3. LA CHAQUETA DE ALAMBRE

Unos doce pasos nos separarían de la farola cuando oímos el ruido del motor. ¡El coche daba marcha atrás!

Fue un instante angustioso, pues parecía que no podíamos hacer nada por evitar que nos descubriesen. De inmediato, Nayland Smith miró a su alrededor, frenético, buscando un escondite. Lo imité con idéntica ansiedad. Por suerte, el destino se apiadó de nosotros; en realidad se apiadó por partida doble, como demostrarían sucesos posteriores. En el muro, a nuestra derecha, había un portalón de madera y debido a algún percance reciente se había abierto un boquete desigual en lo alto del mismo. La cadena del candado colgaba laxa y, en un abrir y cerrar de ojos, Smith trepó utilizándola de estribo. Pasó el brazo por encima del portalón y se impulsó hacia arriba. Al cabo de un instante estaba encima de la puerta rota.

—¡Arriba, Petrie! —dijo, y tendió la mano para ayudarme.

Coloqué el pie en la cadena, me agarré a un saliente del poste y subí.

—Al otro lado hay un travesaño donde podemos apoyarnos —dijo Smith.

Descendió y la oscuridad lo engulló. Yo seguía subido al portalón cuando el coche dobló la esquina, despacio, pues apenas tenía sitio. Por suerte, me dio tiempo a apoyarme en el travesaño y a poner la cabeza debajo del boquete antes de que el conductor pudiera verme.

—No se mueva de donde está hasta que haya pasado —susurró mi compañero—. Hay una fila de barriles debajo de usted.

El sonido del motor se hizo más intenso, más intenso; luego se fue alejando. Tanteé con el pie izquierdo, noté la parte superior de un barril y me dejé caer, entre jadeos, junto a Smith.

—¡Buf! —dije—. ¡He estado apunto, Smith!… ¿Cómo sabe…?

—¿Que hemos seguido al coche correcto? —me interrumpió—. Responda usted a otra pregunta: ¿por qué iba a pasearse en coche una persona normal y corriente a las dos de la madrugada?

—Tiene razón, Smith —admití—. ¿Salimos?

—Aún no. Tengo una idea. Mire eso.

Me cogió del brazo y me obligó a volverme hacia la dirección indicada.

Más allá de una gran extensión de oscuridad ininterrumpida, un rayo de luna iluminaba de refilón el lugar donde estábamos, derramando su frío fulgor sobre unas hileras de barriles.

—Hay otra puerta —prosiguió mi amigo. Ahora empezaba a distinguir los contornos de Smith—. Si mis cálculos no son del todo equivocados, da a una compuerta del muelle…

Sonó la trágica sirena de un vapor casi en nuestras narices.

—¡He acertado! —exclamó Smith—. La bocacalle por la que ha entrado el coche conduce a la compuerta. ¡Vamos, Petrie!

Dirigió el haz de la linterna hacia el estrecho paso que se abría entre las hileras de barriles y que conducía a la puerta. La luna iluminaba unos cuantos de ellos. Noté que Smith se ponía tenso.

—Los barriles están llenos de sebo —dijo—, y quiero ver lo que hay al otro lado de esa puerta.

—Estoy apoyado en un cajón que parece fácil de mover —le informé—. Sí, está vacío. Écheme una mano.

Cogimos el cajón vacío y, entre los dos, lo colocamos sobre una base estable de barriles. A continuación, Smith se subió al puesto de observación y yo trepé tras él. Observé el callejón del exterior.

Iba a parar, como Smith había adivinado, a una compuerta del muelle que quedaba a unos dos metros de donde estábamos. Apilados en el callejón, contra la puerta del almacén, había otra pila de barriles vacíos. Al otro lado vimos un edificio destartalado que debió de ser una vivienda en otro tiempo. En las ventanas de la planta baja había carteles donde se anunciaba que los tres pisos se alquilaban como oficinas; pudimos distinguir todo aquello gracias al reflejo de la luna.

Oía el chapoteo del agua contra el muelle, notaba el frescor tan cercano del río y distinguía los murmullos confusos que, de noche y de día, se escuchan ininterrumpidamente en la zona comercial del río.

—¡Escóndase! —susurró Smith—. ¡No haga ruido! Lo sospechaba. ¡Han oído el coche que los seguía!

Obedecí y me aferré a él buscando apoyo; me había mareado de repente y el corazón me latía a toda velocidad, desbocado.

—¿La ha visto? —susurró.

¿Verla? Sí, la había visto, y mi mundo de ensueño se desmoronaba a mi alrededor, las ciudades se habían convertido en cenizas y la belleza había quedado reducida a polvo.

