5. LA RED

Incorporamos a la desventurada víctima y la tendimos de espaldas. Me dejé caer de rodillas e intenté encender una cerilla con dedos temblorosos. Se había levantado una ligera brisa que susurraba con dulzura entre los olmos pero, al amparo de mis manos, la llama prendió. El rostro bronceado de Nayland Smith se iluminó con una luz macilenta. Sus ojos brillaban con un resplandor antinatural. Me incliné hacia delante y la luz mortecina de la cerilla rozó la cara del muerto.

—¡Oh, Dios! —susurró Smith.

Un soplo de viento casi imperceptible apagó la cerilla.

En todos mis años de experiencia como facultativo, jamás había visto algo tan espeluznante. El rostro lívido de Forsyth estaba surcado por diminutas hebras de sangre, procedentes de diversos grupos de heridas irregulares. Uno de aquellos conjuntos se arracimaba en la sien izquierda, otro bajo el ojo derecho y otros se extendían desde la barbilla hacia el cuello. Las heridas eran negras, casi como pequeños tatuajes, y sangraban con profusión. Tenía los puños cerrados y estaba totalmente rígido.

Al tiempo que me arrodillaba en el sendero y procedía a examinar el cadáver, la mirada incisiva de Smith escrutaba mi acción con elocuencia. Desde que viéramos a Forsyth salir tambaleándose de la arboleda, sabíamos que cualquier examen era inútil, que se trataba de una mera formalidad.

—Está muerto, Smith —dije con voz ronca—. No es normal, es…

Smith empezó a golpearse la palma de la mano con el puño y a dar breves pasos nerviosos junto al cadáver. Advertí que pasaba un coche por la avenida pero me quedé donde estaba, de rodillas, observando hierático aquel rostro ensangrentado y desfigurado que hacía pocos minutos había sido el de un atildado marino británico. Me sorprendí comparando el bigotillo pulcro y cuadrado con las mejillas abotargadas y contando las gotas de sangre que temblaban en los contornos del rostro. Alguien se aproximaba. Me levanté. Los pasos se hicieron más rápidos y, al volverme, vi que un policía venía hacia nosotros.

—¿Qué pasa? —preguntó con brusquedad mientras se plantaba ante nosotros con los puños cerrados. Miró, alternativamente, a Smith, a mí y al bulto que yacía entre ambos. A continuación se llevó la mano al pecho, después vimos un destello plateado y…

—¡Deje ese silbato! —le espetó Nayland Smith a la vez que golpeaba la mano del hombre—. ¿Dónde está su linterna? ¡No pregunte!

El policía retrocedió y sin duda estaba decidiendo si se enfrentaba a nosotros cuando mi amigo se sacó una carta del bolsillo y se la puso en las narices al tipo.

—¡Lea esto! —ordenó con aspereza—, y después atienda mis órdenes.

Algo en el tono de la voz hizo cambiar de idea al agente. Iluminó la carta con la linterna y pareció estremecerse de sorpresa.

—Si tiene alguna duda —prosiguió Smith—, pues quizá no esté familiarizado con la firma del jefe de policía, sólo tiene que llamar a Scotland Yard desde la casa del doctor Petrie, adonde regresaremos de inmediato, para despejarla. —Señaló a Forsyth—. Ayúdenos a trasladarlo allí. Es importante que nadie nos vea; el asunto no debe salir a la luz, ¿comprende? No debe llegar a la prensa…

El hombre saludó con respeto y los tres nos dispusimos a emprender la desagradable tarea. Llevamos al hombre muerto hasta el lindero del parque, por etapas, lo cruzamos al otro lado de la calle y lo metimos en mi casa sin llamar la atención de los vagabundos que dormían a la intemperie en el vecindario.

Depositamos el bulto en la camilla.

—Deseará examinarlo, Petrie, y el agente tal vez quiera llamar a una ambulancia —dijo Smith en tono tajante—. Por mi parte, debo hacer algunas averiguaciones. Me llevaré la linterna.

