6. BAJO LOS OLMOS

La noche nos sorprendió a Nayland Smith y a mí en la sala del piso superior. Ahora que el cuerpo había sido sometido a una autopsia, sabíamos que el desdichado Forsyth había muerto envenenado. Smith había declarado que yo no merecía su confianza y se había negado a revelarme su teoría acerca del origen de las extrañas marcas que tenía el cadáver.

—En la tierra húmeda, bajo los árboles —dijo—, he encontrado huellas de Forsyth. Acababan justo donde sucedió… algo y no había otros rastros recientes en varios metros a la redonda. Lo atacaron junto a un olmo. A un par de metros había unas huellas muy parecidas a estas.

Marcó una serie de puntos sobre el secante.

—¡Garras! —exclamé—. ¡Aquel extraño grito, semejante al graznido de un chotacabras…! ¿Se trata de alguna especie desconocida de criatura alada?

—Lo sabremos muy pronto, quizás esta noche —fue la respuesta—. Dado que cometieron un error, probablemente porque no había luna —se le endureció el semblante al recordar al pobre Forsyth—, llevarán a cabo otra tentativa de características similares. Ya sabe cómo suele actuar Fu-Manchú…

De modo que allí estábamos, sentados en la oscuridad, a la expectativa, sin apartar los ojos de los nueve olmos.

Aquella noche había luna, una lámpara de Aladino entre las estrellas que creaba sombras mágicas. Hacia la medianoche, la avenida quedó desierta; el parque estaba envuelto en misterio. Salvo por los tranvías que pasaban cada cierto tiempo, único indicio de los tiempos modernos, el lugar constituía el escenario ideal para un espectáculo terrorífico.

La prensa no había publicado nada referente a la tragedia; Nayland Smith tenía autoridad suficiente como para silenciarla. No había detectives ni guardias apostados en la zona, pues mi amigo opinaba que la publicidad dada a las hazañas de Fu-Manchú en el pasado, junto con la torpe cooperación de la policía en ciertas ocasiones, no había hecho sino contribuir al éxito del doctor chino.

—Sólo hay un problema —dijo de repente—; tal vez no esté preparado para llevar a cabo otra tentativa esta noche.

—¿Por qué?

—Como lleva poco tiempo en Inglaterra, su colección de venenos tal vez sea limitada.

Hacia el atardecer, habíamos tenido una breve pero intensa tormenta, con chaparrón de verano incluido. Ahora, las nubes surcaban el cielo con rapidez. La luna creciente asomó un instante por una rendija del celaje. Tenía un tono verdoso que me hizo pensar en los ojos verdes y velados de Fu-Manchú.

El nubarrón se alejó y una luz plateada inundó los alrededores de la arboleda, donde quedaba interrumpida por una orilla de sombras.

—¡Ahí está, Petrie! —susurró Nayland Smith.

Una luz tenue surgió entre las sombras; se elevó despacio, titubeante, hasta una gran altura y se extinguió.

—¡Bajo los árboles, Smith!

Este ya se dirigía hacia la puerta. Por encima del hombro, gritó:

—¡Coja la pistola, Petrie! Yo tengo otra. Déme al menos veinte metros de ventaja o no harán nada. En cuanto vea que he llegado a los árboles, reúnase conmigo.

Nos precipitamos hacia el exterior de la casa hasta llegar al parque, que últimamente se había convertido en el escenario ideal para la caza de fantasmas. La luz no volvió a hacer presencia y, mientras Smith se internaba en la arboleda, me pregunté si sabría qué ser misterioso se ocultaba allí. Tenía más de una sospecha de que mi amigo ya había resuelto el caso.

Estaba claro por qué me había pedido que me quedase atrás. Fu-Manchú, o la criatura de Fu-Manchú, no intentaría nada en presencia de un testigo. Sin embargo, sabíamos muy bien que el mortífero instrumento de Fu-Manchú oculto en la arboleda de olmos podía llevar a cabo su nefasta tarea sin dejar pistas, era capaz de asesinar y desaparecer de inmediato. ¿Acaso Forsyth no había sufrido una muerte espantosa mientras Smith y yo estábamos tan sólo a veinte metros de él?

Cuando Smith, bastante adelantado —pues yo había aminorado el paso—, llegó a la altura del primer árbol, no soplaba ni la más leve brisa. La luna brillaba en lo alto y los jirones de nubes, único vestigio de la reciente tormenta, no la oscurecían. Reparé en que bajo la arboleda de olmos se destacaba entre las sombras una extensión irregular de luz plateada que iluminaba un claro de tierra húmeda.

Mi amigo siguió avanzando, despacio, y yo eché a correr de nuevo. Una sombra negra se recortó por fin contra el círculo plateado; se detuvo, y miró hacia arriba.

—¡Cuidado, Smith! —grité mientras corría entre los árboles para alcanzarlo.

Con un fuerte grito, saltó para alejarse de la zona iluminada.

—¡Atrás, Petrie! —chilló—. ¡Atrás, más lejos!

Cargó contra mí, con el hombro por delante, y me empujó para hacerme retroceder.

Mezclado con mi grito angustiado, se había oído un fuerte chasquido y un revuelo de ramas en lo alto; ahora, mientras nos tambaleábamos hacia las sombras, ¡me pareció que un olmo inclinaba una de sus ramas para rozarnos! Por fin, mientras Smith me empujaba hacia atrás, el fenómeno adquirió en mi mente una definitiva explicación.

La verdad se aclaró ante mis ojos.

