11. EL PAVÓN BLANCO

Nayland Smith no perdió tiempo y de inmediato puso en práctica el plan de ataque mencionado al inspector Weymouth. Aún no habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que abandonáramos la casa del difunto Slattin, cuando yo recorría Whitechapel Road en taxi con un destino bastante singular.

Caía una fina llovizna, lo que dificultaba la visión desde las ventanillas del coche, pero el tiempo, al parecer, no impedía que las actividades comerciales de la zona se desarrollaran con toda normalidad. El vehículo se abría paso con dificultades entre la cosmopolita muchedumbre que atestaba las calles. A mi derecha se alineaba una hilera de puestos callejeros que hacían la competencia a los comercios propiamente dichos.

Buhoneros judíos, la mayoría en mangas de camisa, anunciaban la singularidad de las gangas que ofrecían. A juzgar por sus llamativos atuendos, aquellos incansables israelitas que se ganaban el jornal indiferentes al clima podrían haber estado, no en una miserable vía pública londinense, sino en un mercado ambulante oriental igual de miserable.

Sus mercancías incluían paños y ropas, desde calzado hasta aceites para el pelo. Animaban sus pregones con trucos de magia e ingeniosas historias, vendían relojes con ayuda de juegos de manos y chalecos de fantasía mediante oportunas anécdotas.

Polacos, rusos, serbios, rumanos, judíos de Hungría e italianos de Whitechapel se entremezclaban en la multitud. Oriente y Occidente se codeaban. El pidgin y el yiddish se disputaban la propiedad de cualquier baratija ofrecida por un subastador cuya nacionalidad desafiaba todas las conjeturas, aunque uno sabía de cierto que alguna rama de sus antepasados se había nutrido del suelo de la eterna Judea.

Mujeres caladas hasta los huesos atestaban las calles. Había algunas con gorros de hombre, otras con los cabellos aceitosos cubiertos con pañuelos y otras tantas, más fieles a sus primitivos instintos, desafiando las inclemencias del tiempo, con la cabeza descubierta. Muchas de ellas cargaban con criaturas bien arrebujadas, y se apiñaban alrededor de los puestos como hormigas en torno a una carroña selecta.

La fina llovizna lo empapaba todo, tabaleaba en el capó del taxi, chorreaba por el parabrisas, hacía brillar el aceitoso cabello de los transeúntes que no llevaban sombrero, rociaba los brazos desnudos de los buhoneros y goteaba penosamente desde las lonas que cubrían los puestos. Indiferentes a la lluvia y al barro, el norte, el sur, el este y el oeste mezclaban sus gritos, sus zalamerías, sus chanzas, y se confundían en aquel triste gentío.

De vez en cuando, un rostro amarillo se acercaba a una de las ventanillas empañadas; en ocasiones, la cara era pálida, de ojos oscuros, pero fuera cual fuese el color los rostros nunca parecían del todo saludables. Aquello era un submundo donde la miseria y el vicio paseaban de la mano por aquellas deslucidas calles, un crisol adonde iban a parar los marginados del mundo, el abismo que la noche anterior se había tragado a Nayland Smith.

Miraba sin descanso a derecha e izquierda buscando entre todo aquel gentío empapado por la lluvia un rostro conocido. No sabría decir a quién esperaba encontrar allí, pero no me habría sorprendido atisbar entre aquella grotesca fealdad los bellos rasgos de Karamaneh, la esclava oriental, o el taimado rostro de un dacoit birmano, o las adustas y bronceadas facciones de Nayland Smith. Cien veces me pareció ver el rubicundo semblante del inspector Weymouth y una vez (en aquel instante, me dio un vuelco el corazón) padecí el singular espejismo de que los ojos rasgados del doctor Fu-Manchú acechaban entre las sombras de dos puestos.