La vi detrás de la ventana; sus grandes ojos exquisitamente iluminados por la luna, los labios rojos abiertos, el cabello reluciente como espuma bruñida y la inquieta mirada fija en la esquina del callejón. Era Karamaneh. Karamaneh, a quien una vez rescatara de la mansión del diabólico doctor chino; Karamaneh, que había sido nuestra aliada y en cuya búsqueda —cuando, demasiado tarde, advertí lo vacía que estaba mi vida sin ella— había gastado los pocos bienes que poseía. ¡Karamaneh!

—Pobre Petrie —murmuró Smith—. Lo sabía, pero no he tenido valor… Ha vuelto con él… Sabe Dios cómo se las ha ingeniado para retenerla. No se apure, muchacho, sólo es una mujer y las mujeres son todas iguales… Todas iguales, desde Charing Cross hasta Pagoda Road.

Apoyó su mano en mi hombro un instante; me avergüenza confesar que estaba temblando. De inmediato, apretando los dientes con ese esfuerzo físico casi inconsciente que a menudo acompaña a uno mental, tragué la amarga píldora de sabiduría que Nayland Smith me ofrecía. Se estaba incorporando despacio para espiar por encima de la puerta y yo le imité.

La ventana a la que se había asomado la muchacha quedaba casi a la altura de nuestros ojos y al levantar la cabeza por encima de la madera vi con toda claridad cómo abandonaba la habitación. La puerta, al abrirse, cedió paso a una luz tenue que destacó su silueta un instante antes de volver a cerrarse.

—Habrá que arriesgarse a entrar por las otras ventanas —gruñó Smith.

Aún no había adivinado lo que se proponía cuando le vi saltar y dejarse caer casi sin ruido sobre los barriles del exterior. De nuevo seguí su ejemplo.

—¿No se propondrá atacarlo usted solo? —pregunté.

—Petrie, Eltham está en esa casa. Lo han llevado allí para someterlo a un interrogatorio, en un sentido medieval, al estilo de los interrogatorios chinos. ¿Acaso hay tiempo de buscar ayuda?

Me estremecí. La verdad es que la idea ya se me había pasado por la cabeza, pero expresada así, con tanta claridad, sonaba terrible; inmunda pero también acuciante.

—Usted lleva la pistola —añadió Smith—; sígame de cerca y no haga ruido.

Caminó por encima de los toneles y, al saltar al suelo, señaló el más próximo a la puerta de la casa, que estaba cerrada. Le ayudé a colocarlo bajo una ventana abierta, después pusimos otro junto al primero y por último, no sin hacer algo de ruido, un tercero encima.

Smith trepó a los barriles.

Se le marcaban todos los músculos de la cara y los ojos le brillaban como el acero, pero parecía tan tranquilo como si se dispusiese a entrar en un teatro y no en la guarida de un prodigioso genio al servicio del mal. Disculparía a cualquier hombre que, conociendo al doctor Fu-Manchú, se amedrentase ante él; yo mismo lo temía como se teme a un escorpión, pero cuando Nayland Smith se dio impulso para encaramarse al alféizar de madera que sobresalía de la puerta y saltó a la tenebrosa habitación, lo seguí sin pensarlo dos veces. A pesar de todo, lo admiraba, pues su aplomo permanecía intacto; mi situación era distinta.

Me habló al oído.

—¿Tiene el pulso firme? Tal vez tengamos que disparar.

Pensé en Karamaneh, en la encantadora Karamaneh, de ojos negros, la muchacha que aquel malvado e impresionante producto de la China secreta me había arrebatado; pues así lo consideraba entonces: un robo.

—Confíe en mí —dije con decisión—. Yo…

Las palabras se me helaron en los labios.

Hay cosas que uno se esfuerza en olvidar, pero me ha tocado en suerte evocar a menudo el sonido que en aquel momento me dejó literalmente paralizado de horror. En realidad, sólo fue un gemido, pero ¡Dios bendito! Ruego a Dios no tener que volver a escuchar jamás semejante lamento.

Smith exhaló un suspiro sibilante.

—¡Es Eltham! —susurró con voz ronca—. ¡Lo están torturando!

—¡No, no! —gritó una voz femenina, una voz que de nuevo me provocó un estremecimiento, aunque originado por una emoción distinta—. No, eso no…

Oí con toda claridad el sonido de un golpe, seguido de algo semejante a una refriega. Se abrió una puerta en la parte trasera de la casa. Luego volvió a cerrarse. ¡Alguien recorría el pasillo y se acercaba a nosotros!