Corrió escaleras arriba hacia su habitación e instantes después volvió a bajar como una exhalación. La puerta de la calle se cerró con estrépito.

—El teléfono está en el vestíbulo —le dije al guardia.

—Gracias, señor.

Cuando salió del consultorio, encendí la lámpara situada sobre la mesa y procedí a examinar las marcas que Forsyth tenía en la piel. Como ya he dicho, estaban dispuestas en grupos y parecían picaduras, una incisión bastante profunda en forma de pera y un arañazo superficial debajo. Tenía una de aquellas diminutas heridas en el ojo derecho.

Los síntomas, o aquello que había tenido ocasión de observar cuando Forsyth apareció tambaleándose entre los olmos, eran desconcertantes. Saltaba a la vista que los músculos de las articulaciones habían sido afectados, así como los de la respiración. Mirando aquel rostro tan pálido, sembrado de minúsculas heridas (que también salpicaban el cuello), me esforcé mentalmente por hallar alguna pista que aclarase las causas de la muerte.

A primera vista, no había ninguna, y un examen minucioso del cadáver no me llevó a ninguna parte. El gris amanecer ya despuntaba cuando llegó la policía con la ambulancia y se llevaron a Forsyth.

Justo cuando estaba cogiendo la gorra del perchero, llegó Nayland Smith.

—¡Smith! —exclamé—. ¿Ha encontrado algo?

Se quedó allí, a la luz grisácea del vestíbulo, estirándose el lóbulo de la oreja izquierda.

Pensé que el rostro bronceado tenía una expresión muy adusta y sus ojos lanzaban destellos febriles que en otro tiempo me habían desagradado, pero que, por experiencia, había aprendido a identificar con una tremenda excitación nerviosa. En momentos como aquel, mi amigo actuaba con nervios de acero y sus facultades mentales parecían adquirir temporalmente una agudeza fuera de lo normal. No me dio una respuesta directa.

—¿Tiene leche? —soltó a bocajarro.

La pregunta era tan inesperada que, por un instante, no supe de qué hablaba. Luego, exclamé:

—¡Leche!

—¡Exacto, Petrie! Si me trajera un poco de leche, se lo agradecería mucho.

Me volví para bajar a la cocina.

—Los restos del rodaballo de la cena, Petrie, también me irían bien, y creo que necesitaré una pala.

Me detuve en lo alto de las escaleras y lo miré.

—Supongo que no bromea, Smith —dije—, pero…

Se echó a reír con sorna.

—Perdone, amigo —respondió—, estaba absorto en mis pensamientos y no se me había ocurrido que mi petición le parecería absurda. Más tarde le explicaré a qué viene tanto capricho; de momento, la contraseña es: ¡en marcha!

Saltaba a la vista que hablaba en serio y corrí escaleras abajo dispuesto a complacerle. Regresé con un desplantador, un plato de pescado frío y un vaso de leche.

—Gracias, Petrie —dijo Smith—. Si pusiera la leche en un cazo se lo agradecería.

Ya nada me extrañaba, así que me limité a coger un cazo y a verter la leche en el interior. A continuación, con el desplantador en el bolsillo, el plato de rodaballo frío en una mano y el cazo en la otra, mi amigo se dirigió a la puerta. Ya la había abierto cuando se le ocurrió que iba a necesitar algo más.

—Tendré que pedirle la pistola, Petrie.

Se la tendí sin una palabra.

—No piense que intento despistarle —añadió—, pero la presencia de otra persona podría comprometer el éxito de mi plan. No creo que tarde.

La fría luz del alba inundó el recibidor por un instante. La puerta volvió a cerrarse y subí al piso superior, a mi estudio. Desde allí, observé cómo Nayland Smith avanzaba por el parque entre la bruma del amanecer. Se dirigía hacia los nueve olmos pero le perdí de vista antes de que los alcanzase.

