Juntos, bajamos la pendiente de la tranquila avenida de las afueras y nos detuvimos ante una pequeña casa independiente repleta de carteles de agencias inmobiliarias. En el jardín había descuidados arbustos de laurel y acacias que crecían a su antojo; en medio de aquella maraña arbórea podía verse un cartel que rezaba:
Smith, con una prudente mirada a derecha y a izquierda, abrió la cancela de madera y me condujo por el sendero de grava.
La oscuridad lo envolvía todo, unos veinte metros nos separaban de la farola más próxima.
Procedente de la selva en miniatura que rodeaba el sendero, sonó un ligero silbido.
—¿Carter? —preguntó Smith con un exabrupto.
De la maraña surgió una figura envuelta en sombras y a duras penas distinguí a un hombre ataviado con la discreta sarga azul que constituye el uniforme de calle de la policía.
—¿Qué? —le espetó mi compañero.
—El señor Slattin ha regresado hace diez minutos, señor —informó el agente—. Ha llegado en un taxi que se ha marchado enseguida.
—¿No ha vuelto a salir?
—Pocos minutos después de su llegada —prosiguió el hombre—, ha llegado otro coche y una mujer se ha apeado del mismo.
—¡Una mujer!
—La misma, señor, que había venido antes.
—¡Smith! —susurré estirándole del brazo—, ¿se trata de…?
Se volvió hacia mí y asintió. Me dio un vuelco el corazón. En aquel momento comprendí de repente qué papel tenía Slattin en todo aquel asunto. Hacía dos años, durante la batalla contra la banda del criminal chino, habíamos contado con un aliado en el bando enemigo: Karamaneh, la hermosa esclava, cuya presencia en aquellos acontecimientos había iluminado con la opulencia de la antigua Arabia una trama que llegó a ser sórdida en ocasiones, un personaje digno de Las mil y una noches; Karamaneh, a quien había considerado sincera, cuya insondable alma oriental creí conocer, necio de mí, hasta el último recoveco.
Ahora, de nuevo, estaba adoptando el viejo papel de doble espía, fingiendo revelar los secretos de Fu-Manchú a la vez que —no me cabía la menor duda— engatusaba a los hombres para atraerlos hacia las redes de aquel terrorífico pescador.
En otro tiempo caí en sus garras. En otro tiempo acepté encantado mi cautiverio. Hoy no era yo el elegido; hoy no me había escogido a mí como destinatario de sus confidencias, aquellos secretos dulces, seductores, mortales… En cambio, había elegido a Abel Slattin, un canalla embaucador que, en justicia, debería estar preso en Sing Sing; lo había esclavizado con esos ojos deslumbrantes y misteriosos, estaba secuestrando su alma con mentiras susurradas con esos labios perfectos mientras él, jubiloso, celebraba una conquista que lo conduciría a la perdición, pensando, pobre tonto, que por amor a él, la perla de Oriente estaba a punto de traicionar a su amo, de resignarse a ser el premio del vencedor.
Absorto en aquellas amargas reflexiones, me perdí el resto de la conversación entre Nayland Smith y el agente de policía; de inmediato, ahuyentando el demoníaco recuerdo que amenazaba convertirse en una obsesión, me esforcé al máximo por purificar mi mente y volví a adoptar el papel de luchador activo en la batalla contra el cerebro chino, el causante de todos los males.
Ya ultimados los planes, Smith me cogió del brazo y de nuevo salimos a la avenida. Me condujo al otro lado de la calle y franqueamos la entrada al jardín de la casa que quedaba enfrente. Al observar dos ventanas iluminadas en el piso superior, supuse que los criados ya se habían retirado; el resto de las ventanas estaba a oscuras, salvo una, a la izquierda de la planta baja, por cuya persiana bajada se insinuaban hebras de luz.
—¡El estudio de Slattin! —susurró Smith—. No se imagina que lo están vigilando, ¿lo ve?, la ventana está abierta de par en par.
Tras decir esto, mi amigo cruzó la franja de césped y, sin preocuparse de que cualquier transeúnte pudiera ver su silueta desde el otro lado de la verja, trepó con cuidado por la rocalla que había entre el suelo y la ventana y se acuclilló en el alféizar, desde donde podía observar la habitación.