—¡No haga nada! —Smith habló en voz baja pero sin titubear—. ¡Déjemelo a mí!

Los pasos se acercaban cada vez más. Oí sollozos ahogados. La puerta se abrió, cediendo de nuevo el paso a aquella luz tenue; Karamaneh entró. El mobiliario era escaso, así que las posibilidades de ocultarse eran pocas. Sin embargo, no iba a ser necesario.

La esbelta j oven aún no había acabado de cruzar el umbral cuando Smith le rodeó la cintura con el brazo y le tapó la boca con la mano. La muchacha emitió un grito ahogado y Smith la arrastró a la habitación.

—Cierre la puerta, Petrie —ordenó.

Me acerqué y cerré la puerta. Una fragancia sutil llegó hasta mí: un suave y esquivo efluvio de Oriente, reminiscencia de unos días que ahora parecían pertenecer a un remoto pasado. ¡Karamaneh! Aquel perfume vaporoso e impreciso formaba parte de su deliciosa personalidad; tal vez parezca absurdo, imposible, pero muchas veces he soñado con él.

—En el bolsillo del pecho —ordenó Smith—; la luz.

Mi compañero no había soltado a la muchacha y me incliné hacia ella. Permaneció inmóvil pero aun así fui incapaz de dominarme. Saqué la linterna del bolsillo de Smith y, de modo inconsciente, iluminé a la prisionera.

Iba vestida con gran sencillez: falda azul y camisa blanca. No era difícil adivinar que Eltham la había tomado por una criada francesa. En el escote, donde se abría la blusa, llevaba prendido un broche con un rubí que lanzaba violentos destellos y contrastaba con su piel sedosa. Estaba pálida y abría los ojos con desmesura, presa del temor.

—Hay una cuerda en el bolsillo derecho de mi chaqueta —dijo Smith—. He venido preparado. Átele las manos.

Obedecí en silencio. La muchacha no ofreció ningún tipo de resistencia, pero creo que jamás he llevado a cabo una tarea más ingrata que la de atar aquellas muñecas tan blancas y delicadas. Sus dedos enjoyados reposaron lánguidamente sobre los míos.

—¡Hágalo a conciencia! —me ordenó Smith en tono elocuente.

Se me arrebolaron las mejillas, pues sabía muy bien a qué se refería.

—Ya la he atado —dije. Volví a iluminarla con la luz de la linterna.

Smith le quitó la mano de la boca pero no la soltó. Ella me miró y, por la expresión de sus ojos, habría jurado que no me reconocía. Sin embargo, se sonrojó un instante, aunque recuperó la palidez de inmediato.

—Tendremos que amordazarla…

—¡Smith, no puedo hacerlo!

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y alzó la vista hacia mi compañero con expresión suplicante.

—Por favor, no me maltraten —susurró con aquel suave acento que tanto me desasosegaba—. Todos, todos me maltratan. Prometo… juro guardar silencio. Oh, créanme, si intentan salvarle no haré nada por impedirlo. —Dejó caer su hermosa cabeza—. Compadézcanse de mí también.

—Karamaneh, en otro tiempo habríamos confiado en usted —dije—. Ahora no podemos.

Dio un violento respingo.

—¡Sabe mi nombre! —La voz apenas era audible—. Yo, en cambio, no le he visto jamás.

—Compruebe si se puede cerrar la puerta con llave —interrumpió Smith al instante.

Aturdido por el tono aparentemente sincero de nuestra encantadora prisionera, anonadado por la impresión que me causaba todo aquello, abrí la puerta, palpé la cerradura y encontré una llave.

Dejamos a Karamaneh acurrucada contra el muro; los grandes ojos me observaban maravillados. Smith cerró la puerta con cuidado y, de puntillas, nos dispusimos a recorrer aquel pasillo mal iluminado.

Tras una puerta situada a la izquierda brillaba una luz más intensa y alguien hablaba en el interior. Sin embargo, habría jurado que Karamaneh no había salido de ese cuarto, sino de otro, el que estaba al final del pasillo.

¡Aquella voz! Basta oír una sola vez esa voz tan particular, a veces gutural, otras sibilante, para que ya no puedas confundirla jamás.

¡El que estaba hablando era el doctor Fu-Manchú!

—Le he pedido que me diga el nombre de su confidente en Nan-Yang —oímos con más claridad (Smith había empezado a girar el pomo)—. Le he sugerido que tal vez sea el mandarín Yen-Sun-Yat, pero usted rehúsa confirmármelo. Sin embargo, sé que algún funcionario, algún alto cargo, es un traidor. —Smith había abierto la puerta unos ocho centímetros y atisbaba el interior del cuarto—. ¿Me veré obligado a interrogarle de nuevo para que delate el nombre?