Me quedé un rato sentado, contemplando los primeros rayos de sol. Por la calle pasó un policía y, poco después, alguien que regresaba de una juerga vestido con atuendo de noche. La sensación de irrealidad volvió a asaltarme. Allí fuera, entre la bruma grisácea, un hombre tan poderoso que podía saltarse la ley a voluntad, cuya presencia había sido requerida desde Rangún hasta Londres para asuntos de lo más extraño y peligroso, se dedicaba ahora a agenciarse un plato de rodaballo frío, un cazo con leche y un desplantador.

A lo lejos, a la derecha, apenas visible, un tranvía se detuvo junto al parque y poco después prosiguió su camino. Mientras se acercaba por el oeste, vi las luces amarillas parpadeando contra el fondo gris, pero el vagón que se aproximaba me interesó menos que el pasajero solitario que acababa de abandonarlo.

Mientras el tranvía pasaba meciéndose por debajo de mi casa, agucé la vista en un esfuerzo por distinguir con más claridad la figura que, dejando atrás la avenida, se internaba en el parque. Era una mujer y al parecer acarreaba una especie de bulto o paquete de gran tamaño.

Hay que ser un materialista empedernido para dudar que el hombre posee poderes latentes hoy en día olvidados o adormecidos. De repente, advertí que aquella viajera solitaria que caminaba por el parque a una hora tan intempestiva había despertado mi curiosidad. Sin un plan concreto en mente, bajé al piso inferior, cogí la gorra del perchero y salí de casa caminando con paso vigoroso. Enfilé por el parque con la intención de interceptarla.

Quiso el destino que no calculara bien la distancia y, amparado en una mata de tojo que me ocultaba de sus ojos, me acerqué a ella. Estaba arrodillada en la hierba húmeda y deshacía el fardo que me había llamado tanto la atención. Me detuve y la observé.

Iba vestida con prendas desastradas de un negro desteñido y llevaba un vulgar sombrero negro de paja adornado con un velo poco translúcido; pero me pareció que las hábiles manos ocupadas en desatar el fardo eran delicadas y blancas, y reparé en que había un par de bastos guantes de algodón a su lado, sobre la hierba. Mientras abría los envoltorios y sacaba algo que me pareció una camaronera, me acerqué por detrás del arbusto, crucé en silencio el césped que me separaba de ella y me detuve a su lado.

Un leve efluvio de perfume llegó hasta mí, un aroma que, como el incienso secreto del antiguo Egipto, me llegó directo al alma. Aquella sutil esencia contenía el hechizo de Oriente y sólo conocía a una mujer que la usara. Me incliné hacia la figura arrodillada.

—Buenos días —dije—. ¿Puedo ayudarla en algo?

Se puso en pie como un cervatillo asustado y se apartó con el ágil ademán de las bailarinas orientales.

Había salido el sol y los primeros rayos arrancaron destellos de las joyas que adornaban los dedos blancos de aquella mujer que vestía con harapos de mendiga. Me dio un vuelco el corazón. Con gran dificultad, conseguí dominar mi voz.

—No hay razón para tener miedo —añadí.

Clavó la vista en mí; incluso a través de la densidad del velo vi que sus ojos relucían. Me incliné y cogí la red.

—¡Oh! —la palabra, pronunciada en un susurro, apenas fue audible, pero bastó. Ya no tenía dudas.

—Es una red para cazar pájaros —dije—. ¿Qué extraño pájaro anda buscando, Karamaneh?

Con un dramático gesto, la muchacha se arrancó el velo y el horrible sombrero salió disparado. Una hermosa mata de indómito cabello se desparramó alrededor de su rostro y sus maravillosos ojos me deslumbraron. Qué hermosos eran; tenían la oscura belleza de la noche egipcia; ¡cuán a menudo, en sueños, habían escudriñado los míos!