Eran meras imaginaciones, por supuesto, las malsanas figuraciones de una mente sobreexcitada. Llevaba más de treinta horas sin dormir y sin apenas probar bocado pues, en pos de una pista proporcionada por Burke —el hombre de Slattin, quien, al igual que su patrón, había pertenecido a la policía de Nueva York—, mi amigo Nayland Smith había salido la noche anterior en busca del escondrijo del tal Shen Yan, antiguo dueño de un fumadero de opio, y aún no había regresado. Sabíamos que Shen Yan trabajaba a las órdenes del doctor chino y sólo la urgencia de una llamada a última hora me había impedido acompañar a Smith en aquella prometedora aunque peligrosa expedición.

Sea como fuere, el destino quiso que partiese sin mí. Hasta el momento, no habíamos tenido noticias de Smith, aunque el inspector Weymouth, con la ayuda de varios hombres del Departamento de Investigación Criminal, estaba rastreando la zona. La angustia de la espera había sido demasiado grande para soportarla y, sin un plan concreto en mente, me había lanzado en su busca, presa de un temor tan espantoso que espero no tener que volver a experimentar nunca más.

No conocía la dirección exacta del lugar al que se había dirigido Smith pues, debido al caso urgente que antes he mencionado, no me encontraba en casa en el momento de su marcha. Scotland Yard tampoco había podido ayudarme en ese sentido. Weymouth era el encargado del caso —bajo la supervisión de Smith— y desde que había abandonado las oficinas a primera hora de la mañana, le habíamos perdido el rastro del mismo modo que a mi amigo; hasta el momento, no habían recibido ningún informe de sus movimientos.

Cuando el taxista giró por la negra boca de un callejón mal iluminado y el bullicio de la avenida principal se extinguió a mis espaldas, me hundí en un rincón del asiento presa de un desconsuelo, gracias a Dios, bastante infrecuente.

Ahora avanzábamos por aquel extraño núcleo urbano que se extiende junto a la West India Dock Road. Acotado por Limehouse Causeway a un lado y Pennyfields al otro y encerrado entre cuatro calles, forma un Chinatown compacto, una versión reducida del barrio chino de Liverpool y del existente en San Francisco, el mayor de todos. Tuve una súbita inspiración que me pareció prometedora y levanté el tubo acústico:

—Lléveme primero a la comisaría de policía del río —indiqué—, por Ratcliff Flighway.

El hombre se volvió y, a través del cristal empañado, le vi asentir para indicarme que había comprendido.

Poco después viramos bruscamente a la derecha y nos internamos en una calle aún más angosta que comunicaba con una amplia vía por la que circulaban relucientes tranvías eléctricos. Había perdido todo sentido de la orientación y cuando, tras torcer a la izquierda y de nuevo a la derecha, miré por la ventanilla y descubrí que estábamos ante la comisaría, me quedé de una pieza.

Bastante aturdido, entré en el barracón. El inspector Ryman, que dos años atrás se había visto envuelto en los siniestros sucesos que tuvieron lugar durante nuestra misión contra el doctor amarillo, me recibió en su oficina.

Negando con un movimiento de la cabeza, respondió a mi pregunta antes de que la formulara.

—El barco de las diez está soltando amarras en el embarcadero, doctor —dijo—, y en colaboración con los hombres de Scotland Yard que están rastreando la zona…

Me estremecí al oír la palabra «rastrear». Ryman no la había empleado en un sentido literal, pero de todos modos evocaba una posibilidad terrible, acorde con los métodos del doctor Fu-Manchú. Por un instante, vi la marea del tramo Limehouse, el chapoteo del agua contra los limosos maderos de un pilar del muelle: ahora hacia arriba, ahora hacia abajo, en ocasiones dejando entrever la claridad de una mano pálida, en otra un rostro horriblemente abotargado… vi el cuerpo de Nayland Smith a merced de las aguas aceitosas. Ryman prosiguió:

—También hay una lancha patrullando la ribera desde aquí hasta Tilbury y otra vigila el rompeolas. —Hizo un gesto con el pulgar por encima del hombro—. ¿Quiere dar una vuelta y echar un vistazo usted mismo?

—No, gracias —contesté al tiempo que negaba con la cabeza—. Están haciendo todo lo posible. ¿Podría darme la dirección del lugar adonde fue el señor Smith ayer por la noche?