La entonación que el invisible inquisidor dio a la palabra «interrogarle» me heló la sangre. Estábamos en pleno siglo veinte; aun así, en aquella espeluznante habitación…

Smith abrió la puerta de repente.

Bastante ofuscado, a causa del miedo principalmente pero también por otros motivos, vi a Eltham, desnudo de cintura para arriba, con los brazos hacia arriba y atados a una viga del vetusto techo.

A su lado había un chino vestido con un traje azul de mercadillo que empuñaba un cuchillo. La piel del pastor estaba de un blanco cadavérico y el aspecto de su pecho me desconcertó un instante, hasta que comprendí que lo llevaba envuelto en una red de alambre con la que le habían hecho una especie de torniquete. El alambre le apretaba tanto que, a través de la malla, sobresalían protuberancias de carne. Estaba sangrando…

—¡Dios del cielo! —gritó Smith furioso—. ¡Le han puesto la chaqueta de alambre! ¡Dispare a ese maldito chino, Petrie! ¡Dispare! ¡Dispare!

Con agilidad felina, el hombre que empuñaba el cuchillo saltó a un lado, pero alcé la Browning y, a conciencia, con fría y súbita premeditación, le disparé en la cabeza. Vi que los ojos rasgados del hombre se ponían en blanco; distinguí la marca de la bala justo entre las cejas.

Sin proferir una palabra ni un grito, cayó de rodillas y, con el brazo tendido ante él, se derrumbó hacia delante mientras abría y cerraba la mano convulsivamente. La trenza del chino se desató y, despacio, como una serpiente, se fue deshaciendo.

Mucho más tranquilo, tendí la pistola a Smith y me precipité a recoger del suelo el cuchillo ensangrentado para cortar las ataduras de Eltham. En cuanto me acerqué a él, se dejó caer en mis brazos.

—Loado sea Dios —murmuró con voz queda—. Es mucho más misericordioso conmigo de lo que tal vez merezca. Afloje la chaqueta, Petrie. Creo… he estado a punto de flaquear. Loado sea Dios, que me ha dado fuerzas…

Aflojé la presión de aquel maldito objeto pero el trance de liberarlo fue demasiado doloroso para Eltham. Pese a su fortaleza acerada, cayó desmayado al suelo.

—¿Dónde está Fu-Manchú?

Nayland Smith, que seguía junto al umbral de la puerta, formuló la pregunta en un tono de absoluta sorpresa. Me incorporé —de momento, no podía hacer nada más por mi pobre amigo— y miré a mi alrededor.

El mobiliario de la habitación, aparte de algunos montones de basura desparramados por el suelo y de una herrumbrosa lámpara de aceite colgada de la pared, era de lo más sencillo. El chino muerto yacía junto a Smith. No había ninguna otra puerta y la única ventana estaba enrejada. Procedente de aquella misma habitación, oímos la voz, la inconfundible, la inolvidable voz del doctor Fu-Manchú.

¡Sin embargo, el doctor chino no estaba allí!

Tardamos un instante en aceptarlo; nos quedamos donde estábamos, mirando alternativamente al muerto y al hombre que había sido torturado y que sólo estaba desmayado. No podíamos dar crédito a nuestros ojos.

De repente, se nos iluminó a los dos el entendimiento. Con un grito de rabia contenida Smith se precipitó al pasillo y corrió hacia la segunda puerta, que estaba abierta de par en par. Yo ya lo había alcanzado cuando barrió el vacío con el rayo de la linterna.

¡Había un tubo acústico instalado entre las dos habitaciones!

A Smith le chirriaron los dientes.

—A pesar de todo, Petrie, nos hemos enterado de algo —dijo—. Sin duda Fu-Manchú le había prometido a Eltham dejarlo con vida si le revelaba el nombre de su corresponsal y tenía intención de cumplir su palabra. Es una peculiaridad de su carácter.

—¿Cómo lo sabe?

—Eltham nunca ha visto al doctor Fu-Manchú, pero conoce algunas zonas de China mejor de lo que usted conoce Londres. Si viera a Fu-Manchú, es probable que lo identificase. El doctor, por lo que parece, desea evitar a toda costa que se sepa quién es en realidad.

Corrimos hacia la habitación donde habíamos dejado a Karamaneh.

¡Estaba vacía!

—¡Estamos perdidos, Petrie! —dijo Smith con amargura—. ¡El diablo amarillo vuelve a pulular por Londres!

Se asomó a la ventana y el toque de un silbato rompió la quietud de la noche.