Bregar contra una pasión irrefrenable por una mujer a la que consideras —y pruebas evidentes que sólo un necio rechazaría lo corroboraban— malvada sin remedio… ¿acaso el alma de un hombre puede ser sometida a tortura más despiadada? Sin embargo, aquella era mi suerte, aunque fuese incapaz de adivinar qué pecados había cometido en el pasado para merecerla. Sea como sea, allí estaba ella, la encantadora esclava de un monstruo, la criatura del doctor Fu-Manchú.

—Supongo que afirmará no conocerme —dije de mala manera.

Le temblaron los labios, pero no respondió.

—A veces, olvidar resulta muy conveniente —proseguí con amargura y enseguida me refrené, pues sabía que un instintivo deseo de escuchar su defensa inspiraba mi discurso, la vana esperanza de que su alegato fuera convincente. Volví a mirar el artilugio que tenía en la mano; llevaba un recio muelle encajado y un cordel sujeto. A todas luces, era una trampa.

—¿Qué estaba tramando? —pregunté con brusquedad. Sin embargo, como el pobre necio que era, admiraba al mismo tiempo el exquisito contorno de los labios de Karamaneh y me apenaba verlos temblar.

En aquel momento, habló.

—Doctor Petrie…

—¿Sí?

—Parece enfadado conmigo, no tanto por lo que hago, como por el hecho de que no le recuerdo. Sin embargo…

—Le ruego que dejemos ese tema —la interrumpí—. Usted ha decidido, con gran sentido práctico, olvidar que en algún momento fuimos amigos. Allá usted. Pero responda a mi pregunta.

Dio una palmada con una especie de desesperada renuncia.

—¿Por qué me habla así? —exclamó. Tenía el acento más fascinante que se pueda imaginar—. Encarcéleme, máteme si quiere por lo que he hecho. —Estampó el pie en el suelo—. Sólo le ruego que no me torture, no trate de volverme loca con sus reproches de que le he olvidado. Se lo he dicho y se lo repito: hasta que usted apareció una noche de la semana pasada para rescatar a alguien de manos de… —vaciló como solía ante el nombre de Fu-Manchú— de él, jamás, jamás le había visto.

Aquellos ojos oscuros se clavaron en los míos, encendidos con un ansia genuina de que la creyera; al menos sentí grandes tentaciones de pensarlo así. No obstante, los hechos hablaban en su contra.

—Esa afirmación no tiene ningún valor —dije tan fríamente como fui capaz—. Es usted una traidora; traiciona a aquellos que son lo bastante necios para confiar en usted…

—¡No soy una traidora! —me espetó furiosa. Sus ojos resplandecían soberbios.

—Todo eso sólo son tonterías. Cree que le compensa más servir a Fu-Manchú que permanecer fiel a sus amigos. Su «esclavitud» (pues deduzco que vuelve a ser su esclava) no debe de resultarle muy desagradable. Usted sirve a Fu-Manchú, empuja a los hombres a su destrucción y a cambio él la cubre de joyas, de espléndidos regalos…

—¿Ah, sí?

Se abalanzó hacia delante y alzó sus ojos llameantes hacia los míos; tenía los labios entreabiertos. Con aquella frenética renuncia propia de la sangre del desierto que corría por sus venas, dio un tirón al corpiño y se lo abrió para dejar a la vista un hombro delicado y sensual. Se dio media vuelta y aquella piel blanca quedó a pocos centímetros de mí.

—¡Estos son los regalos con los que me agasaja!

Apreté los dientes. Pensamientos insensatos inundaron mi mente… ¡pues aquella piel cremosa estaba marcada por el rigor del látigo!

Se dio la vuelta y, sin dejar de mirarme, volvió a colocarse el vestido. Por un instante, fui incapaz de hablar. Después respondí:

—Si soy un extraño para usted, como afirma, ¿por qué me hace confidencias?

—¡Le conozco lo bastante como para confiar en usted! —respondió sencillamente, y volvió la cabeza a un lado.

—¿Y entonces por qué sirve a ese monstruo inhumano?

