12. LA MIRADA DE UNOS OJOS NEGROS

La aventura no había hecho sino incrementar la sensación de irrealidad que se había apoderado de mí. Regresé al lugar donde aguardaba el taxista con el pavo a cuestas. Lo llevaba agarrado con fuerza por el cuerpo, pues el animal bregaba por soltarse; y, a mis espaldas, se abría la cola blanquísima de un metro aproximado de longitud.

—Abra la puerta —le dije al hombre. Me recibió con tal expresión de sorpresa que me eché a reír con ganas, aunque las carcajadas sólo se debían a la ironía de la situación.

Salió del coche e hizo lo que le pedía. Tras asegurarme de que las ventanillas estaban cerradas, metí el pavo en el taxi y cerré la portezuela.

—Por el amor de Dios, señor… —empezó a decir el taxista.

—Por aquí debe de vivir algún coleccionista. Lo más seguro es que se le haya escapado el pavo —expliqué—, pero nunca se sabe. Procure que no salga del taxi y si transcurrida una hora no tiene noticias mías, llévelo a la comisaría que hay cerca del río.

—Como mande, señor —dijo el hombre, y regresó a su asiento—. ¡Es la primera vez que veo un pavo real en Limehouse!

Era la primera vez en mi vida que veía un pavo real y el incidente me pareció de lo más extraño. Se me había ocurrido una idea que había despertado en mí una nueva aunque vaga esperanza. Volví al principio de las escaleras y alcé la vista hacia el oscuro edificio que se erguía sobre ellas. Vi tres ventanas destartaladas. La que quedaba justo encima del arco estaba remendada con papel de embalar, pero la lluvia lo había despegado y el agua goteaba con sonido lúgubre por una esquina del papel sobre los peldaños de piedra.

¿Dónde se habían metido los detectives? Supuse que habían dado con otra pista, pues de no haber estado el lugar desierto, sin duda me habrían detenido.

En pos de mi corazonada, volví a descender los peldaños. La inexplicable sensación (que pronto verificaría) de que me estaba acercando al escondrijo del chino se fue haciendo cada vez más fuerte. Habría bajado unos ocho escalones cuando, en la zona más oscura del túnel, mi teoría se confirmó. Una soga cayó sobre mis hombros y noté una fuerte presión en el cuello. Sentí un dolor insoportable en la nuca y me invadió la súbita certeza de que me estaban estrangulando, o tal vez ahorcando. En aquel instante, ¡perdí el sentido!

Al despertar, fui incapaz de calcular cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero más tarde me enteraría de que no había transcurrido más de media hora; en cualquier caso, me resultó muy lenta la recuperación.

Al principio, experimenté de nuevo la sensación de asfixia. Notaba cómo la sangre se me agolpaba en los ojos, me ahogaba y pensé que me había llegado el fin. Cuando me llevé las manos a la garganta, advertí que estaba hinchada e inflamada. Después, tuve la sensación de que el suelo en el que estaba tendido se mecía como la cubierta de un barco y volví a hundirme en un lugar de oscuridad y olvido.

La restitución del olfato precedió mi segundo despertar. Noté un sutil y exquisito perfume…

Ninguna otra cosa me habría devuelto los sentidos con tanta rapidez y me incorporé a la vez que profería una exclamación ronca. Podía distinguir ese aroma entre miles, habría sido capaz de señalarlo en un bazar de perfumes.

Para mí, tenía un significado, un único significado: ¡Karamaneh!

¡O estaba cerca de mí o lo había estado!

Así, en los primeros instantes del despertar, la busqué a tientas en la impenetrable oscuridad. Enseguida, la garganta hinchada y las punzadas en la cabeza, junto con la absoluta imposibilidad de mover el cuello siquiera un milímetro, me devolvieron a la realidad. En aquel instante, recordé con amargura que Karamaneh ya no estaba de mi parte. A pesar de toda su belleza, de todo su encanto, era la más despiadada, la más malvada de todos los sirvientes de Fu-Manchú. Abrumado por la desesperación y la miseria grité con toda mi alma.

Algo se movió en la habitación, cerca de donde yo estaba, y presa de un nuevo temor, me estremecí, consciente de los peligros que entrañaba la oscuridad.

Por lo que yo sabía, Fu-Manchú llevaba tres meses en Inglaterra. Por tanto, a estas alturas, ya había tenido tiempo de preparar todos los instrumentos, animados e inanimados, que utilizaba para destruir a sus enemigos y que, por amarga experiencia, relacionaba con él.

Ahora, acurrucado en aquel oscuro cuarto, aguardando la repetición del sonido, apenas me atrevía a conjeturar sobre el origen del mismo, pero mi imaginación pobló el lugar de reptiles que se retorcían en el suelo, tarántulas y otros insectos mortales que se arrastraban por las paredes y que se precipitarían sobre mí en cualquier momento.