Vacilé un instante, temeroso de tropezar o desprender alguno de los bloques de lava que componían la rocalla.
En aquel momento, oí una voz que me decidió a seguir a mi amigo, pasara lo que pasase.
Por la ventana abierta se coló una entonación musical, un acento inolvidable, una voz cuyo timbre me sacudió el corazón y lo dejó temblando, como si tuviera un gong en el pecho.
Era la voz de Karamaneh.
A cuatro patas, sin preocuparme por la ropa, gateé hasta donde estaba Smith. La persiana tenía un listón algo desplazado y mi amigo fisgoneaba la sala por aquella abertura. Me acuclillé junto a él y miré yo también hacia el interior de la sala.
Vi el despacho de un hombre de negocios, con archivos, obras de referencia cuidadosamente ordenadas, buró y caja fuerte Milner. Ante la mesa escritorio, repantingado en una silla giratoria, estaba Slattin, vuelto a medias hacia la ventana, sonriendo, y alcancé a ver la corona de oro que le protegía un molar inferior izquierdo. Junto a la ventana, sentada en un sillón, cerca, muy cerca, de espaldas a mí, ¡estaba Karamaneh!
En sueños, constantemente, siempre la veía vestida al estilo oriental, con ajorcas de oro en los blancos tobillos, los dedos atestados de anillos y abalorios en el pelo, pero ahora iba ataviada a la moda y llevaba un sombrero que sólo podía proceder de París. Karamaneh es la única mujer oriental a quien he visto vestida al estilo europeo. Mientras contemplaba aquel perfil exquisito, pensé que no debía de irle en zaga a Dalila y que, exceptuando a Popea, la historia no tiene constancia de la existencia de otra mujer que, con un aspecto tan inocente, haya sido capaz de semejantes vilezas.
—Sí, querida —decía Slattin mientras, a través del monóculo, se comía con los ojos a su hermosa visitante—, todo estará listo para mañana por la noche.
Noté que Smith daba un respingo al oír esas palabras.
—¿Habrá hombres suficientes?
Karamaneh hizo la pregunta en un curioso tono indiferente.
—Mi querida niña, habrá todo un ejército si es necesario —respondió Slattin al tiempo que se levantaba y bajaba la vista hacia ella. El diente de oro lanzaba destellos a la luz de la lámpara.
Hizo ademán de coger la mano de la muchacha, que descansaba sobre el brazo del sillón enfundada en un guante blanco, pero ella se zafó del gesto con toda naturalidad. Slattin fijó su insolente mirada en ella.
—Muy bien, espero sus órdenes —dijo.
—Aún no están decididas —replicó la joven sin alterarse—, pero ahora que sé que está listo, puedo hacer planes.
Al pasar junto a Slattin para dirigirse hacia la puerta, esquivó el brazo extendido de este con una naturalidad que me hizo estremecer; pues en otro tiempo yo había sido la gustosa víctima de todas aquellas tretas.
—Pero… —empezó a decir Slattin.
—Le llamaré antes de media hora —lo interrumpió Karamaneh y, sin más ceremonia, abrió la puerta.
Yo seguía con los ojos pegados a la abertura de la persiana cuando Smith me estiró del brazo.
—¡Abajo! ¡No sea estúpido! —susurró de mala manera—. ¡Si nos ve, todo se irá al garete!
Al comprender, algo tarde, cuánta razón tenía di media vuelta y con bastante torpeza seguí a mi amigo. Hice caer un trozo de granito al bajar. Por fortuna, Slattin había salido al vestíbulo y era difícil que lo hubiera oído.
Estábamos agazapados tras una esquina de la casa cuando la luz bañó los peldaños de la entrada y Karamaneh descendió rápidamente. Pude atisbar al hombre de tez oscura que le había abierto la puerta pero de inmediato todos mis pensamientos se centraron en la grácil figura que se alejaba de mí en dirección a la avenida. Llevaba un amplio mantón y lo vi ondear un instante contra los postes blancos de la entrada; un momento después, la joven había desaparecido.
Sin embargo, Smith no se movió. Me detuvo con la mano y se acurrucó contra un seto de espino. Instantes después, el coche que la estaba esperando arrancó un poco más abajo de la pendiente. Transcurrieron veinte segundos y, en algún lugar algo más alejado, se puso en marcha un segundo automóvil.