Chasqueó los dedos con dificultad y me miró entornando los ojos.

—¿Por qué hace preguntas, si piensa que sólo digo mentiras?

Era una lección de lógica… ¡y me la había dado una mujer! Cambié de tema.

—Dígame a qué ha venido —exigí.

Señaló la red que yo sostenía.

—A cazar pájaros; usted lo ha dicho.

—¿Qué tipo de pájaros?

Se encogió de hombros.

Un recuerdo cruzó mi mente: ¡el grito del chotacabras que había precedido la muerte de Forsyth! La red era grande y fuerte; ¿acaso alguna horrible ave voladora —alguna criatura desconocida para los biólogos occidentales— había sido liberada en el parque la noche anterior? Pensé en las marcas que Forsyth tenía en el rostro y en el cuello; recordé que el chino era un experto en especímenes desconocidos y terribles.

El envoltorio de la red yacía a mis pies. Me incliné y saqué del mismo una cesta de mimbre. Karamaneh me miraba mordiéndose el labio, pero no hizo ademán de detenerme. Abrí la cesta y, en el interior, descubrí un gran frasco que contenía una extraña sustancia de olor acre.

Estaba perplejo a más no poder.

—Tendrá que acompañarme a mi casa —dije en tono decidido.

Karamaneh volvió sus grandes ojos hacia los míos. Estaban muy abiertos, con expresión aterrada. Antes de que pudiera decir nada, extendí la mano para apresarla. En aquel momento, la expresión asustada desapareció cediendo paso a una de rebeldía. No tuve tiempo de comprender lo que se proponía, se apartó de mí con esa elegancia felina que jamás he visto en otra mujer, se dio la vuelta y… ¡echó a correr!

Con la red y la cesta en la mano, como un necio, me quedé allí, mirándola. Como es natural, pensé en perseguirla, pero dudaba que pudiera alcanzarla. Karamaneh no corría como una muchacha de ciudad, ni siquiera como una joven criada en el campo, sino con la ligereza y la rapidez de una gacela; corría como lo que era: una hija del desierto.

Se alejó unos doscientos metros, se detuvo y miró atrás. Se diría que la mera euforia del esfuerzo físico había despertado al diablo que habitaba en ella, al diablo que habita en todas las mujeres con unos ojos como los de Karamaneh.

A la luz del sol, cada vez más alto, vi cómo la ágil figura se bamboleaba; no había harapos capaces de ocultar su belleza. Atisbé los labios rojos y los dientes de un blanco reluciente. Al momento —y me sonó a música celestial, a pesar de que se estaba burlando de mí— se echó a reír, desafiante, dio media vuelta y volvió a correr.

Resignado, reconocí la derrota; y me sonrojo al añadir que con cierta alegría. Empezaba a advertir ciertas señales de que el mundo se desperezaba a mi alrededor. Coros de pájaros jubilosos anunciaban el nuevo día. Cargado con el misterioso artilugio que le había arrebatado al enemigo, me puse en camino hacia casa, sin dejar de rumiar sobre la relación entre la trampa de pájaros y el grito, semejante al de un chotacabras, que habíamos oído en el momento de la muerte de Forsyth.

El sendero que había tomado me llevó junto al Mound Pond: un pequeño estanque en cuyo centro hay una isleta. Sorprendido, descubrí el plato y la jarra que Nayland Smith me había pedido poco antes abandonados en la orilla del estanque.

Dejé el objeto en el suelo y me acerqué al agua. De repente, me había invadido cierta inquietud. En aquel momento, mientras me inclinaba para recoger la jarra vacía, oí un grito:

—¡Todo va bien, Petrie! ¡Enseguida estoy con usted!

Di un respingo, miré a derecha e izquierda. Era la voz de Nayland Smith, pero no lo veía por ninguna parte.

—¡Smith! —grité—. ¡Smith!

—¡Ya voy!

