13. LA ORDEN SAGRADA

Smith cruzó en silencio la habitación y comprobó si la puerta estaba cerrada por fuera. No lo estaba y al cabo de un instante ambos habíamos salido al pasillo. Al mismo tiempo, sonó un repentino grito en alguna parte del ala oeste. Una voz áspera y aflautada en la que alternaban sonidos guturales con siseos serpenteantes se alzó furiosa.

—¡El doctor Fu-Manchú! —susurró Smith a la vez que se agarraba a mi brazo.

En efecto, era la inconfundible voz del chino, que gritaba presa de uno de esos brotes histéricos que en el pasado me habían llevado a diagnosticarle una peligrosa psicopatía.

La voz se elevó hasta convertirse en grito; el grito de un animal rabioso más que el de un ser humano. Enseguida cesó, sofocado. Oímos un segundo grito, breve y agudo —esta vez no era la voz del doctor Fu-Manchú—, un gemido debilitado y un porrazo.

Smith, que no me había soltado la muñeca, me hizo retroceder hacia el umbral. Algo que en la oscuridad parecía una gran bola de pelusa se acercaba a toda velocidad por el pasillo. Se detuvo justo a mis pies y me di cuenta de que era un pequeño animal. Los minúsculos y relucientes ojos se alzaron hacia mí y, con un pícaro parloteo, la criatura se alejó dando brincos y se perdió de vista.

Era el tití del doctor Fu-Manchú.

Smith me arrastró al interior de la habitación que acabábamos de abandonar. Mientras mi compañero entornaba la puerta, oí unas palmadas. Nos quedamos aguardando con los nervios de punta. Poco después, llegó a nuestros oídos un nuevo y siniestro sonido. Un cuerpo pesado estaba siendo arrastrado por el pasillo. Oí que abrían una trampilla. Las exclamaciones proferidas por unas voces guturales indicaban que se estaba llevando a cabo una tarea engorrosa. Se oyeron fuertes crujidos, como de madera sometida a presión, tras lo cual volvieron a cerrar la trampa con suavidad.

Smith se inclinó hacia mi oído.

—Fu-Manchú ha castigado a uno de sus sirvientes. No habrá ni un arpeo vacío esta noche.

Una violenta convulsión se apoderó de mí, pues no precisaba que Smith lo dijese para saber que en aquella casa, a pocos metros de nosotros, se había cometido un crimen sangriento.

Cuando de nuevo se hizo el silencio, escuché el goteo pertinaz de la lluvia tras los cristales; después el aullido melancólico de la sirena de un barco a vapor, en el río. Pensé que tal vez la hélice del barco estuviese desgarrando el cuerpo del sirviente de Fu-Manchú en aquel mismo instante.

—¿Ha dejado a alguien esperando? —susurró Smith con vehemencia.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?

—Una media hora.

—En ese caso, el taxista sigue en la esquina.

—¿Tiene por ahí un silbato?

Me palpé el bolsillo de la gabardina.

—Sí —le informé.

—¡Bien! En ese caso nos arriesgaremos.

De nuevo nos deslizamos hacia el pasillo y empezamos a avanzar con cautela en dirección oeste. Habíamos avanzado no más de diez pasos en absoluta oscuridad cuando nos topamos con un corredor secundario. Al fondo del mismo, por una especie de ventanuco, brillaba una luz tenue.

—Mire si puede encontrar la trampilla —me susurró Smith—; encienda la linterna.

Iluminé el suelo con la linterna y allí mismo, a mis pies, había una trampilla cuadrada de madera. Mientras me inclinaba para examinarla, me volví con dificultad y eché un vistazo por encima del hombro. Vi que Nayland Smith se alejaba de puntillas por el pasillo en dirección a la luz.

Maldije su locura para mis adentros pero la tentación de espiar por aquel ventanuco fue demasiado fuerte para mí, como lo había sido para él.

Lo seguí, temiendo que algún madero crujiese bajo mis pies, y, codo con codo, nos agazapamos para espiar aquella habitación pequeña y cuadriforme. Era un cuarto desolado y lúgubre, sin papel en las paredes ni alfombras en el suelo. Una mesa y una silla constituían el único mobiliario.

Sentado en la silla, de espaldas a nosotros, había un chino corpulento que lucía una túnica de seda amarilla. Desde nuestro escondite, era imposible verle el rostro, pero era evidente que estaba furioso, pues golpeaba la mesa con los puños y lanzaba un torrente de improperios con voz fina y aflautada. Todo aquello lo advertí a simple vista. Después, desde el extremo más alejado de la habitación, entró en nuestro campo de visión una figura alta y enhiesta, una figura inolvidable, horrible y majestuosa a un tiempo, imponente y siniestra.