—Claro —dijo Ryman—. Pensaba que ya la sabía. ¿Recuerda el local de Shen Yan junto a la esclusa Limehouse? Bien, más al este, al este del paso elevado, entre Gill Street y Three Colt Street hay un grupo de casas de madera. ¿Las recuerda?

—Sí —respondí—. ¿El tipo se ha afincado allí de nuevo, pues?

—Eso parece. Es obvio que no le han informado, pero Weymouth ha efectuado una redada en el establecimiento esta madrugada.

—¿Y? —exclamé.

—Por desgracia, sin resultado —prosiguió el inspector—. El famoso Shen Yan no estaba y, aunque no nos cabe duda de que el local se utiliza como casa de juego, no han encontrado ni una sola prueba en ese sentido. Además… no había rastro del señor Nayland Smith, ni tampoco de Burke, el americano que le condujo al lugar.

—¿Están seguros de que han ido allí?

—Los dos hombres del Departamento de Investigación Criminal que los seguían vieron cómo entraban. Habían acordado una señal, pero no llegaron a recibirla. Cerca de las cuatro y media, han efectuado la redada.

—Sin duda habrán hecho algunos arrestos.

—¡No han hallado prueba alguna! —exclamó Ryman—. Han inspeccionado cada centímetro de esa ratonera. El caballero chino que representaba al propietario de lo que pretendía ser una respetable casa de huéspedes ha cooperado en todo. ¿Qué podíamos hacer?

—Supongo que el lugar está vigilado…

—Claro —dijo el policía—. Tanto desde el río como desde la orilla. ¡Oh! ¡No están allí! ¡Sabe Dios dónde están, pero allí no están!

Guardé silencio un instante, tratando de decidir qué hacer a continuación; poco después, tras decirle a Ryman que pasaría a verlo más tarde, me interné lentamente en la bruma, le pedí al taxista que nos dirigiésemos a nuestro destino original y volví a meterme en el taxi.

Mientras nos alejábamos, húmedas tinieblas engulleron las luces del barracón de la policía y de nuevo empezamos a recorrer la oscuridad de aquellas calles angostas que, como un laberinto, contenían en su misteriosa maraña un secreto tan grande y al menos tan inmundo como el de Pasífae.

Habíamos dejado atrás la zona de mercadeo. A mi derecha se extendía la hilera desigual de edificios ribereños y más allá fluía el Támesis, un río tan preñado de secretos como siempre lo estuvieron el Tíber o el Tigris. A mi izquierda, luces parpadeantes asomaban entre la niebla de tanto en tanto, farolas de tabernas en su mayoría. Exceptuando aquellos desgarrones en el velo de la noche, nada interrumpía la oscuridad excepto la tenue y amarillenta luz de las farolas.

Ante mí se erguía una mole negra que amenazaba engullirme como había engullido a mi amigo.

Al poco rato, entre que mis facultades mentales estaban bastante mermadas y que aquel siniestro barrio de Londres me despertaba espantosos recuerdos, empecé a tener la sensación de que una sombría amenaza sé cernía sobre mí, un peligro que pronto se volvería tangible… Advertía, en los objetos más prosaicos, la siniestra presencia del doctor Fu-Manchú.

El taxi se detuvo en una zona donde la oscuridad era completa. Me incorporé con esfuerzo, abrí la portezuela y salí a un callejón estrecho y lodoso. Un alto muro de ladrillos se erguía amenazador a un lado y detrás del mismo, apenas perceptible, se elevaba una columna de humo. A mi derecha, en sombras, se alzaba el costado de un edificio y más adelante, a cierta distancia, casi oculta por la cortina de lluvia, parpadeaba una farola solitaria.

Me subí el cuello de la gabardina al tiempo que todo mi cuerpo se estremecía, tanto por el panorama como por el frío.

—Espere aquí —le dije al hombre y, palpándome el bolsillo de la chaqueta, añadí—: Si oye un silbato, siga adelante y reúnase conmigo.