—¡Ese es Weymouth! —dijo Smith—. ¡Con un poco de suerte, sabremos dónde está el escondrijo de Fu Manchó antes de que Slattin nos lo diga!
—Pero…
—¡Oh! Por lo que parece, les está haciendo el juego. —Smith me lanzó una elocuente mirada en la penumbra—. Por eso es de vital importancia que no confiemos en su ayuda —concluyó.
Aquellas solemnes palabras resultaron proféticas.
Mi compañero no trató de comunicarse con el detective (o los detectives) que vigilaban con nosotros; nos situamos cerca de la ventana iluminada del estudio y aguardamos… y aguardamos.
Hasta que, en cierto momento, un taxi remontó penosamente la empinada cuesta de la avenida… y siguió adelante. Las luces de las ventanas del piso superior se apagaron.
Un policía pasó junto a la verja e iluminó un instante el jardín con la linterna. Una a una, las ventanas del resto de casas visibles desde nuestra posición se fueron oscureciendo para revivir como espejos de la pálida luna. El silencio era absoluto y con toda claridad llegó a nuestros oídos una conversación; alguien —seguramente el hombre que antes había abierto la puerta principal— entró en el despacho y preguntó si se volverían a requerir sus servicios aquella noche.
Smith inclinó la cabeza y se apoyó en mí con actitud tensa para no perder palabra de la respuesta de Slattin.
—Sí, Burke —oímos—. Quiero que me espere levantado hasta que regrese. Saldré dentro de un rato.
Es obvio que el hombre se retiró pues, tras eso, se hizo un completo silencio que duró media hora. Con cuidado, intenté mover mis miembros entumecidos. En cambio Smith, cuyos nervios parecían de acero, permanecía agazapado junto a mí, inmóvil, incansable.
En aquel momento, rompiendo el silencio con estruendo, sonó un teléfono.
Di un respingo y me agarré al brazo hercúleo de Smith.
—¿Sí? —oí decir a Slattin—. ¿Quién llama? ¡Sí, sí! Soy A. S… ¿Debo acudir de inmediato? Ya sé dónde, sí… ¿Me esperará allí? ¡Bien! Llegaré dentro de media hora. ¡Adiós!
Cuando Slattin se levantó, oí claramente el crujido de la silla giratoria; de inmediato Smith me cogió del brazo y nos alejamos de la puerta a toda prisa para ocupar nuestra posición anterior tras la esquina de la casa. Una vez allí, Smith exclamó:
—¡Lo van a matar! Cárter ha apostado un vehículo de la policía en la fila de coches más cercana. Lo seguiremos para averiguar adónde va, es posible que Weymouth haya perdido la pista. Después, cuando estemos seguros de su destino, tomaremos cartas en el asunto. Si…
No pude oír el resto de la frase, pues quedó ahogado por un aluvión de sonido tan espantoso que me siento incapaz de describirlo. Empezó como un chillido agudo y débil que se cortó con una exclamación estrangulada, tras eso siguió un fuerte y terrorífico grito, lanzado con toda la potencia de los pulmones de Slattin.
—¡Oh, Dios! —gritó, y de nuevo—: ¡Oh, Dios!
Aquello se convirtió a su vez en una especie de sollozo histérico.
Yo ya estaba de pie y me dirigí sin pensarlo hacia la puerta. Me pareció ver el rostro de Smith junto al mío, con los ojos vidriosos de horror. La puerta se abrió de golpe y, a la brillante luz del vestíbulo, vi a Slattin tambaleándose, al parecer forcejeando con el aire.
—¿Qué es eso? Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? —oí vagamente, y el tipo llamado Burke apareció detrás de su patrón. Mientras me aproximaba (Smith y yo ya volábamos por la escalinata de la entrada), vi que había palidecido.
Antes de que pudiéramos alcanzarlo, Slattin lanzó otro grito ahogado, cayó de bruces y se quedó en el suelo, medio atravesado en el umbral.
Nos abalanzamos al vestíbulo, donde Burke estaba plantado con las manos en la cabeza, aturdido. Oí que alguien corría por la grava y supuse que Cárter se apresuraba a reunirse con nosotros.
Burke, un hombre corpulento de un rostro ceñudo como el de un bulldog, se desplomó de rodillas junto a Slattin y se echó a reír suavemente, con pequeñas carcajadas que iban aumentando de intensidad.
