10. EL ESCALADOR VUELVE

Avanzamos a tientas por el vestíbulo de la casa de Slattin, al cual habíamos entrado clandestinamente por la parte trasera. Smith había escogido el despacho como base de operaciones. Llegamos a la habitación sin contratiempos y me senté en la misma silla que el día anterior había ocupado Karamaneh; mi compañero se apostó ante la ventana, abierta de par en par.

Una vez acomodados, iniciamos la espeluznante vigilancia en casa del difunto. El cadáver había sido retirado pocas horas antes, y la velada me parecía idéntica a otra vivida tiempo atrás, cuando, en compañía de Nayland Smith y otra persona, había aguardado la llegada de una de las criaturas letales del doctor Fu-Manchú.

De todos los sonidos que, uno tras otro, empecé a distinguir en el silencio, había uno en particular más terrorífico que el resto, aunque en otro tiempo llegara a acostumbrarme a él. Era el tictac del reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Aquel sonido había formado parte de la vida cotidiana de Abel Slattin y pensé en lo familiarizado que debía de estar con él y en cómo ahora el objeto seguía contando los minutos —tictac, tictac, tictac— mientras aquel para quien los había contado yacía sordo al pasar del tiempo y ya nunca volvería a prestarle atención.

Cuando me acostumbré a la penumbra, me quedé mirando la silla del despacho. Por un momento pensé que Abel Slattin iba a entrar en la habitación e iba a ocupar la silla. Había un pequeño Buda de porcelana en un rincón, sobre el buró. Un reflejo de luna me permitió distinguir el pequeño gorro dorado de su cabeza y me vino a la mente un recuerdo absurdo: el diente de oro del muerto.

Vagos crujidos procedentes del interior de la casa, semejantes a pasos furtivos escaleras arriba, me hicieron estremecer. Sin embargo, Nayland Smith no dio señales de haberlos oído y supe que la imaginación me estaba jugando una mala pasada; había sacado de quicio aquellos ruidos nocturnos. Las hojas susurraban al otro lado de la ventana, a mis espaldas, y transformé los siseos en el terrorífico nombre: ¡Fu-Manchú… Fu-Manchú… Fu-Manchú!

Así fue transcurriendo la noche. Cuando el reloj dio la una con un tañido hueco y atronador, casi me caigo de la silla, tan crispados estaban mis nervios y tan de improviso me había cogido el súbito estruendo. Smith, como si fuera de piedra, ni se inmutó. En ocasiones, era capaz de dominar su temperamento nervioso hasta tal punto que se volvía inmune a los terrores humanos. En una explosión de pánico general, podía permanecer frío como el hielo. Sin embargo, una vez cumplido su objetivo, le he visto derrumbarse de tal modo que parecía aquejado de fuerte depresión nerviosa.

Tictac, tictac, tictac hacía el reloj y, con el corazón desbocado, empecé a contar los segundos: uno, dos tres, cuatro, cinco, y así hasta cien, y de cien hasta varios cientos.

Y entonces, entre los diversos ruidos intrascendentes, distinguí un sonido distinto al resto. Dejé de contar; ya no oía el tictac del reloj, ni los vagos rumores, los crujidos ni los susurros. Vi que Smith, envuelto en sombras, alzaba la mano para llamarme la atención, un gesto del todo innecesario, pues yo ya estaba tan concentrado en el ruido que casi había dejado de respirar.

Distinguí un nuevo rumor procedente de arriba. Me pareció que sonaba encima de las habitaciones del ático, bajo el tejado, un chirrido que me resultaba familiar aunque no logré identificarlo. Tras eso, siguió un golpe sordo, muy suave, después un ruido metálico como de un gozne oxidado en movimiento. A continuación, de nuevo el silencio, preñado de muchos más sonidos misteriosos que cualquier estruendo.

Mi mente trabajaba a toda velocidad. En el techo del último rellano había un tragaluz, sin duda abierto en el suelo del desván que se extendía a todo lo largo de la casa. En algún punto del tejado es muy probable que hubiese una claraboya.

Antes de que llegara a ninguna conclusión definitiva, otro ruido, aún más amenazador, interrumpió mis reflexiones.

Ya no cabía duda: alguien estaba levantando la trampilla situada encima de la escalera, despacio, con cuidado, casi sin hacer ruido. Aun así, acostumbrado como estaba a rumores sin importancia, me pareció que la trampilla crujía y gañía de forma estrepitosa.

Nayland Smith me indicó por señas que me colocara al otro lado la puerta abierta; detrás de la misma, de hecho, para que no me vieran desde la escalera.

Me levanté y caminé hacia mi nuevo puesto.

Un golpe amortiguado nos indicó que la trampilla ya estaba abierta del todo y que ahora descansaba sobre una vigueta del suelo. Aguzando al máximo mis recién desarrollados sentidos, distinguí un leve frufrú de tela y supuse que el visitante se disponía a descender al rellano. A continuación oímos un crujido como de madera sometida a una súbita presión y el inconfundible rumor de unos pies desnudos sobre el suelo del pasillo superior.

En aquel instante, supe a ciencia cierta que uno de los misteriosos sirvientes del doctor Fu-Manchú había trepado de algún modo al tejado de la casa, había entrado por la claraboya y se había colado en el rellano por la trampilla.

En un estado de nervios tal que, aun hoy en día, me siento incapaz tanto de describirlo como de reconstruirlo mentalmente, aguardé a que los peldaños crujieran bajo el peso del ser que, en cualquier momento, iba a descender.