Las manos largas y nudosas por detrás de la espalda, los dedos sinuosos entrelazados sobre el mango de un pequeño abanico y la barbilla puntiaguda apoyada en la pechera de la túnica amarilla. La luz que provenía de la lámpara colgada en el techo se reflejaba en la frente combada y despejada, aquel hombre alto y sombrío paseaba de derecha a izquierda.

Entornó los ojos y lanzó una virulenta mirada de soslayo a su locuaz interlocutor; pareció como si los ojos irradiasen una luminiscencia interior y, por un instante, destellaron como esmeraldas. Después, el brillo quedó velado como los ojos de un pájaro cuando deja caer la membrana.

Noté que se me helaba la sangre y mi corazón estaba a punto de estallar; Smith, a mi lado, respiraba a un ritmo más acelerado de lo normal. Ahora podía dar una explicación a la sensación que me había invadido al bajar los peldaños de piedra. Ahora sabía qué era aquella especie de miasma que envolvía la casa: era el aura, el magnetismo que proyectaba aquel hombre imponente y malvado, semejante a la luz que emana el radio. Era la esencia, la fuerza del doctor Fu-Manchú.

Empecé a alejarme de la ventana, pero Smith me sujetó por la muñeca con todas sus fuerzas. Escuchaba ensimismado el discurso torrencial que el chino profería desde su silla. Vislumbré en los ojos de mi amigo el brillo de la súbita comprensión.

Cuando la imponente figura del doctor chino volvió a entrar en nuestro campo de visión, Smith, agachando la cabeza, me empujó sin hacer ruido por el pasillo. Al llegar a la trampilla, susurró:

—¡Petrie, le debemos la vida a la puerilidad de la nación china! Una raza que idolatra a sus antepasados es capaz de todo, y el doctor Fu-Manchú, el terrible ser que ha aterrorizado a Europa, está en inminente peligro de ignominia por haber perdido una condecoración.

—¿Qué quiere decir con eso, Smith?

—¡Quiero decir que no hay tiempo que perder, Petrie! O mucho me equivoco o aquí está la soga con la que le izaron. Ahora la utilizaremos para salir. ¡Abra la trampilla!

Le tendí la linterna a Smith, me incliné y, con cuidado, alcé la trampilla. En aquel momento, sucedió algo extraño y conmovedor.

Oí una voz suave y melodiosa, la voz de mis sueños.

—¡Por ahí no! ¡Oh, Dios, por ahí no!

Aturdido, estuve a punto de dejar caer la trampilla, pero conservé el aplomo suficiente para devolverla a su lugar con suavidad. Me incorporé, di media vuelta… y allí, con la pequeña y enjoyada mano apoyada en el brazo de Smith, ¡estaba Karamaneh!

Desde que le conocía, jamás había visto a Nayland Smith sumido en una perplejidad tan absoluta. Se debatía entre la ira, la desconfianza y la consternación, y cada una de aquellas emociones se iba reflejando en sus facciones adustas y bronceadas. Pasmado, se quedó mirando el hermoso rostro de la muchacha. Aunque seguía manteniendo la mano apoyada sobre el brazo de Smith, sus ojos negros estaban fijos en mí con aquella expresión enigmática que los caracterizaba. Los labios, entreabiertos; el pecho moviéndose arriba y abajo al ritmo de la respiración agitada.

Los diez segundos de silencio que transcurrieron mientras los tres paseábamos la mirada de rostro en rostro abarcaron toda la gama de emociones humanas. Karamaneh se encargó de romperlo.

—Van a volver por aquí —susurró mientras se inclinaba hacia mí en ademán apremiante. (¡Cuánto me complacía, incluso en los momentos más desesperados, oír aquel acento extraño y melodioso!)—. ¡Por favor, si no quieren perder la vida y me perdonan la mía, confíen en mí!

De repente, unió las manos y alzó la vista hacia mi rostro con vehemencia.

—Confíen en mí, sólo por esta vez, y les mostraré la salida.

Nayland Smith no apartó los ojos de ella ni un instante y tampoco se movió.

—¡Oh! —susurró con voz temblorosa antes de estampar el pie calzado con la pequeña babucha roja en el suelo—. ¿Por qué no me hacen caso? ¡Vengan o será demasiado tarde!

Miré a mi amigo con inquietud; la voz de Fu-Manchú volvía a elevarse iracunda, se oía por encima de los tonos aflautados del otro. En el momento en que sus ojos toparon con mi mirada inquisitiva, ¡la trampilla empezó a elevarse despacio!