—¡Basta ya! —le espetó Smith. Lo agarró por los hombros y lo empujó al otro lado del vestíbulo, al pie de las escaleras, donde se quedó sentado con las manos sobre el rostro, observándonos con expresión grotesca entre los dedos extendidos.
Oímos susurros y gritos ahogados procedentes del piso superior. Cárter surgió de la oscuridad y pasó con cuidado por encima de la figura tendida; allí estábamos los tres, en el vestíbulo iluminado, observando a Slattin.
—Ayúdenme a retirarlo —solicitó Smith en tono tenso—, lo bastante para cerrar la puerta.
Lo hicimos entre todos y Cárter echó el cerrojo. Cuando me arrodillé junto al cuerpo, me bastó un reconocimiento superficial para comprender que me hallaba ante un mero recipiente vacío. El alma de Slattin ya había volado y sólo la sombra de la venganza de Fu-Manchú seguía entre nosotros.
Alcé la cabeza y mis ojos toparon con los de Smith. Apretó los dientes con un ruidoso chasquido. Se le marcaban los músculos de la mandíbula bajo la piel oscura y su ceñudo rostro había adquirido aquella expresión desesperada que yo conocía tan bien y no presagiaba nada bueno para quienquiera que la provocase.
—¿Está muerto, Petrie… ya?
—Un rayo no habría sido más fulminante. ¿Puedo darle la vuelta?
Smith asintió.
Nos inclinamos y colocamos el pesado cuerpo de espaldas. Un flujo de bisbiseos llegó hasta nosotros procedente de las escaleras. Smith se volvió al instante y miró de mala manera al grupo de criados a medio vestir.
—¡Vuelvan a sus habitaciones! —ordenó—; que nadie entre en el vestíbulo a no ser que yo lo ordene.
Como de costumbre, su autoritaria voz hizo efecto, la retirada general al rellano superior fue inmediata. Burke, que se estremecía como si padeciera de fiebres, seguía sentado en el último peldaño y se palmeaba las rodillas con gesto desolado.
—¡Lo avisé, lo avisé! —murmuraba sin cesar—. ¡Lo avisé, oh, lo avisé!
—¡Levántese! —gritó Smith—. ¡Levántese y venga aquí!
El hombre, sin dejar de mirar a derecha e izquierda como si buscase algo en las sombras circundantes, avanzó obediente.
—¿Tiene una petaca? —preguntó Smith a Cárter.
En silencio, el detective le administró a Burke un fuerte reconstituyente.
—Ahora —prosiguió Smith—, Petrie, supongo que deseará examinarlo. —Señaló el cadáver—. Mientras tanto, quiero hacerle unas cuantas preguntas, amigo.
Burke le dio una palmada en el hombro.
—¡Dios mío! —exclamó Burke—. ¡Estaba a diez metros de él cuando ha sucedido!
—Nadie le acusa —dijo Smith en tono más suave—, pero dado que usted es el único testigo, tendrá que ayudarnos a aclarar el asunto.
Con un tremendo esfuerzo por recuperar el dominio de sí mismo, Burke asintió al tiempo que contemplaba a mi amigo con fervor infantil. Durante la conversación subsiguiente, examiné el cuerpo de Slattin buscando señales de violencia; más adelante explicaré los resultados.
—En primer lugar —dijo Smith—, ha dicho que lo avisó. ¿Cuándo lo avisó y de qué?
—Lo avisé, señor, de que acabaría así.
—¿Qué es lo que acabaría así?
—¡Su relación con los chinos!
—¿Su relación con los chinos?
—Se encontró por casualidad a un chino en una casa de juego del East End, un hombre al que había conocido en San Francisco. Un tipo llamado Singapur Charlie…
—¿Qué? ¡Singapur Charlie!
—Sí, señor, el mismo que tenía un fumadero hace dos años en Ratcliff.
—Hubo un incendio…
—Pero Singapur Charlie se libró, señor.
—¿Y pertenece al grupo?
—Es uno de los que en Nueva York llamábamos la banda de los Siete.
Atisbé por el rabillo del ojo que Smith empezaba a estirarse el lóbulo de la oreja izquierda con aire reflexivo.