No sucedió tal cosa. Oía la tenue respiración de Nayland Smith, que se encontraba a menos de un metro de mí, pero mis ojos no perdían de vista el tenebroso vestíbulo, la negra línea de la barandilla con el borroso dibujo del papel al fondo, único indicio de la pared.

En medio de aquel completo silencio, ni tan siquiera violentado por los ruidos imperceptibles que había adquirido la facultad de detectar, descubrí una interrupción en la línea negra y continua del pasamanos: una sombra, a unos diez o doce peldaños del pie de la escalera, perceptible desde mi posición pero invisible para Smith, que estaba al otro lado del umbral.

Ningún sonido llegó hasta mí, pero la sombra desapareció y volvió a aparecer tres peldaños más abajo.

Sabía que mi compañero no había reparado en la fantasmagórica aproximación, y era consciente también de que no podía avisarle sin que el temible visitante lo advirtiese.

Por tercera vez, la sombra —la mano de aquel que, silencioso cual espectro, se deslizaba hacia el vestíbulo— desapareció y volvió a aparecer a la altura de mis ojos. En aquel momento, entreví una vaga forma, poco más que un borrón contra el impreciso dibujo del papel de la pared… y Nayland Smith atisbo por primera vez al intruso.

El reloj de la repisa dio la media.

Al oírlo, mi estado era tal (me sonrojo al contarlo) que proferí un grito ahogado.

Aquella flaqueza histérica delató nuestra presencia en el lugar y, de hecho, podría haber arruinado nuestros planes; si no sucedió así, no fue gracias a mí, ni mucho menos. Sea como sea, los acontecimientos subsiguientes se precipitaron en una violenta vorágine.

Smith no vaciló un instante y, con un salto de pantera, se abalanzó al vestíbulo.

—¡Las luces, Petrie! —gritó—. ¡Las luces! ¡El interruptor está junto a la puerta de entrada!

Apreté los puños en un raudo esfuerzo por recuperar el control de mis traicioneros nervios y, como una exhalación, rebasé a Smith, pasé junto al pie de las escaleras y alargué la mano hacia el interruptor, la ubicación del cual por fortuna conocía.

Me di la vuelta de inmediato, sobresaltado por el estridente grito que resonó a mis espaldas, un alarido inhumano, menos parecido a un grito que al gañido de un animal furibundo…

Nayland Smith tenía el pie izquierdo en el primer peldaño, el flaco cuerpo peligrosamente inclinado hacia atrás, los brazos extendidos, rígidos, y los nudosos dedos aferrados a la garganta de un individuo casi desnudo, un hombre de cuerpo oscuro y reluciente, cuya cabeza afeitada apenas tenía frente, cuyos ojos inyectados en sangre eran los de un perro rabioso. Enseñaba los dientes, tanto los de arriba como los de abajo; le brillaban, le rechinaban y echaba espumarajos por la boca. Con ambas manos aferraba un pesado bastón y una vez… dos veces golpeó a Smith en la cabeza.

Salté hacia adelante para socorrer a mi amigo, pero como si lo estuviesen golpeando con una pluma, él seguía allí, como una estatua de la antigüedad, sin aflojar ni por un instante la presión en la garganta de su adversario.

Me abalancé a las escaleras y le arrebaté el palo al dacoit; sabía que aquel hombre de piel oscura y brillante era miembro de la funesta hermandad que veneraba a Fu-Manchú, su amo y señor.

No voy a explayarme en el final de aquel episodio; me siento incapaz de ofrecer al lector un relato ajustado de cómo Nayland Smith, con ojos vidriosos, seguía allí, perdiendo la consciencia por momentos, la viva imagen del «Atleta» de Leighton, los brazos rígidos como barras de hierro aun después de que el sirviente de Fu-Manchú hubiese dejado de debatirse.

A punto de perder la consciencia, mientras la sangre que manaba de las heridas le goteaba por los ojos, señaló el bastón que yo le había arrebatado al dacoit y que aún sostenía.

—¡No es lavara de Aarón, Petrie…! —boqueó con voz ronca—. ¡Es lavara de Moisés… el bastón de Slattin!

A pesar de que me embargaba la preocupación, logró sorprenderme.

—Pero… —empecé a decir y me volví hacia el perchero donde estaba el bastón favorito de Slattin o, al menos, donde había estado en el momento de su muerte.

¡Sí! Ahí seguía el bastón de Slattin; no lo habíamos movido, no habíamos tocado nada de aquella casa caída en desgracia. Ahí estaba, junto con un paraguas y un baguiliello.

Miré el bastón que tenía en la mano. ¡Era imposible que hubiera dos iguales en el mundo!

Smith cayó exánime al suelo, a mis pies.

—Examine el que está en el perchero, Petrie —susurró con voz casi inaudible—, pero no lo toque. Tal vez aún no esté…

Lo arrastré hasta el pie de las escaleras y mientras un guardia llamaba a la puerta con fuertes golpes me acerqué al perchero y tomé la copia del bastón que tenía en la mano.

Oí un débil grito de Smith; y como si pudiera contagiarme la lepra, solté el objeto al instante.

—¡Dios bendito! —susurré.

Era prácticamente idéntico al que tenía en la mano —el que había traído el dacoit para sustituirlo por el bastón que ahora yacía en el suelo—, pero difería en un terrible detalle. Hasta la cabeza, era una réplica exacta, ¡pero la cabeza estaba viva!

Ya ajeno al miedo, al dolor o al hambre, el animal confinado en el tubo de aquel espantoso duplicado estaba amodorrado. De no ser por eso, ningún poder terreno habría podido evitar que yo compartiese el destino de Abel Slattin, pues la serpiente era una víbora australiana.