Poco después, como la inmovilidad a mi alrededor era absoluta, me atreví a volverme. Tuve que desplazar los hombros pues la cabeza me dolía tanto que me sentía incapaz de moverla. Miré hacia el lugar donde brillaba una luz tenue, muy tenue.

Un tamborileo regular atrajo mi atención y, como había cambiado de postura, pude ver que detrás de mí había una ventana rota recompuesta con papel de embalar; una esquina del papel se había despegado y la lluvia se escurría por la misma con un goteo rítmico.

Al instante, comprendí que me hallaba en la habitación situada justo encima del arco; escuchando con atención, distinguí, o creí distinguir entre los rumores nocturnos, el siseo de la farola apagada.

Inseguro, traté de ponerme en pie pero de inmediato empecé a tambalearme como un borracho. Tendí la mano en busca de apoyo y trastabillé hacia la pared. Mis pies toparon con algo que yacía en el suelo, me incliné hacia delante y caí…

Creí que el golpe pondría fin a mis posibilidades de fuga, pero fue relativamente silencioso; me había desplomado sobre el cuerpo de un hombre atado que estaba tendido junto a la pared. Consciente de que sólo mediante un absoluto control de mí mismo saldría de aquella, conseguí dominar el mareo y las náuseas que amenazaban dejarme sin sentido y, tras retroceder lo bastante como para arrodillarme en el suelo, hurgué en los bolsillos para sacar la linterna que había guardado allí. Mientras estaba inconsciente, alguien me había quitado la gabardina, y con ella la pistola, pero la linterna seguía en su sitio.

La encendí e iluminé el rostro del hombre tendido.

¡Era Nayland Smith!

Estaba atado y sujeto a una argolla de la pared. Lo habían amordazado con corcho, y la mordaza estaba asegurada con unas correas tan prietas que me pregunté cómo se había librado de morir ahogado.

Sin embargo, aunque la tez bronceada había adquirido un tono grisáceo, los ojos despedían un brillo exaltado y allí, arrodillado junto a él, di gracias al cielo, en silencio pero de todo corazón.

Le quité la mordaza sin perder un instante. Las correas de cuero se ajustaban a la cabeza mediante hebillas, pero las abrí sin mucha dificultad y él escupió el corcho al tiempo que lanzaba una exclamación de asco.

—¡Gracias a Dios, amigo! —dijo con voz ronca—. ¡Gracias a Dios que está vivo! He visto cómo le traían a rastras y he pensado…

—Llevo más de veinticuatro horas pensando lo mismo de usted —le reproché—. ¿Por qué se fue sin…?

—No quería que viniese, Petrie —respondió—. Tenía una especie de presentimiento. Como ve, se ha cumplido y ahora, en lugar de estar tan indefenso como yo, el destino ha querido que me liberase. ¡Rápido! ¿Tiene una navaja? ¡Bien! —No había perdido su habitual ímpetu, ni mucho menos—. Corte las cuerdas de las muñecas y de los tobillos, pero déjelas tal como están.

Sin perder ni un instante, me puse manos a la obra.

—Ahora —prosiguió Smith—, coloque esa mordaza repugnante donde la encontró… ¡pero no es necesario que la ate tan fuerte! En cuanto descubran que está vivo, le harán lo mismo, ¿comprende? La muchacha ha estado aquí tres veces…

—¿Karamaneh?

—¡Chist!

Oí un ruido, como si se abriese una puerta a lo lejos.

—¡Rápido! ¡Las correas de la mordaza! —susurró Smith—. ¡Finja recobrar la conciencia cuando entren…!

Seguí sus instrucciones con torpeza, pues los dedos no me acababan de responder, volví a guardar la linterna y me arrojé al suelo.

Con los ojos entornados, vi que la puerta se abría y atisbé un desolado pasillo. En el umbral estaba Karamaneh. Sostenía un quinqué corriente que no dejaba de humear y parpadear. El aire, ya bastante cargado, olía ahora a parafina ardiendo.

Parecía la extravagancia personificada; su presencia en aquel lugar resultaba de lo más incongruente que se pueda imaginar. Recordaba haberla visto con las vaporosas gasas del harén en una sola ocasión, hacía dos años. Entre su maravillosa cabellera relucían perlas semejantes a lágrimas inmensas. Llevaba pulseras de oro en los brazos desnudos y los dedos atestados de anillos. Un cinturón de pedrería le rodeaba las caderas, acentuando el contorno de su esbelta silueta, y una pulsera de oro adornaba su tobillo nacarado.

Cuando apareció en el umbral cerré los ojos casi por completo pero, fascinado, clavé la mirada en sus pequeñas babuchas rojas.

