4. EL GRITO DEL CHOTACABRAS

Tales episodios, que marcaron la llegada del doctor Fu-Manchú a Londres, despertaron temores largo tiempo adormecidos y abrieron viejas heridas o, más bien, las infectaron con veneno.

Me volqué en el ejercicio de mi profesión, en un esfuerzo desesperado por borrar de mi mente incluso el recuerdo de Karamaneh; un esfuerzo desesperado pero inútil. Era presa del desasosiego, la alegría me había abandonado y la burla era mi única recompensa.

Habíamos ingresado al pobre Eltham en una clínica, donde atendían adecuadamente las terribles heridas que le habían infligido. Al observar la resignada entereza del clérigo, a menudo me sentía irremediablemente avergonzado de mí mismo. Como es lógico, Smith había tomado todo tipo de precauciones para proteger al herido, y sus medidas fueron tan eficaces que aquel malvado ser, cuyos planes habían sido frustrados, renunció a sus propósitos respecto al heroico reverendo y, como enseguida explicaré, cambió sus estrategias y modificó sus objetivos.

El ocaso siempre me provocaba una sensación de inquietud, pues la oscuridad es siempre aliada del crimen. Así, una noche, mucho después de que los relojes hubieran dado la hora de las brujas, «cuando los cementerios bostezan», el doctor Fu-Manchú volvió a tender sus garras para apoderarse de una nueva víctima. Yo estaba despidiendo a un paciente imprevisto.

—Buenas noches, doctor Petrie —dijo.

—Buenas noches, señor Forsyth —respondí yo.

Tras acompañar a aquel visitante de última hora hasta la puerta, la cerré sin olvidarme de echar el cerrojo, apagué la luz y me dirigí al piso superior.

Mi paciente era un oficial jefe de la compañía naviera P&O. Se había hecho un corte bastante profundo en la mano durante el viaje de vuelta y la herida se había infectado, por lo que había venido a mi casa para que lo atendiese. Se había disculpado por molestarme a horas tan intempestivas pero, por lo visto, acababa de llegar de los muelles. El reloj del vestíbulo dio la una y, mientras subía las escaleras, me di cuenta de que el aspecto del señor Forsyth despertaba en mí recuerdos imprecisos y difíciles de descifrar. Al llegar al piso superior, abrí la puerta de la sala que daba a la calle y, para mi sorpresa, la encontré a oscuras.

—¡Smith! —grité.

—¡Venga aquí y mire! —fue la escueta respuesta.

Nayland Smith estaba sentado ante una ventana abierta y, amparado por la oscuridad, observaba el parque. Apenas podía atisbar la difusa silueta del hombre, pero aun así advertí cierta rigidez en su postura, indicio de que tenía los nervios en tensión.

Me acerqué a él.

—¿Qué pasa? —pregunté con curiosidad.

—No lo sé. Mire ese grupo de olmos.

El tono seco de su voz autoritaria delataba el estado de nervios en que se hallaba. Me incliné sobre el alféizar junto a él y miré al exterior. El resplandor de las estrellas casi compensaba la ausencia de luna y la quietud de la noche era tal que inspiraba respeto. Hacía un calor tropical y el parque, salpicado de luces aquí y allá, tenía un aspecto poco habitual. La arboleda de nueve olmos sólo era un borrón denso e irregular, carente de detalles.

Los estados de ánimo como el que en aquellos instantes embargaba a mi amigo suelen ser contagiosos. En ningún momento se me ocurrió prestar atención a la belleza de la noche, pues no hacía sino recordarme que en alguna parte, oculto entre los millones de habitantes de Londres, estaba al acecho un ser sobrenatural, cuya vida constituía un misterio, cuya misma existencia era un milagro de la ciencia.

—¿Dónde está su paciente? —preguntó Smith.

La súbita pregunta desvió mis pensamientos hacia nuevos territorios. Ningún paso quebraba el silencio de la avenida. ¿Dónde estaba mi paciente?

Me asomé a la ventana y me incliné para ver mejor, pero Smith me cogió del brazo.

—No se asome —dijo.

Me retiré y lo contemplé sorprendido.

—Por el amor de Dios, ¿por qué no?

—Se lo diré enseguida, Petrie. ¿Lo ha visto?

—Sí, y no comprendo qué hace. Por algún motivo, se ha detenido en la puerta del jardín.

—¡El también lo ha visto! —exclamó Smith—. Mire hacia los olmos.

Su mano seguía atenazada a mi brazo con gesto nervioso. ¿Debería decir que estaba sorprendido? Podría afirmarlo y no mentiría, pero me vería obligado a añadir que también estaba alarmado, sobrecogido, pues la atenta vigilancia de Smith, su nerviosismo contenido, sólo podían significar una cosa:

¡Fu-Manchú!

Aquello bastó para que me aprestase a vigilar tan atentamente como él; para que me dispusiese a escuchar, no sólo los sonidos del exterior, sino también los del interior de la casa. Dudas, sospechas y temores se agolparon en mi mente. ¿Por qué se había quedado Forsyth junto a la puerta del jardín? Que yo supiese, era la primera vez que lo veía, pero había algo extraño en él, algo que me resultaba de algún modo familiar. ¿Acaso aquella visita formaba parte de un complot? Sin embargo, la herida era auténtica. No podía evitar que mi cabeza se agitara con intensidad febril; tales eran los efectos producidos por un pensamiento único e impronunciable: Fu-Manchú.

Nayland Smith me apretó el brazo con más fuerza.

—¡Ahí está otra vez, Petrie! —susurró—. ¡Mire, mire!