Karamaneh sofocó un pequeño sollozo pero la advertencia llegó demasiado tarde. Un espantoso rostro amarillo de ojos rasgados y bizcos apareció en la abertura.

Me quedé paralizado, sin saber qué hacer; no podía pensar ni tampoco actuar. Sin embargo, Nayland Smith, como si se lo dictara el instinto, dio una brutal patada a la cabeza que asomaba por la trampilla.

Un crujido nauseabundo junto con una especie de chasquido me indicaron que le había roto la mandíbula y, sin una palabra ni un grito, el chino cayó. Mientras la trampilla se cerraba con un golpe, oí el porrazo del cuerpo contra las escaleras de piedra.

A pesar de todo, estábamos perdidos. Ligera como un pájaro, Karamaneh huyó por uno de los pasillos y desapareció. Casi al mismo tiempo, llegó el doctor Fu-Manchú enseñando los colmillos superiores como un chacal furioso.

—¡Por aquí! —gritó Smith con una voz tan aguda que casi parecía un chillido—. ¡Por aquí! —E indicó el cuarto que daba a los peldaños.

Aterrados, corrimos como alma que lleva el diablo, sólo para descubrir que también por allí nos habían cortado la retirada. Apenas visible en la penumbra, había un grupo de orientales y, a pesar de las sombras, las hojas curvadas de los cuchillos que empuñaban relucían amenazadoras. ¡El pasillo estaba lleno de dacoits!

Smith y yo nos volvimos al mismo tiempo. La trampilla estaba alzada de nuevo y uno de los birmanos que me había atado salió de la misma. A su lado estaba Fu-Manchú, mirándonos, una sombría y siniestra figura.

—¡El juego ha terminado, Petrie! —musitó Smith—. ¡La batalla ha sido larga, pero Fu-Manchú gana!

—¡No del todo! —exclamé. Y raudo saqué el silbato del bolsillo y me lo llevé a los labios; sin embargo, en el breve lapso, los dacoits se abalanzaron sobre mí.

Un brazo fibroso y oscuro me golpeó en el hombro e hizo caer el silbato.

A continuación estalló el tumulto y Smith y yo nos vimos envueltos en un torbellino de ojos sedientos de sangre, colmillos amarillos y hojas de acero relucientes.

Tuve la vaga sensación de que la voz áspera de Fu-Manchú se sobreponía al alboroto y cuando, con las muñecas atadas a la espalda, emergí de la contienda y me tendieron junto a Smith en el pasillo, supuse que el chino había ordenado a sus sirvientes sanguinarios que nos prendieran vivos pues, aparte de numerosos golpes y algunos cortes superficiales, me di cuenta de que estaba ileso.

El lugar volvía a recuperar su cualidad desértica y Smith y yo, cautivos y jadeantes, nos quedamos a solas con el doctor Fu-Manchú. La escena fue inolvidable: aquel pasaje mal iluminado, los extremos del mismo sumidos en sombras y la enhiesta figura vestida de amarillo del satánico chino erguida ante nosotros.

Había recuperado su calma habitual y, mientras lo observaba en la penumbra, volvió a impresionarme la tremenda potencia intelectual de aquel hombre. Tenía la frente de un genio, los rasgos de un gobernante nato, e incluso en aquellos momentos hallé tiempo para rebuscar en mi memoria y descubrir que aquel rostro, aparte de la indescriptible maldad de su expresión, era idéntico al de Seti I, el poderoso faraón que mora en el museo de El Cairo.

El tití del doctor llegó brincando por el pasillo. Lanzó su estridente grito y saltó al hombro del chino, agarró con sus minúsculos dedos un mechón del cabello ralo y grisáceo de la coronilla y se inclinó hacia delante para escudriñar aquel rostro inmóvil y terrible.

El doctor Fu-Manchú acarició al animalillo y le canturreó como una madre a su hijo. Sólo aquel canturreo, junto con la pesada respiración de Smith y la mía, quebraba el inquietante silencio.

De repente, empezó a hablar con voz gutural:

—Han llegado en el momento oportuno, señor comisionado Nayland Smith y doctor Petrie; justo cuando el hombre más importante de China me honra con una visita. Durante el tiempo en que he estado ausente de mi tierra natal, me ha sido conferido un inmenso honor y, en el momento de recibir este título supremo, el deshonor y la calamidad han acontecido. Por mis servicios a China —la nueva China, la China del futuro—, el príncipe sublime me ha admitido en la Sagrada Orden del Pavo Blanco.

Llevado por el ardor de su discurso, abrió los brazos con ímpetu y arrojó al parlanchín tití a una distancia de cinco metros.