Una enorme rama cayó entre espantosos chasquidos. Se oyó un terrible grito, un crujido de ramas rotas y un gemido ahogado.

El disparo de la pistola de Smith, que seguía pegado a mí, acabó de aturdirme.

—¡He fallado! —gritó—. ¡Dispare, Petrie! ¡A su izquierda! ¡Por el amor de Dios, no falle!

Me di la vuelta. Una sombra negra pasó rauda por mi lado. Disparé una vez, después otra más. Un segundo y espeluznante grito acentuó el horror de la noche.

Nayland Smith iluminaba con la linterna la rama caída.

—¿Le ha dado, Petrie? —preguntó.

—¡Sí, sí!

Me planté a su lado y miré al suelo. Entre la hojarasca, un malvado rostro amarillo nos miraba. Un gesto de agonía deformaba sus rasgos, pero aquellos ojos malignos, cuya luz se extinguía por momentos, nos observaban con odio implacable. El hombre había quedado atrapado bajo el peso de la rama, se había roto la espalda y allí, ante nuestros ojos, expiró, echando espumarajos por la boca. Había abandonado la morada de lodo dejando fijos en nosotros sus ojos vidriosos, cargados con una expresión terrorífica.

—Los dioses paganos están de nuestra parte —fue el extraño comentario de Smith—. Los olmos tienen la peligrosa costumbre de desprenderse de sus ramas cuando amaina el viento, sobre todo después de una tormenta. Pan, el dios de los bosques, se ha servido de este árbol para hacer justicia.

—No lo entiendo. ¿Dónde estaba este hombre?

—¡Subido al árbol, tendido sobre la rama que ha caído, Petrie! Por eso no había huellas. Sin duda ayer por la noche huyó columpiándose de rama en rama, como un mono, y descendió al otro extremo de la arboleda.

Me miró un instante.

—Quizá se esté preguntando —sugirió— cuál era el origen de la misteriosa luz. Se lo podría haber dicho esta mañana, Petrie, pero me temo que estaba de mal humor. Es muy sencillo: se trata de un trozo de cinta empapada en alcohol o algo parecido colocada detrás del tronco del árbol, oculta a la vista de cualquiera que pueda estar mirando desde sus ventanas. Tras encender el extremo inferior, la van arriando hasta el suelo, todavía oculta por el árbol. El rufián agita la cinta y la llama, como es natural, asciende. Encontré el cabo de la cinta utilizada ayer por la noche a pocos metros de aquí.

Mientras tanto, yo escudriñaba al sirviente de Fu-Manchú, aquel terrible chino que ahora yacía muerto en un lecho de hojas de olmo.

—Hay una especie de bolsa de cuero junto a él —empecé a decir.

—¡Exacto! —exclamó Smith—. Y ahí transportaba su mortífero instrumento; ¡de ahí lo ha sacado!

—¿Qué ha sacado?

—Lo que su encantadora amiga ha venido a buscar esta mañana.

—¡No se burle de mí, Smith! —dije con amargura—. ¿Se trata de algún tipo de pájaro?

—Vio las marcas que había en el cuerpo de Forsyth y le he descrito las huellas que he encontrado en la tierra. ¡Eran zarpas, Petrie!

—¡Zarpas! ¡Eso me había parecido! ¿Pero qué clase de zarpas?

—Las zarpas de algo venenoso. He capturado al que utilizaron ayer por la noche, lo he matado (contra mi voluntad) y lo he enterrado en el montículo. No me he atrevido a tirarlo al estanque, por miedo a que algún niño, jugando, lo pescase y se hiciese un arañazo. No sé cuánto tiempo sigue actuando el veneno de las uñas.

—Está jugando conmigo, Smith —dije con lentitud—. Ya sé que soy muy duro de mollera, pero me gustaría saber qué llevaba el chino en esa bolsa para liberarlo sobre Forsyth. Por lo visto, usted lo capturó mediante un plato de rodaballo frío y una jarra de leche. Karamaneh fue enviada a prender a esa misma criatura y llevaba…

Callé.

—Continúe —dijo Nayland Smith, y dirigió el haz de la linterna hacia la izquierda—. ¿Qué llevaba en la cesta?

—Valeriana —respondí inexpresivamente.

El rayo de la linterna iluminó la ágil criatura a la que yo había derribado.

¡Era un gato negro!

—Un gato removería cielo y tierra por la valeriana —dijo Smith—, pero esta mañana yo he obtenido unos resultados inmejorables con el pescado y la leche. Había identificado las huellas que encontramos bajo los árboles y sabía que si habían soltado un gato por aquí, no andaría lejos. Supuse que se habría escondido entre las matas. Al final he encontrado un gato, tal como esperaba, y ha mordido el anzuelo. He tenido que tenderle una trampa, pues el animal estaba demasiado asustado para permitir que me acercase a él, y le he disparado. No tenía más remedio. Ese diablo amarillo utilizaba la luz como reclamo. La rama que le ha matado daba a un trecho del sendero donde se colaba la luna por un claro del follaje. Cuando la víctima estaba justo debajo, el chino lanzaba el grito del chotacabras, el otro alzaba la cabeza y el gato, hasta entonces imposibilitado y silenciado en el interior de la bolsa, caía exactamente sobre su cabeza.

—Pero… —estaba cada vez más confundido.

Smith se inclinó hacia el suelo.

—Ahora, el gato tiene las zarpas tapadas, pero si las examinara descubriría que están cubiertas de una sustancia negra y brillante. Sólo Fu-Manchú sabe qué es esa sustancia, Petrie, pero tanto usted como yo conocemos sus efectos.