Dudando seriamente de mis sentidos, miré hacia el lugar de donde parecía proceder la voz y vi a Nayland Smith.

Estaba en la isleta, en el centro del estanque y, mientras lo observaba, caminó hacia mí vadeando las aguas poco profundas.

—¡Cielos! —empecé a decir.

Una de sus infrecuentes risas me interrumpió.

—¡Debe de pensar que me he vuelto loco esta mañana, Petrie! —dijo—, pero he descubierto muchas cosas. ¿Sabe lo que es en realidad la isleta del estanque?

—Sólo una isla, supongo.

—¡Ni mucho menos! ¡Es un túmulo funerario, Petrie! Señala el emplazamiento de una de las fosas donde enterraron a las víctimas de la gran peste de Londres. Observará que, aunque lleva varios años viéndola cada mañana, le ha tocado a un comisionado británico residente en Birmania revelarle su historia. ¡Hombre! —la risa desapareció de sus ojos, que volvían a ser duros como el acero—, ¿qué diablos tenemos aquí?

Recogió la red.

—¿Qué? ¡Una trampa para pájaros!

—Exacto —dije.

Smith volvió su inquisitiva mirada hacia mí.

—¿Dónde la ha encontrado, Petrie?

—No la he encontrado exactamente —contesté. Le relaté el incidente con Karamaneh.

Durante todo el relato, mantuvo sus ojos fríos fijos en mí y cuando, con cierto rubor, le narré la huida de la muchacha, me dijo sucintamente:

—Petrie, es usted un imbécil.

Me sofoqué de rabia, pues ni siquiera de Nayland Smith, a quien apreciaba más que a nadie, podía aceptar tales palabras pronunciadas en ese tono. Nos fulminamos mutuamente con la mirada.

—Karamaneh —prosiguió con frialdad— es un precioso juguete, lo acepto, pero también es una cobra. No es nada recomendable andar jugueteando con una cosa ni con la otra.

—¡Smith! —grité encendido—. ¡Basta! Cambie de tono o no pienso escuchar ni una palabra más.

—Debe escucharme —dijo al tiempo que tensaba la mandíbula con gesto iracundo—. ¡No sólo está jugando con esa hermosa muchacha, la favorita de un Nerón chino, sino también con mi vida! ¡Si protesto, Petrie, es por propio interés!

Noté que mi enfado remitía, pues tenía toda la razón. No podía defenderme y Smith prosiguió:

—¡Usted sabe que es falsa hasta la médula, aunque basten un par de miradas de esos ojos negros para hacerle perder el sentido! Una mujer me engañó una vez, pero aprendí la lección; usted, por lo visto, no aprende. Si está dispuesto a tropezar con la misma piedra que Adán, adelante, pero no me arrastre a mí en su perdición, Petrie, pues eso equivaldría a poner el mundo en manos de un emperador amarillo, y lo sabe.

—Está hablando con una crueldad innecesaria, Smith —dije cabizbajo—, aunque quizá merezca sus palabras.

—¡Las merece! —me aseguró, pero aflojó de inmediato—. Han intentado asesinarme y como consecuencia ha muerto un hombre totalmente inocente que nada tenía que ver con el asunto. Ahora llega usted y deja escapar a un cómplice, quizás a un partícipe, sólo porque tiene labios rojos, o largas pestañas, o lo que sea que le ha fascinado tan irremediablemente.

Abrió la cesta de mimbre y husmeó el contenido.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Reconoce este olor?

—Claro.

—Entonces ya imaginará cuál era la presa de Karamaneh…

—¡En absoluto!

Smith se encogió de hombros.

—Vamos, Petrie —dijo, y me tomó del brazo.

Nos pusimos en camino. Deseaba hacerle muchas preguntas, pero una despertaba mi curiosidad por encima de todas.

—Smith —dije—, en el nombre de Dios, ¿qué estaba haciendo en el túmulo? ¿Desenterrando algo?

—No —respondió con una sonrisa burlona—, enterrándolo.