—¡No le culpo! —exclamó Nayland Smith—. Lo plantearemos de otro modo: mil libras a cambio de que nos muestre el actual escondrijo de Fu-Manchú, cuyo pago no dependerá de si sacamos o no partido de la información.
Abel Slattin se encogió de hombros con parsimonia y volvió al sillón que acababa de abandonar. Se sentó de nuevo y dejó el sombrero y el bastón sobre mi escritorio.
—¿Un pequeño contrato por escrito? —sugirió sin alterarse.
Smith se levantó de la butaca blanca de mimbre y, apoyado en una esquina de la mesa, garabateó enérgicamente con mi pluma en una hoja de papel.
Mientras lo hacía, examiné disimuladamente al visitante. Estaba repantigado en el sillón, con los ojos entornados en un gesto de desconfianza. Vestía con demasiada elegancia. De contextura recia, pelo oscuro y pose de petimetre, jugueteaba con un monóculo algo inadecuado para su aspecto.
Durante la conversación precedente, me había sorprendido un poco al advertir que el señor Abel Slattin tenía acento americano.
En ciertos momentos, cuando Slattin se movía, el gran diamante que llevaba en el dedo medio de la mano derecha brillaba con magnificencia. Un tono azulado matizaba su piel morena, apreciable en las manos pero muy evidente en el rostro abotargado, sobre todo bajo los ojos… Diagnostiqué una válvula atrofiada en el sistema cardíaco.
Nayland Smith seguía escribiendo. Aparté la mirada de nuestro semítico visitante para posarla en el bastón, que yacía sobre la piel rojiza de mi escritorio. Era una pieza de artesanía nada corriente, aparentemente india, hecha de algún tipo de madera oscura y moteada, muy parecida a una piel de serpiente.
La empuñadura del bastón estaba tallada en el mismo tipo de madera y representaba la cabeza de una víbora. Llevaba cuentas o fragmentos de piedra engastados en el lugar de los ojos, y el acabado del objeto en conjunto era de un realismo artístico pasmoso.
Smith tendió el contrato hacia Slattin con un movimiento brusco y este, tras leerlo con aparente indolencia, lo dobló con cuidado y se lo metió en el bolsillo.
—¿Es una antigüedad? —dije refiriéndome al bastón.
El visitante, cuyos ojos oscuros delataron toda la satisfacción que su semblante se esforzaba en disimular, asintió y lo sostuvo en sus manos.
—Procede de Australia, doctor —respondió—; es una pieza aborigen, me la dio un cliente. ¿Pensó que era indio? Todo el mundo lo cree. Es mi mascota.
—¿De verdad?
—En efecto. ¡Su antiguo propietario le atribuía poderes mágicos! De hecho, creo que lo identificaba con uno de esos objetos mencionados en la Biblia…
—¿La vara de Aarón? —sugirió Smith mientras miraba el bastón.
—Algo parecido —dijo Slattin. Se levantó y se dispuso a partir.
—¿Nos telefoneará entonces? —preguntó mi amigo.
—Mañana tendrán noticias mías —fue la respuesta.
Smith regresó a la butaca de mimbre y Slattin, tras despedirse de nosotros con una reverencia, se dirigió hacia la puerta, mientras yo avisaba a la muchacha para que le indicase la salida.
—Considerando la importancia de su oferta —comenté en cuanto se cerró la puerta—, no ha recibido a nuestro visitante con demasiada afabilidad.
—No me hace ninguna gracia tratar con él —respondió mi amigo—; pero no debemos ser escrupulosos a la hora de luchar contra Fu-Manchú. Slattin tiene una pésima reputación, incluso para un detective privado. No es más que un chantajista.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ayer hice una visita a nuestro amigo Weymouth de Scotland Yard y eché un vistazo a la ficha del tipo.
—¿Para qué?
—Sabía que, por alguna razón, estaba interesado en el caso. Sin duda mantiene algún tipo de contacto con la banda china; tan sólo me pregunto…
—No pensará…
—¡Sí, lo pienso, Petrie! Le digo que es lo bastante desaprensivo como para rebajarse incluso a eso.
Sin duda, Slattin sabía que aquel adusto y sagaz comisionado en Birmania era la máxima autoridad en el caso del poderoso chino: el protagonista de acciones innombrables, cuya capacidad para hacer el mal era tan ilimitada como su talento; el ser que encarnaba un misterioso peligro, el alcance y la naturaleza del cual ninguno de nosotros llegaba a comprender en su totalidad. Al enterarse de aquello, con infalible instinto semítico, había buscado un resquicio para tomar parte en aquella tentadora subasta. ¡Sin embargo, había dos postores!
—¿Cree que habrá caído tan bajo como para ponerse al servicio de Fu-Manchú? —pregunté horrorizado.
—¡Exacto! Si le pagan bien, sin duda estará tan dispuesto a trabajar para él como para cualquier otro. Su expediente está plagado de puntos negros. Por supuesto, Slattin es un nombre falso; cuando pertenecía a la policía de Nueva York le conocían como teniente Pepley. Le expulsaron por complicidad en un asunto sucio del barrio chino.
—¡El barrio chino!
—Sí, Petrie, eso también despertó mis sospechas, y no debemos olvidar que es un bribón muy inteligente.
—¿Acudirá a la cita sugerida?
—Claro. Pero no esperaré a mañana.
—¿Qué?
—Me propongo hacerle una visita informal al señor Abel Slattin esta misma noche.
—¿A su oficina?
—No, a su domicilio particular. Si, tal como sospecho, se propone tenderme una trampa, es probable que esta noche informe de sus progresos a quien le haya contratado. —¡Entonces tendríamos que haberlo seguido! Nayland Smith se levantó y se quitó el viejo chaquetón.
—Lo han seguido, Petrie —respondió con una de sus infrecuentes sonrisas—. Dos policías del Departamento de Investigación Criminal han vigilado su casa toda la noche. Aquella precaución era típica de mi amigo.
—Por cierto —dije—, he visto a Eltham esta mañana. Pronto podrá abandonar la clínica. ¿Dónde, en el nombre de Dios, va a…?
—No se preocupe por él, Petrie —me interrumpió Smith—. Su vida ya no corre peligro.
Lo contemplé con la boca abierta.
—¿Ya no corre peligro?
—Ayer recibió una carta escrita en chino, en papel chino, metida en un sobre comercial corriente, con la dirección mecanografiada y matasellos de Londres.
—¿Y?
—Traducido al inglés, el mensaje dice más o menos lo siguiente:
Es usted un hombre valiente y por eso sé que no traicionaría a su confidente chino. Sin embargo, lo han descubierto. Era un mandarín y, dado que no puedo escribir el nombre de un traidor, no lo nombraré. Fue ejecutado hace cuatro días. Le envío mis saludos y le deseo una pronta recuperación.
Fu-Manchú
—¡Fu-Manchú! ¡Pero no cabe duda de que es una trampa!
—Al contrario, Petrie. Fu-Manchú no habría escrito en chino a menos que fuera sincero. Para acabar de despejar las dudas, esta mañana he recibido un telegrama donde se me informa de que el mandarín Yen-Sen-Yat fue asesinado la semana pasada en el jardín de su casa.