—¡La banda de los Siete! —rumió—. Eso es importante. Siempre he sospechado que el doctor Fu Manchó y la banda de los Siete eran la misma cosa. Continúe, Burke.
—Bien, señor —prosiguió el hombre ya más tranquilo—, el teniente…
—¿El teniente? —lo interrumpió Smith, pero enseguida dijo—: ¡Oh, claro! ¡Slattin era teniente de la policía!
—Bueno, señor, él (el señor Slattin) tenía en sus manos a Singapur Charlie y hace dos años, cuando se lo encontró, pensó que con su ayuda daría el golpe de su vida.
—¿Se anticiparía a mí, de hecho?
—Sí, señor, pero usted se adelantó con la gran redada… y lo estropeó.
Smith asintió solemnemente y lanzó una mirada al hombre de Scotland Yard, que le devolvió el gesto con idéntica gravedad.
—Hace un par de meses —continuó Burke—, volvió a encontrarse a Charlie en el East End y el chino le presentó a una joven: una muchacha egipcia.
—¡Prosiga! —ordenó Smith—. La conozco.
—Quedaron en varias ocasiones; y ella vino aquí un par de veces. Fingió que ella y Singapur Charlie estaban dispuestos a traicionar a la banda amarilla.
—A cambio de algo, claro…
—Supongo —dijo el criado—, pero no lo sé. Sólo sé que se lo advertí.
—¡Hummm! —murmuró Smith—. Bien, ¿y qué ha sucedido esta noche?
—Tenía una cita aquí con la muchacha —empezó a decir Burke.
—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió mi amigo—. Sólo quiero saber lo sucedido tras la llamada telefónica.
—Bueno, me ha dicho que lo esperase levantado, y estaba yo dormitando en la sala contigua al despacho, el comedor, cuando el timbre del teléfono me ha despertado. He oído al teniente, al señor Slattin, abandonar el despacho y yo he salido a toda prisa también, pero sólo me ha dado tiempo a ver cómo cogía el sombrero del perchero…
—¡Pero si no lleva sombrero!
—¡No ha llegado a descolgarlo! Justo cuando ha extendido el brazo para cogerlo, ha lanzado un grito espeluznante y se ha dado la vuelta a toda prisa, como si alguien lo hubiese atacado por la espalda.
—¿No había nadie más en el recibidor?
—Nadie en absoluto. Yo ya había salido del comedor, estaba junto a las escaleras, pero no se ha vuelto hacia mí, ha mirado directamente a su espalda, donde no había nadie… nada. Lanzaba unos gritos espantosos. —A Burke se le quebró la voz y se estremeció sobrecogido—. Después ha corrido hacia la puerta principal. Parecía como si no me viera. Se ha quedado allí, gritando, y antes de que pudiera llegar hasta él se ha desplomado.
Nayland Smith clavó su penetrante mirada en Burke.
—¿Es eso todo lo que sabe? —preguntó despacio.
—Pongo a Dios por testigo de que eso es todo lo que sé y todo lo que he visto. No había criatura viviente cerca de él en el momento de su muerte.
—Ya veremos —musitó Smith. Se volvió hacia mí—. ¿De qué ha muerto, Petrie?
—Al parecer, de algo que le ha producido una minúscula herida en la muñeca izquierda —respondí. Me incliné y alcé la mano del cadáver, ya fría.
Tenía una pequeña herida inflamada en la muñeca y empezaba a apreciarse cierta hinchazón en la mano y el brazo en cuestión. Smith se inclinó y exhaló un suspiro rápido y sibilante.
—¿Sabe qué es eso, Petrie? —exclamó.
—Claro. Era demasiado tarde para hacer un torniquete, e inyectar amoníaco habría sido inútil. La muerte ha sido prácticamente instantánea. El corazón…
Sonó el timbre y se oyeron unos fuertes golpes en la puerta.
—¡Cárter! —gritó Smith al tiempo que se volvía hacia el detective—. No abra la puerta a nadie. A nadie. Explique quién soy…
—¿Y si es el inspector?
—¡He dicho que no abra la puerta a nadie! —repitió Smith—. ¡Burke, no se mueva de donde está! Cárter, hable con quienquiera que haya llamado por la abertura del buzón. ¡Petrie, no se mueva, por lo que más quiera! ¡Puede que esté aquí, en el recibidor…!