que el doctor rehúye los métodos ruidosos y me consideraba a salvo mientras estuviese seguro de que nadie podía entrar en la habitación…
—¡Siempre le he recalcado, Smith, que estaba en peligro! —exclamé—. ¿Qué me dice de los dardos envenenados? ¿Y de los terribles reptiles e insectos que constituyen el arsenal del doctor Fu-Manchú?
—La confianza es causa de menosprecio, supongo —contestó—. Sin embargo, en esta ocasión no ha utilizado ninguno de esos métodos. El peligro que trataba de evitar me ha alcanzado de algún modo. ¡Se diría que el doctor Fu-Manchú ha aceptado conscientemente el reto que suponían las ventanas trabadas! ¡Diablos, Petrie, uno no puede dormir en una habitación cerrada a cal y canto con un tiempo como este! Cualquiera diría que estamos en Birmania. Puedo soportar el tipo de calor tropical, pero el calor de Londres me deja por los suelos en menos que canta un gallo.
—Es por la humedad, le pasa a mucha gente. No obstante, a partir de ahora tendrá que aguantarse. Después del atardecer, cerraremos las ventanas del todo, Smith.
Nayland Smith vació la pipa a un lado del hogar. La cazoleta chisporroteaba con furia y sin perder un instante rellenó la pipa caliente de picadura selecta, dejando caer una buena cantidad de tabaco en la alfombra durante el proceso. Alzó la vista hacia mí con expresión solemne.
—Petrie —dijo al tiempo que encendía una cerilla en la suela de su zapatilla—, los recursos de Fu-Manchú no se han agotado, ni mucho menos. Antes de salir de esta habitación deberíamos tomar una decisión respecto a cierto punto. —Encendió la pipa del todo—. ¿Qué clase de ser, qué criatura inconcebible me ha lanzado esta noche a la garganta? Al primero a quien le debo la vida es a usted, amigo, pero también al hecho de que, justo antes del ataque, la tos de la criatura me ha despertado… una tos aguda y espantosa…
Eché un vistazo a los libros que había en las estanterías. En varias ocasiones, yendo tras la pista de otras fechorías del chino, el cual empleaba su talento en descubrir nuevas sustancias letales, habíamos hallado algunas respuestas en esos libros de carácter científico que atestan las librerías de los médicos. Existen animales y drogas, de ordinario inocuos, que pueden emplearse de forma perjudicial para la vida humana, y Fu-Manchú era único para distorsionar la naturaleza, para romper el equilibrio y transformar fuerzas benéficas en instrumentos extraños y peligrosos. Sabía que, mediante cultivo artificial, había desarrollado una especie de hongo minúsculo hasta convertirlo en un potente tóxico capaz de matar a un hombre; es probable que sus conocimientos en lo referente a insectos venenosos no tengan parangón en toda la historia de la humanidad; en el campo de la toxicología es único: los Borgia, a su lado, son unos aprendices. Con todo, mirara a donde mirase y por mucho que discurriese, no hallaba explicación posible, dentro de unos parámetros aceptables, a aquel último ataque.
—Ahí está la pista —dijo Nayland Smith señalando el pequeño cenicero que había en la mesa—. Sígala si puede.
Yo no sabía por dónde empezar.
—Como ya le he explicado —prosiguió mi amigo—, me ha despertado una tos; después he notado una terrible presión en la garganta. Como por instinto, he levantado las manos para alejar al atacante. No he podido tocarlo; mis manos no han encontrado nada. Así que he agarrado los dedos que se hundían en mi tráquea y he descubierto que eran pequeños —como demuestran las marcas— y peludos. He conseguido pedir ayuda y con todas mis fuerzas he intentado desasir los dedos que me estaban estrangulando. Por fin me las he ingeniado para separar una de esas manos y he vuelto a gritar, aunque no tan fuerte. La mano ha vuelto a agarrarme la garganta; me estaba debilitando, pero he arañado como un loco los finos y peludos brazos del ser que me estrangulaba. Una neblina sanguinolenta empezaba a bailar ante mis ojos y todo ha empezado a dar vueltas hasta que he perdido el sentido. Me he defendido a arañazos, todo lo que he podido; y he aquí el resultado.