De nuevo me llegó el exquisito e inaprensible perfume que, como un soplo de almizcle, evocaba a Oriente, ese aroma que me arrebataba la razón y me intoxicaba como si fuera la misma esencia de su hermosura.

No obstante, debía llevar a cabo mi representación, así que dejé caer el puño en el suelo, proferí un gemido escandaloso y fingí que intentaba arrodillarme.

Atisbé un instante sus ojos maravillosos, abiertos como platos, y la vi caminar a mi alrededor con una expresión tan enigmática que el corazón casi se me salió del pecho. Después retrocedió, dejó el quinqué sobre la repisa del pasillo y dio una palmada.

Mientras me desplomaba en el suelo simulando agotamiento, un chino de semblante impávido y un birmano con la cara picada de viruelas, cuya expresión ruin parecía propia de su fisonomía, entraron corriendo en la habitación.

Presa de violentos temblores, Karamaneh sostuvo la lámpara mientras los dos rufianes siniestros me ataban. Gemí y me debatí sin fuerzas a la vez que clavaba en la portadora de la lámpara una silenciosa mirada de reproche que pareció surtir efecto.

Bajó los ojos y se mordió el labio al tiempo que el color desaparecía de sus mejillas. Levantó la vista y al topar de nuevo con mi mirada reprobatoria volvió la cabeza a un lado y se apoyó en la pared tambaleándose ligeramente.

No fui el único de aquel variopinto grupo que pasó un mal rato. Sin embargo, para que no se me acuse de hipocresía o de ocultar mi necedad, confieso que en cuanto volví a estar a oscuras, el corazón me dio un brinco, pero no por el éxito que acababa de tener nuestra estrategia, sino por el de aquella mirada reprobatoria lanzada a los maravillosos ojos negros de Karamaneh, a la infiel y malvada Karamaneh. ¡Demasiado para mí!

Apenas habían transcurrido diez segundos desde que se cerrara la puerta cuando Smith volvió a escupir la mordaza, maldijo por lo bajo y estiró sus entumecidos miembros, ya libres de ataduras. Un minuto después, yo había recuperado la libertad, aunque no del todo; mirara donde mirase —a la derecha, a la izquierda, hacia el interior de mi conciencia— veía dos ojos negros y enigmáticos que escudriñaban los míos.

—¿Y ahora qué? —susurré.

—Déjeme pensar —contestó Smith—. Un movimiento en falso y estamos perdidos.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Desde ayer por la noche.

—¿Fu-Manchú está…?

—¡Fu-Manchú está aquí! —aseveró Smith—, y no sólo Fu-Manchú, sino también alguien más.

—¿Alguien más?

—Un superior, según parece. Sospecho la identidad de esa persona, pero sólo es una conjetura. Está sucediendo algo fuera de lo normal, Petrie, de lo contrario, yo llevaría veinticuatro horas muerto. Fu-Manchú está pendiente de algo aún más importante que mi ejecución… y ese algo sólo puede ser el visitante misterioso del que le hablo. Su seductora amiga, Karamaneh, se ha engalanado con el sugestivo atuendo típico en su honor, supongo. —Calló en seco; después añadió—: ¡Daría quinientas libras por echar un vistazo al rostro del visitante!

—¿Burke está…?

—Sabe Dios qué ha sido de Burke, Petrie. Nos pillaron desprevenidos en el local del simpático Shen Yan, donde, entre un variado elenco de jugadores de póquer, perdíamos dinero como caballeros.

—Pero Weymouth…

—A Burke y a mí nos golpearon en la nuca con un golpe seco, querido Petrie, y nos sacaron de allí algunas horas antes de la redada de Weymouth. Oh, no sé cómo se las arreglaron para burlar la vigilancia de la policía, pero mi presencia aquí prueba que lo consiguieron. ¿Va armado?

—No. Llevaba la pistola en la gabardina y me la han quitado.

La luz tenue que se colaba por la ventana rota me permitió ver que Smith se estiraba el lóbulo de la oreja izquierda con aire meditabundo.

—Yo tampoco tengo armas —musitó—. Tendremos que escapar por la ventana…

—¡Está a muchos metros del suelo!

—¡Ah! Lo imaginaba. Si tuviera una pistola o un revólver…

—¿Qué haría?

—Me presentaría en esa reunión tan importante que, estoy seguro, se celebra en alguna parte de esta casa y esta misma noche mi batalla contra la banda de Fu-Manchú habría terminado… ¡Acabaría con la amenaza amarilla! Creo que Fu-Manchú y todo su grupo no son los únicos que están aquí esta noche. Si mis sospechas son ciertas, cierto mandarín, el auténtico jefe del grupo, ¡se encuentra aquí también!