Escuchó con atención y cierto fervor. Lo había llamado aquella noche porque en otras ocasiones nos había acompañado a Smith y a mí y había demostrado ser un tipo despierto. Saqué la pistola Browning del bolsillo del pantalón y la guardé en la gabardina. Después, eché a andar entre la niebla.

Los faros del taxi se extinguieron a mis espaldas y a la altura de una farola me detuve a escuchar.

Salvo por el tétrico sonido de la lluvia y el chorreo del agua en los desagües, todo era silencio a mi alrededor. De vez en cuando, el distante y amortiguado aullido de una sirena rompía la quietud y de fondo se oía el lejano rumor de la actividad ribereña.

Seguí andando hasta la esquina que había justo detrás de la farola. Aquella era la calle donde estaban las casas de madera. Había esperado ver a los agentes de policía, pero si estaban allí, sabían esconderse a la perfección. Escudriñé las sombras a fondo y no vi ni un alma.

No tenía un plan concreto. Al comprobar que la calle estaba desierta y que no había luz en ninguna de las ventanas, seguí andando; poco después descubrí que me había metido en un callejón sin salida.

Una verja desvencijada cerraba el paso a un tramo descendente de escaleras. Las densas sombras de la arcada ocultaban los últimos peldaños, más allá de los cuales, sin duda, estaba el río.

Sin tener aún un propósito determinado, tanteé la verja y descubrí que no estaba cerrada. Como un alma en pena, o eso me parece ahora, bajé. Sobre la arcada había una farola, pero el cristal estaba roto y por lo visto la lluvia había extinguido la llama; cuando pasé por debajo, oí el gas siseando en el quemador.

Proseguí mi camino y llegué a un estrecho muelle. El Támesis fluía lóbrego por debajo y me envolvió la bruma del río. Entonces ocurrió algo que no había previsto.

De repente, bastante cerca, sonó un grito: una especie de alarido indeciblemente misterioso.

Di un respingo hacia atrás con tal ímpetu que aún hoy en día no sé cómo me libré de caer al río. Aquel grito del todo inesperado me acobardó. Entonces comprendí dónde me hallaba y la imprudencia que había cometido al acudir a solas a un sitio semejante; así que empecé a retroceder despacio hacia el pie de las escaleras, lejos de aquella criatura que había gritado. De repente… ¡un gran bulto blanco surgió como un fantasma ante mí!

No creo que muchos hombres hayan presenciado tantos sucesos misteriosos a lo largo de sus vidas como los que yo he presenciado, pero recuerdo aquel ser fantasmal, que había surgido de la oscuridad y que parecía a punto de envolverme, como una de las apariciones más espantosas con las que me he enfrentado.

Una especie de terror sobrenatural hizo presa en mí. Me quedé allí, con los puños cerrados, sin poder apartar la vista de aquella forma blanca que parecía flotar.

Mientras lo contemplaba, con todos los nervios del cuerpo en tensión, distinguí los contornos del fantasma. Con un grito ahogado, di un paso hacia atrás. En aquel momento, me invadió una nueva sensación; bastó un breve lapso para que el horror cediera paso al asombro.

Me hallaba frente a algo tangible, sin duda, pero cuya presencia en aquel lugar era del todo inaudita… y sólo sería concebible en los sueños de un adicto al opio.

¿Estaba despierto? ¿Me había vuelto loco? No cabía duda de que estaba despierto y cuerdo, pero aun así, me hallaba, no en las inmediaciones de Limehouse, sino en los fantásticos dominios de la imaginación.

Me abalancé hacia él con los brazos abiertos, lo arrinconé contra una esquina del edificio y atrapé a aquel ser vociferante que tanto me había aterrorizado.

Cuando lo hice, el grande y espectral abanico estaba cerrado. Me tambaleé hacia atrás, en dirección a las escaleras, con mi forcejeante cautivo bien sujeto. Pocos instantes después, avanzaba por una de las barriadas más oscuras de Londres ¡con un hermoso pavo real blanco bajo el brazo!