Las palabras fueron del todo innecesarias, pues yo también lo había visto, una escena increíble y misteriosa. Entre las sombras, bajo los olmos, se veía una vaporosa luz azul pegada al suelo. Como si fuera cosa de hadas, se prendió y empezó a ascender. Se elevó como un fantasma ígneo, como una llama encantada, cada vez más arriba, más arriba, hasta alcanzar una altura de unos tres metros y medio, según mis cálculos. A continuación, allá en lo alto, ¡se extinguió tal como había surgido!

—Por el amor de Dios, Smith, ¿qué ha sido eso?

—No tengo ni idea, Petrie. Lo he visto dos veces. Tendremos que…

Calló al oír unos pasos rápidos procedentes de abajo. Mirando por encima del hombro de Smith, vi que Forsyth cruzaba la calle, saltaba la valla y se internaba en el parque.

Smith se levantó de un salto.

—¡Hay que detenerlo! —dijo con voz ahogada. De inmediato me tapó la boca, pues yo estaba a punto de gritar—. ¡No haga ruido, Petrie!

Salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras a oscuras, a trompicones y dando gritos:

—¡Al jardín… por la puerta lateral!

Cuando le alcancé, ya estaba abriendo la puerta de la despensa. Entró y abrió la del otro extremo, que daba al jardín. Salí tras él y cerré la puerta a mis espaldas. Llegó hasta mí la leve fragancia de una planta de tabaco que crecía en las cercanías; no soplaba ni una brizna de viento. En aquel absoluto silencio, oí que Smith, delante de mí, descorría el cerrojo de la cancela.

Cuando la abrió, le seguí al exterior, pegado a sus talones, y dejé la cancela entornada.

—No debe parecer que venimos de casa —me explicó Smith a toda prisa—. Tomaré la avenida y cruzaré el parque unos cien metros más arriba, donde hay un sendero, como si regresara a casa por el norte. Déme medio minuto de ventaja, póngase en camino en dirección opuesta y cruce por la esquina de la próxima calle. Cuando llegue a un lugar donde la luz de las farolas no lo ilumine, salte la valla y corra hacia los olmos.

Me entregó una pistola y se puso en camino.

Mientras Smith estaba conmigo, hablando con ese tono incisivo e impetuoso, el cetrino rostro cerca del mío, los ojos brillantes como el acero, había compartido su ardor, pero ahora, a solas en aquella respetable calle secundaria, con una pistola cargada en la mano, me invadió una sensación de irrealidad absoluta.

Cuando me dirigía hacia la esquina siguiente, tal y como Smith me había indicado, me sentí bastante confuso. No pensaba en el doctor Fu-Manchú, aquel hombre grande y malvado que soñaba cómo China dominaba Europa y América, ni tampoco en Nayland Smith, quien trataba de impedir que el chino viese realizados sus monstruosos planes, ni siquiera en Karamaneh, la esclava, cuya espléndida belleza constituía una poderosa arma en manos del doctor Fu-Manchú, sino en la mala impresión que causaría en mis pacientes si me vieran en aquel momento.

Tales ideas acapararon mis pensamientos hasta que me interné en el parque y salté al prado que se extendía a mi derecha. Mientras corría hacia los olmos, empecé a preguntarme en qué consistía todo aquello y qué estábamos haciendo allí. A unos cincuenta metros de los árboles, comprendí que si Smith pensaba cortarle el paso a Forsyth, habíamos llegado tarde, pues me pareció verlo en la arboleda.

Acerté. Había corrido veinte pasos más cuando oí un sonido procedente de los olmos. Resonó con toda claridad en el aire inmóvil de la noche: el misterioso grito de un chotacabras. No recordaba haber oído antes a ese pájaro en el parque, pero, cosa rara, le concedí poca importancia. De repente, un terrible grito —un espantoso alarido en el cual se mezclaban el horror y la rabia— me estremeció de pánico.

No recuerdo nada de lo que hice a continuación, sólo sé que poco después me hallaba junto al olmo situado más al sur.

—¡Smith! —exclamé sin aliento—. ¡Smith! ¡Dios mío! ¿Dónde está?

Como respuesta a mi grito, oí un sonido indescriptible, una mezcla de sollozo y atragantamiento. Una espantosa figura surgió tambaleándose de entre las sombras, la de un hombre cuyo rostro parecía rayado. Me miró con expresión frenética y agitó las manos en el aire como si estuviera ciego o loco a causa del miedo.

Retrocedí sobresaltado; las palabras murieron en mis labios. La figura se tambaleó y el hombre cayó balbuciendo y sollozando a mis pies.

Me quedé paralizado, contemplándolo. Se retorció un instante y dejó de moverse. El silencio volvió a ser absoluto. En aquel instante, por detrás de los árboles, apareció Nayland Smith. No me moví. Incluso cuando llegó a mi lado, me limité a contemplarlo con la boca abierta.

—He dejado que se precipitara hacia su muerte —su voz era casi imperceptible—. Dios me perdone, ¡Dios me perdone!

Sus palabras me despabilaron.

—Smith —mi voz era un susurro—, por un terrible instante, he creído…

—A alguien más le ha sucedido lo mismo —rezongó—. Nuestro pobre marino se ha dado de bruces contra un final que iba destinado a mí, Petrie.

Al oír aquello, comprendí dos cosas: la primera, que ya sabía por qué el rostro de Forsyth me había resultado de algún modo conocido, aunque desconcertante, y la segunda, por qué el hombre yacía muerto en la hierba. Excepto por el cabello rubio y el pequeño bigote, ¡sus rasgos y su constitución eran casi idénticos a los de Nayland Smith!