Diría que por vigésima vez, tomé el cenicero y lo coloqué bajo la lamparilla para examinar el contenido. En el pequeño cuenco de latón había un mechón de pelo grisáceo prendido a un jirón de piel ensangrentado. El fragmento de epidermis era de un extraño color azulado y el pelo tenía un tono mucho más oscuro en las raíces que en las puntas. Aparte de ese color peculiar, podría pertenecer al antebrazo de un hombre muy peludo. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto: en dirección norte, sur, este y oeste. Conocía los recursos ilimitados de Fu-Manchú y repasé todos los especímenes mongoles conocidos; incluso, en busca del tipo hirsuto, vagué por el norte, entre las tribus de esquimales que se alimentan de ballenas. Eché un vistazo a Australia y a África central y pasé revista mental a las oscuras zonas del Congo. Pero en ningún lugar del mundo conocido, en ninguna época de la historia de la especie humana, hallé un tipo de hombre que respondiese a la descripción sugerida por nuestra extraña pista.
Nayland Smith me observaba con curiosidad mientras yo seguía inclinado sobre el pequeño cenicero de latón.
—Está usted confuso —me espetó lacónico—. Y o también… Perplejo. Parece ser que la galería de monstruos de Fu-Manchú ha aumentado; da igual que identifiquemos el espécimen, eso no nos ayudaría a dar con la solución.
—Se refiere a… —empecé a decir.
—A más de un metro de la ventana, Petrie, y la ventana sólo estaba abierta unos centímetros. Mire… —Se inclinó hacia delante, con el pecho apoyado en la mesa, y tendió la mano hacia mí—. Ahí hay una regla: mida.
Dejé el cenicero en la mesa, desplegué la regla y medí desde el principio de la mesa hasta la punta de los dedos de Smith.
—Setenta y ocho centímetros… ¡y tengo el brazo largo! —gruñó Smith mientras retiraba el brazo y encendía una cerilla para reavivar la pipa—. Hay una cosa, Petrie, que a menudo nos hemos propuesto y que debemos hacer sin demora. Hay que arrancar la hiedra de la pared trasera.
Es una pena, pero no podemos sacrificar nuestras vidas por amor a la estética. ¿Qué deduce del chasquido semejante al restallido de un látigo?
—No deduzco nada, Smith —le respondí hastiado—. Tal vez fuera una gruesa rama de hiedra que se rompió bajo el peso de un escalador.
—¿Le recordó a ese sonido?
—Debo confesar que la explicación no me convence, pero no tengo una mejor.
Smith olvidó la pipa y se quedó mirando al vacío mientras se estiraba el lóbulo de la oreja izquierda.
—Me siento aturdido, como hace dos años —proseguí—. Al principio, cuando supe que el doctor Fu-Manchú había regresado a Inglaterra, cuando comprendí que una intrincada máquina de matar se había puesto en funcionamiento en alguna parte de Londres, la idea me pareció irreal, imposible. Después, ¡vi a Karamaneh! La muchacha, a quien consideraba su víctima, demostró que volvía a ser su esclava. Ahora, Weymouth y Scotland Yard vuelven a trabajar en el caso, ese ser misterioso y ancestral ha vuelto a afincarse en nuestra niebla. Nuestras vidas están amenazadas; dormir es peligroso… La muerte acecha en cada sombra. ¡Oh, es horrible!
Smith guardó silencio; no dio muestras de haber oído mis palabras. Conocía aquel estado de ánimo y sabía que era inútil intentar modificarlo. Se quedó allí sentado, con la pipa, ya fría, en la boca, mordiéndola con tanta fuerza que incluso a mí me dolía la mandíbula sólo de mirarlo. El ceño fruncido, los ojos hundidos fijos en el vacío. Ningún hombre estaba mejor dotado que aquel adusto comisionado británico para proteger a la sociedad de la amenaza del doctor oriental. Respeté sus reflexiones pues, a diferencia de las mías, se basaban en un profundo conocimiento de los secretos de Oriente, de aquel misterioso Oriente, cuna del doctor Fu-Manchú y de aquella caterva de organismos nocivos que se había desplazado hacia Occidente junto con el implacable chino. Me alejé en silencio del cuarto, absorto en amargos pensamientos.