—¡Oh, Dios de Catay! —exclamó en tono sibilante—, ¿qué pecado he cometido para que semejante catástrofe se haya abatido sobre mí? Sepan, mis queridos amigos, que el pavo blanco sagrado, traído a estas brumosas tierras para mi gloria eterna, ¡se ha perdido! La muerte es el castigo de semejante sacrilegio; me tocará morir, pues tal es lo que merezco.

A hurtadillas, Smith me dio un codazo. Sabía lo que pretendía indicarme con ese gesto; quería recordarme sus palabras acerca de las pueriles zarandajas que imperan en la cultura china.

Por mi parte, estaba sorprendido. Nadie, viendo a Fu-Manchú en aquel momento, oyendo su voz, habría dudado que la ira, el pesar, la resignación del doctor chino eran auténticos. Prosiguió:

—Una cosa, una sola cosa podría atenuar el castigo. Una sola cosa y la renuncia a todos mis títulos, a todas mis tierras, a todos mis honores. Eso es lo único que me permitiría seguir adelante con mi labor… que sólo acaba de empezar.

En aquel momento supe que estábamos perdidos; ¡en la tumba no podríamos revelar aquellas confidencias! De repente, abrió por completo los deslumbrantes ojos verdes y fulminó a Nayland Smith con su terrible mirada.

—El Regente del universo —prosiguió con suavidad— se ha apiadado de mí. ¡Esta noche, usted morirá! Esta noche, el mayor enemigo de nuestra estirpe dejará de existir. Esa es mi ofrenda: el precio del perdón…

De nuevo empecé a darle vueltas al asunto, sin descanso. Al fin logré discernir la asombrosa verdad, al tiempo que se abría ante nosotros una posibilidad prodigiosa.

El doctor Fu-Manchú estaba a punto de dar una palmada cuando hablé.

—¡Deténgase! —exclamé.

Se detuvo, y la extraña película que a veces oscurecía el verdor de sus ojos se hizo visible en aquel instante, dándole la apariencia de un ciego.

—Doctor Petrie —dijo con suavidad—. Siempre le escucharé con respeto.

—Tengo una oferta para usted —continué yo haciendo un esfuerzo para que no me temblase la voz—. Si nos deja libres, le restauraré su honor perdido, ¡le devolveré el pavo real blanco!

El doctor Fu-Manchú se inclinó hacia delante para mirarme de cerca y pude distinguir las infinitas arrugas que, como una intrincada red, surcaban su piel amarillenta.

—¡Hable! —susurró—. ¡Acaba de sacar mi espíritu de un pozo negro!

—Puedo devolverle el pavo real blanco —dije—. Yo, y sólo yo sé dónde está.

Me esforcé por no alejarme del rostro que seguía pegado al mío.

Aquella figura espigada se incorporó de golpe; alzó los brazos por encima de la cabeza y sus ojos felinos, ahora abiertos como platos, irradiaron un brillo exaltado.

—¡Oh, Dios! —exclamó con frenesí—. ¡Oh, Dios de la Era Dorada! ¡Como un fénix renazco de mis cenizas! —Se volvió hacia mí—. ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Haga su propuesta! ¡Acabe con mi incertidumbre!

Smith me contempló con expresión aturdida. No le hice caso y proseguí:

—Me liberará de inmediato. Dentro de diez minutos, será demasiado tarde; mi amigo se quedará aquí. Puede acompañarme uno de sus… sirvientes, que hará una señal cuando yo vuelva con el pavo. El señor Nayland Smith y usted, u otra persona, se reunirán conmigo en la esquina de la calle donde tuvo lugar la redada ayer por la noche. Le daremos diez minutos de tregua, tras los cuales tomaremos las medidas que creamos oportunas.

—¡De acuerdo! —exclamó Fu-Manchú—. Sólo una cosa pido a un caballero inglés: su palabra de honor.

—Se la doy.

—Yo también —dijo Smith con voz ronca.

Diez minutos más tarde, Nayland Smith y yo, de pie junto al taxi, cuyas luces refulgían amarillentas en la niebla, entregamos un pavo asustado y forcejeante a cambio de nuestras vidas: capitulamos ante el enemigo de la raza blanca.

Con la audacia que lo caracterizaba —y haciendo gala de una inquebrantable confianza en el sentido del honor británico—, en cuanto el dacoit que me acompañaba lanzó el aullido convenido, el doctor Fu-Manchú en persona acudió con Nayland Smith. No se pronunció una palabra, aparte de la disimulada maldición que lanzó el sorprendido taxista.

El chino, con el siniestro sirviente a su lado, hizo una gran reverencia y se fue, seguramente entre las carcajadas socarronas de los dioses.